Jube cantó: «Amor Maravilloso», con su voz impecable, cristalina y los versos colmaron el corazón de Agatha con tanta abundancia como el perfume de las azucenas llegaba a su nariz. Mientras, el pulgar de Scott no dejó de acariciar sus dedos.
Entonces se pusieron frente a frente, se tomaron de las manos para que todos lo vieran, y al advertir que las mejillas de Scott estaban sonrosadas, y las manos húmedas, comprendió que no era la única conmovida.
– Yo, LeMaster Scott Gandy, te tomo a ti, Agatha Downing…
La voz, más grave que de costumbre, con un ligero temblor, traicionaba la hondura de su emoción. Pero los intensos ojos oscuros no se apartaron jamás de los de Agatha mientras pronunciaba los votos.
El corazón de la mujer se desbordó de un amor tan intenso que le provocó un dulce dolor en el pecho. Scott, antes de ti no había nada, y ahora lo tengo todo… todo. Toda una vida no tiene días suficientes para derramar sobre ti todo el amor que siento.
– …hasta que la muerte nos separe.
Y le tocó el turno a Agatha:
– Yo, Agatha Noreen Downing, te tomo a ti, LeMaster Scott Gandy…
Sosteniendo la mano de Agatha y escuchando la voz suave y temblorosa, supo que estaba a punto de llorar. Vio sus lágrimas en el borde de los párpados y se sintió conmovido hasta los rincones más recónditos del corazón. Le oprimió los dedos delicados, y se le ocurrió que era un milagro que una mujer como ella hubiese llegado a su vida apática en el preciso momento en que la necesitaba para llenarla otra vez de sentido.
Gussie, pienso cumplir esta promesa de pasar el resto de mi vida agradeciéndote lo que hiciste por mí.
– …hasta que la muerte nos separe.
– El anillo -pidió el ministro por lo bajo.
Scott se sacó el diamante del meñique y lo puso en la mano de Gussie.
Fascinada, lo vio pasar por su nudillo, y comprendió que, en verdad, los unía para siempre. Entonces, las miradas se encontraron sobre las manos entrelazadas, y el voto quedó sellado dentro de sus corazones.
– Y ahora, os declaro marido y mujer.
La cabeza oscura se inclinó sobre la cobriza, y los labios se tocaron. Al terminar el beso, Scott se irguió lo suficiente para contemplar los luminosos ojos verdes, sentir cómo se mezclaban los alientos y la trascendencia del instante se instalaba en las almas de los dos. Marido y esposa. Por siempre jamás.
Scott se irguió, le apretó un poco los nudillos, y se le iluminó el rostro con una sonrisa relampagueante acompañada de hoyuelos. La sonrisa dichosa de Agatha le respondió, y libró a los invitados del encantamiento en el que estaban sumidos. Bastaba con ver los ojos húmedos de casi todas las mujeres.
El novio puso la mano de la novia en el hueco del brazo, y los dos se acercaron a una mesa lustrosa donde estaba abierta la Biblia de la familia. En una página donde ya había varias anotaciones, Scott escribió:
15 de julio de 1881
LeMaster Scott Gandy
se casó con
Agatha Noreen Downing
La besó de nuevo, esta vez con fuerza, brusquedad y fervor, la rodeó con los brazos y le murmuró al oído:
– Te amo.
– ¡Yo también te amo!
Como el piano arrancó con una música exultante y los murmullos de los invitados subieron de volumen, tuvo que gritarlo. Entonces se les acercó Willy pidiendo besos, tan feliz como los novios mismos.
Pronto los separó la multitud que se acercaba a felicitarlos y, por extraño que parezca, el resto del día apenas se vieron. Entre los invitados había muchos que Agatha tenía que conocer, y muchos con los que Scott reanudaba el contacto. Se sirvió un banquete de bodas estilo buffet, y la gente se diseminaba por los prados, paseaba por los jardines o entraba a recorrer la casa. Algunos se sentaban en los escalones de la rotonda, otros en los bancos. El calor era pesado y se sirvió ponche de champaña como refresco. Los niños perseguían a los pavos reales y daban de comer pastel helado a los caballos. En la rotonda comenzó el baile, y Scott atrapó a Agatha unos instantes junto a una curva de la escalera, le hizo ponerle los brazos al cuello, la levantó del suelo y apretó el cuerpo con suavidad contra el propio, los labios rozándose. Pero los invitados los descubrieron y los separaron, haciéndoles comprender que tenían que seguir cumpliendo con sus deberes de anfitriones.
