Agatha se apartó, sin aliento, sujetándolo de dos puñados de pelo.

– ¿Qué era lo que estabas haciendo allá, en el dormitorio, Scott Gandy?

– Tú lo sabes. No me digas que no lo sabes. -Percibió la seducción en el tono-. Cuéntame que te provocó.

Así como no pudo evitar que el rubor le encendiera las mejillas, no pudo expresarlo, mientras él le ponía la mano en sus propias partes íntimas.

– Scott, eres perverso.

– No, no soy perverso… estoy enamorado… excitado… practicando una danza de acoplamiento con mi esposa, a la que estos rituales le encantan pero es demasiado tímida para admitirlo. Te mostraré cada paso antes de hacerlo.

La besó. Los labios estaban fríos, pero las lenguas calientes. Los brazos esbeltos de la mujer le rodearon el cuello, y las pieles húmedas se deslizaron con movimientos sinuosos.

Y ahí, en una negrura tan absoluta como el espacio, acarició el cuerpo frío y trémulo a través del algodón mojado: los pechos, las caderas y, por primera vez, el lugar íntimo entre las piernas. El agua les chorreaba por las narices, las mejillas, por el bigote, en las bocas, por la espalda de ella, y sobre el brazo de él. El agua sedosa que los unía como un lazo líquido. El brazo izquierdo la sujetó debajo de los omóplatos, Agatha apoyó las manos sobre la espalda esbelta, mientras la mano libre del hombre merodeaba por todos lados.

– Gussie… Gussie… te quiero. Seré muy bueno contigo.

Ya era bueno sentir sus manos sobre ella. Incluso a través de la tela mojada y fría, la hizo jadear y tapó el sonido con su boca, diciendo luego:

– Dilo, Gussie… di lo que estás sintiendo.

– Amo tus manos… sobre mí… me siento… hermosa… completa.

Fue una revelación para ella comprender que la necesidad de acoplarse no tenía que quedar reservada a las camas de palo de rosa con baldaquinos, y sábanas meticulosamente limpias, cómo un cuerpo provocado podía satisfacerse con un resbaladizo y frío escalón de mármol, sólo con que la agonía de esperar se pudiese acabar.

Sin una palabra, la sacó de la piscina. Un rápido repaso con la toalla, un beso impaciente, y corrieron en la noche de ébano hacia la gran casa blanca que los recibió de nuevo en su seno.

Las lámparas de gas los esperaban, arrojando una delgada cinta amarilla sobre los husos del balcón mientras él la llevaba otra vez arriba, por los brazos curvos de la escalera. Cuando se cerró la puerta del dormitorio, la puso de pie y la acercó en un solo movimiento, los labios y los brazos pegados. Las largas horas de ese día cumplían su objetivo. Dos cuerpos excitados, privados durante demasiado tiempo.

Agatha no tuvo ocasión de timideces, pues su esposo no lo permitió. Cuando retrocedió fue sin remilgos, para soltar los botones de los hombros y bajar la ropa interior mojada hasta las caderas, donde se torció y quedó colgando. Sosteniendo los pechos en las manos ahuecadas, los elevó, los contempló, los adoró.

– Mírate… ah, Gussie.

Se apoyó en una rodilla, tomó en la boca uno de los pezones frío y erguido, y lo calentó con la lengua, tironeó con los labios, lo atrapó suavemente entre los dientes. Agatha cerró los ojos, contuvo el aliento. Zarcillos de sensaciones bajaban por su cuerpo y se adueñó de una gama completa de ellas. Scott entibió el otro pecho como había hecho con el primero, y el bigote cosquilleaba mientras jugaba el mismo juego excitante con los dientes, la lengua, con movimientos ora lentos, ora rápidos.

La mujer echó la cabeza atrás, con los ojos cerrados. La torpeza que esperaba no apareció por ningún lado. Sentirse tan amada la libró de todo, menos lo bueno que era estar de pie ante un hombre que la recorría con los labios.

Le besó los huecos entre las costillas, atrapó la recalcitrante prenda de algodón y terminó de quitársela.

Agatha levantó la cabeza y abrió los ojos. En ellos vio Scott que estaba maravillada de su propio despertar sensual, ante cada contacto, cada nueva meseta de pasión que le provocaba. La acarició otra vez, con movimientos deliberados, con un roce de las yemas sobre el cabello, el estómago, el pecho. Entonces, se incorporó, se quitó los calzones mojados y los apartó con el pie.

La mirada de la esposa se clavó en su rostro.

– ¿Tienes miedo? -le preguntó.

– No.