Una hora después se toparon en la entrada de la sala del frente, y sólo tuvieron tiempo de intercambiar una mirada cariñosa antes de que los interrumpieran Mae Ellen Bayles, su hija, Leta y A. J, que a esa altura se había convertido en amigo de Willy. Mae Ellen reclamó la atención de Agatha y, la siguiente ocasión en que vio a Scott estaba bajo uno de los toldos azules fumando un puro, conversando con un hombre delgado de traje a rayas, y otro al que le salían pelos grises de las orejas. Pero como un par de muchachas en edad casadera prorrumpieron en exclamaciones maravilladas ante el diamante de Agatha y le hicieron preguntas referidas al vestido de novia, no tuvo más remedio que ser cortés.
A medida que avanzaba el día, el calor aumentaba, y la brisa se aquietaba. Agatha se sintió acalorada y cansada. Scott, impaciente. Violet bebió demasiado ponche de champaña y coqueteó desvergonzadamente con un robusto comerciante llamado Monroe Hixby. Willy fue a chismorrear que los había visto besándose bajo la vid. Agatha también hubiese querido escaparse al huerto de la vid para conseguir unos besos robados y estar un poco de tiempo a solas con el novio. Mientras departía con uno de los huéspedes regulares de Waverley, el señor Northgood, se le escapó un suspiro y lanzó una mirada furtiva al esposo. Lo vio al otro lado del prado, inclinando la cabeza hacia la señora Northgood. Levantó la vista como si hubiese percibido la mirada de Agatha y, esta vez, cuando las miradas se encontraron, no hubo sonrisas.
Quiero estar a solas contigo, decía la expresión sufrida de Scott.
Y yo contigo, respondía la de Agatha.
La señora Northgood parloteaba acerca del costo de los calefactores domésticos en Boston, en invierno, pero Scott casi no la escuchaba. Veía que Gussie enderezaba la espalda y se apretaba la cadera izquierda, al tiempo que se volvía para escuchar algo que decía el interlocutor. Scott frunció el entrecejo y, cuando la mujer se detuvo para tomar aliento, interrumpió la cháchara tocándole el codo:
– ¿Me disculpa, señora Northgood? -pidió, la mirada preocupada fija en la novia.
Rodeó a la sorprendida mujer, y caminó sobre la hierba en dirección a Gussie para brindarle el alivio que tanto necesitaba.
Al acercarse, la tomó del codo con aire posesivo.
– Creo que lo busca su esposa, señor Northgood.
Sin disculparse, llevó a Gussie hacia los escalones de mármol, cruzaron la rotonda y entraron en la oficina, donde tres hombres fumaban y conversaban.
– Caballeros, ¿nos disculpan, por favor? Tenemos que esperar que el reverendo Oliver nos traiga el certificado de matrimonio para firmar.
Los tres se disculparon y salieron a la rotonda, y Scott cerró la puerta.
– Pero ya tenemos certificado de matrimonio -le recordó Gussie.
– Ya sé. -Cuando se volvió, la encontró de pie en el centro de la oficina, con una mueca de fatiga, el peso sobre una pierna, señal indudable de cansancio-. Desearía que se fueran todos -dijo sin rodeos.
– No es muy amable de nuestra parte.
– Estás cansada.
– Un poco.
Con los brazos a los lados, el marido se acercó lentamente.
– Vi que te frotabas la cadera, y ahora apoyas el peso en el otro pie.
– No es nada. Siempre me duele hacia el final del día.
Sin aviso previo, la alzó en los brazos y la apoyó en un sillón de cuero de respaldo alto, con los pies sobre el brazo del sillón. Sonriente, la mujer le enlazó los brazos al cuello mientras él se acomodaba respaldándose, y cruzaba un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna. Esbozó una sonrisa burlona y se le formó un hoyuelo.
– Así que, Agatha Noreen, ¿eh?
Con ademanes lánguidos, se aflojó el nudo de la corbata.
– Así es.
– ¿Por qué no lo supe antes?
Agatha jugueteó con un mechón del pelo de él.
– Una mujer sin secretos es como acertijo con respuesta: no hay nada que adivinar.
– Ah, de modo que me casé con una mujer que tiene secretos para mí.
– De vez en cuando, puede ser.
– A ver, dime, Agatha Noreen Gandy, ¿qué otras cosas no sé de ti?
La recién casada echó la cabeza atrás, adoptó aire pensativo, y entrelazó los dedos en la nuca del esposo:
– Hoy me visitó Justine.