Aguardó, viendo que los claros ojos parpadeaban, dubitativos.

– ¿Si lo tuvieras, me lo dirías?

– No hay motivo. Te amo.

Pero le tembló la voz y no bajó la mirada. Le tomó la mano y apretó los labios sobre la sortija de bodas.

– Piensa que no deberíamos desilusionar a Violet. ¿Quieres ponerte el camisón? Tendré que sacártelo pero, tal vez, sea divertido.

Sin esperar respuesta, fue hasta la cama, apartó el mosquitero y tomó el camisón. La esposa lo contemplaba desnudo, esbelto, impúdico, y pensaba: «He recibido una doble bendición. No sólo es un hombre hermoso, sino también gentil. Gentil y paciente con su novia ignorante y virginal».

Mientras volvía, Agatha comprendió que estaba dándole tiempo para ambientarse, para observar, para aprender.

– Levanta los brazos -le indicó.

Le puso el camisón para cubrirla, después ajustó la cinta azul bajo los pechos y se tomó el trabajo de hacer una lazada. Cuando terminó, Agatha le tocó las manos.

– Creo que eres un hombre muy hermoso.

Scott dedicó largo rato a contemplarle el rostro, observando con lentitud los ojos verdes, la frente ancha, la línea de la mandíbula, lo primero que le había gustado.

– Y tú, una mujer muy hermosa, creo. Tendríamos que llevarnos bien, ¿no te parece?

La levantó, la llevó hasta la cama, la acostó sobre el alto colchón y se tendió junto a ella. Bajo el baldaquino, estaba penumbroso, íntimo, y el perfume de las azucenas flotaba sobre sus cabezas. Al otro lado del mosquitero, las polillas continuaban su danza mientras que, adentro, los ojos oscuros se clavaban en los verdes claros.

Ah, sin duda, Scott tenía un modo especial de hacer las cosas. Fácil, natural, la tomó en los brazos, la atrajo hacia él de manera que los dos cuerpos quedaran unidos en toda su extensión, la besó lánguidamente, mientras creaba otra vez con las manos la misma magia que en la piscina. Claro, Agatha había esperado pasar por momentos de incomodidad, pero, ¿cómo podía sentirse incómoda con un hombre como él? Ah, un hombre como él.

No descuidó ninguna parte del cuerpo: primero el cabello, quitándole la magnolia y apoyándola sobre el pecho mientras sacaba las hebillas, hasta que los mechones quedaron extendidos como un charco de cobre alrededor. Después, los labios: besos cálidos, lascivos, en que la lengua la invitaba a una danza. Las orejas, el cuello, los pechos, acariciándolos primero con los pétalos de la magnolia, luego, dándole besos con la textura del bordado de Violet, mordiéndola con suavidad, mojando la tela y a ella, provocándole un ronroneo gutural. Soltó la cinta azul que hacía tan poco había atado, y exploró la piel debajo del camisón. Sólo la superficie, deslizando las manos con levedad sobre los muslos, el estómago, los pechos, la clavícula, como si quisiera memorizar el exterior antes de sumergirse más a fondo.

– ¿Te gusta?

– Oh, sí… tus manos. Las conozco tan bien. Estoy viéndolas detrás de los párpados mientras me tocas.

– Descríbemelas.

– Manos bellas, con dedos largos, perfectos, el suficiente vello negro para hacerlas increíblemente masculinas, emergen de una muñeca angosta… una muñeca que sale de un puño blanco que asoma bajo la chaqueta negra. Así las imaginaba cuando estuvimos separados.

– ¿Te imaginabas mis manos mientras estábamos separados?

– Siempre. Encendiendo un puro, sosteniendo una mano de póquer, revolviendo el pelo de Willy. Cuando iba a acostarme, en mi apartamento, solía pensar en tus manos y pensaba cómo sería que hicieran esto.

– ¿Y esto?

Contuvo el aliento y se movió para acomodarse, mientras la tocaba otra vez en su parte más íntima.

– Ohhh, Scott…

Sintió que le quitaba el camisón por la cabeza con mucha más impaciencia que cuando se lo puso. Se quedaron acostados sin otra cosa que el tiempo para explorarse.

– Tócame -le dijo Scott-, no tengas miedo.

Fue un descubrimiento: lo halló firme, caliente y flexible. Y cuando lo tocó, rio se movió. Permaneció inmóvil como el dial de un reloj de sol mientras el mundo giraba. Le tomó la mano y la guió, y al primer contacto la respiración se escuchó agitada en la quietud del cuarto. Rodó hacia ella y se apartó, tocándola con una incitación que pronto se convertiría en plenitud. Dentro de Agatha fue primavera: un capullo se hinchó, germinó, floreció, y la hizo gritar su nombre sin saberlo cuando llegaba a la cima que, por ignorancia, le resultó inesperada.

– Scott… oh, Scott… -dijo después, con lágrimas en los ojos y los estremecimientos que la habían sacudido iban calmándose.

– De esto se trata, Gussie. ¿No te parece maravilloso?

No encontró manera de expresar todo lo que sentía, la maravilla, el descubrimiento, la novedad. Por eso, lo rodeó con los brazos y lo besó, cerrando con fuerza los ojos. Y antes de que el beso acabara, sucedió el milagro: ya no era virgen, al fin estaba completa. El cuerpo de Scott se unió al de Agatha con la misma facilidad y la misma gracia de todo lo anterior. Descansó dentro de ella sin moverse, permitiéndole que se adaptara. Ella sintió la presencia y susurró una única palabra contra la sien de él, mientras él permanecía dentro.

– Bienvenido.

– Gussie… mi amor…

Todo lo que siguió fue hermoso. Los movimientos ágiles, los músculos tensos, los murmullos, la aprobación, los cambios de posición, las pausas para admirarse y observarse de cerca… a continuación, otra vez los embates que los llevaban a los dos con impulsos como de seda, restableciendo en ella otra vez el maravilloso embrujo del deseo que hizo saltar los límites por segunda vez, instantes antes de que él se estremeciera… y acometiese… mostrando los dientes.


Después, cayeron de costado saciados, tocándose los rostros como si fuese por primera vez. Permanecieron tendidos quietos, con las sombras del mosquitero dándole una extraña textura a las pieles, saboreando el momento.

– ¿Estás bien? -preguntó al fin, Scott.

– Sí.

– ¿Y la cadera?

– También.

Se había olvidado de la cadera.

La atrajo hacia su pecho, enlazó una pierna sobre las de ella y acomodó los dos cuerpos como los pétalos estrujados de la magnolia que había quedado aplastada debajo de los dos. Exhaló un suspiro largo y satisfecho, y jugueteó con el fino cabello cobrizo de la nuca, y Agatha le pasó las yemas por la espalda. Las polillas se golpeaban contra la red, y sus sombras bailoteaban sobre los miembros enlazados de los novios.

– Nadie me contó nunca -le dijo Agatha, fascinada.

– ¿Qué cosa?

No sabía muy bien cómo expresar lo que sentía: la maravilla, la incredulidad.

– Yo creí que sólo existía para la procreación.

La risa de Scott sonó como un trueno bajo la oreja.

– Violet te contó.

– No con la suficiente elocuencia. -Se echó atrás para mirarle la cara-. Scott… -murmuró, tocándole la frente, el pómulo, con ansias desesperadas de explicar lo que sentía.

Pero las palabras resultaban insuficientes ante emociones tan inmensas.

– Sí, lo sé.

– No creo que lo sepas. No sabes de los años que viví sola y anhelé las cosas más simples; alguien con quien compartir la mesa a la hora de la cena, una cuerda donde tender ropa de niño, y escuchar algo, además del tictac del reloj, otra voz humana, una palabra amable. Pero esto… -Tocó la cicatriz del brazo en forma de cuña, recordando la noche en que recibió esa herida, pensando lo cerca que había estado de perderlo-. Me diste tanto… Regalos que no pueden comprarse, y…

– No es así…

– No. -Le tocó los labios-. Déjame terminar. Quiero decirlo. -Mientras hablaba, recorrió el contorno de los labios con los dedos y luego los dejó junto a la boca de Scott-. Nadar, cabalgar, bailar… son cosas que jamás esperé vivir. Me liberaron, ¿no lo entiendes? Yo estaba pegada a la tierra hasta que tú me los brindaste y me hiciste sentir que era como todos. Aun así, no fueron nada comparados con Willy. Nunca podré agradecerte lo suficiente por Willy y, en ocasiones, cuando comprendo que será nuestro para siempre, todavía se me llenan los ojos de lágrimas.

– Gussie, tú fuiste…

Pero el corazón de la mujer necesitaba manifestarse, pues no podía contener todo lo que había recibido.

– Y como si Willy no fuese bastante, me diste una familia, algo que no tuve en toda mi vida. Me brindaste todo eso… y ahora… esta noche… esto. Más de lo que hubiese imaginado. -Le besó los labios, con los suyos temblorosos-. Quiero demostrarte mi gratitud, compensarte, pero no hay nada que pueda darte. Siento… yo… oh, Scott.