– ¿En serio?
– Poco antes de la boda, en nuestra habitación. Creo que hice las paces con ella.
– O sea que ahora me crees.
– Siempre te creí, ¿no es cierto? Pienso que estaba ahí, en la sala, presenciando nuestro intercambio de votos. Y que lo aprobó.
El amor absoluto que sentía por ella se reflejó en los ojos, que le recorrían el rostro. Pasó la yema de un dedo por la línea de nacimiento del cabello, bajó por la nariz a la boca, salteó el labio inferior, siguiendo el movimiento con la vista. Cuando habló, lo hizo serio, en voz baja:
– Señora Gandy, me muero por besarte todo el día.
El corazón de la mujer se agitó cuando satisfizo su deseo, uniendo su boca a la de ella al tiempo que ella estrechaba más los brazos en el cuello. Scott separó los hombros del respaldo del sillón y la acomodó sobre sus piernas. Las lenguas se unieron en lascivo complemento. La sangre, la piel, los músculos parecieron prestar atención. Los corazones dieron un vuelco de impaciencia, el hombre sacó la mano de abajo de las rodillas y le acarició el pecho encerrado en estrechos confines de seda marfil.
El aliento de Agatha se aceleró contra la mejilla del esposo. Su carne cambió de forma y él la acarició con el pulgar, sintiendo que su centro duro presionaba saliéndole al encuentro.
– ¿Quieres que los eche? -susurró contra la boca de ella, con la mano todavía en el pecho, provocándole cambios de forma, así como ese día había cambiado la vida de Agatha.
– Ojalá pudieras.
La besó una vez más, mojándole los labios, sintiendo que la lengua de ella hacía lo mismo con los de él, pasando la mano por el torso hacia abajo, por la cadera, el estómago, plano y duro, contenido por la ajustada falda de satén. Más abajo, a la sugerencia de feminidad entre las piernas, donde otra vez lo desvió la forma ajustada del vestido, que no dejaba sitio para la exploración.
Agatha se acercó más y soltó la trasera del vestido como invitándolo. Scott metió la mano entre esa parte y los pliegues sueltos, encontró una cinta, tironeó de ella y deslizó la mano dentro, contra las curvas tibias, en la parte de atrás de uno de los muslos. El beso se tornó insaciable, y un retumbo de impaciencia les recorrió los cuerpos.
Alguien llamó a la puerta:
– Señor y señora Gandy. -El reverendo Oliver abrió y asomó la cabeza-. Alguien me dijo que me necesitaban aquí.
Sintiéndose culpables, se levantaron de un salto, los rostros encendidos.
– ¡Ah, eh… sí! -Desesperado, buscó una excusa plausible y de pronto, recordó que el servicio era gratuito. Se inclinó sobre el escritorio y abrió el cajón del centro desde el otro costado-. Quería entregarle esto. -Sacó un sobre-. No es mucho, pero queremos que sepa cuánto apreciamos que celebrara el servicio en nuestra casa, en especial tratándose de un día tan caluroso. -Estrechó la mano del reverendo Oliver-. Gracias, otra vez.
– Fue un placer. -El sacerdote guardó el sobre en el bolsillo-. No tengo oportunidades frecuentes de celebrar una boda en un ambiente como este. Le aseguro que fue un placer. -Esbozó una sonrisa benigna y agregó-: Y, desde ya, les deseo una vida de felicidad. En mi opinión, ya están camino de lograrlo.
– En efecto, señor -admitió Scott. Buscó la mano de Agatha y la acercó a su costado, entrelazando los dedos.
– Bueno… -El ministro metió un dedo dentro del cuello clerical-. Hace calor, ¿no? Pienso que mi esposa y yo nos despediremos y nos iremos a casa.
Scott dejó a Agatha para acompañarlo hasta la puerta y, una vez más, perdió al esposo entre los invitados, acabando así la breve escapada.
Ya habían pasado las once de la noche cuando vieron las luces del último coche parpadear alejándose por el camino. Por fin, se habían ido todos y los huéspedes, cada uno a su habitación. A la larga Willy se desplomó y Scott lo llevó al cuarto en la planta alta. El cuenco de ponche del comedor estaba vacío. Los restos de la celebración estaban esparcidos por la sala del frente y en los últimos escalones de la escalera doble, y se recogerían al día siguiente.
– ¿Queréis que apague los picos de gas de aquí adentro? -preguntó Leatrice entrando en la rotonda, donde Scott y Gussie estaban sentados en el último escalón.
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