– Usted hará todo lo que esté a su alcance para que me cierren el local… ¿Alguna vez oíste algo tan maravilloso en tu vida? Cuando el señor Gandy habla, te juro que me parece sentir el perfume de la magnolia aquí mismo, en Proffitt, Kansas.

– Yo, lo único que olí fue el tabaco.

Violet se incorporó.

– Oh, Agatha, careces de romanticismo. También olía a colonia. Recuerdo que mi padre usaba la misma.

– Tu padre no dirigía una taberna, ni lo echaron a patadas de un barco por guardarse cartas bajo la manga.

– Nadie sabe eso con seguridad acerca del señor Gandy.

– ¿Ah, no? -exclamó Agatha, con aspereza-. ¿Eso significa que hay algo que las chicas no han podido verificar?

De pronto, Violet examinó la ropa de Agatha que estaba sobre la mesa y apoyó la mano encima casi con reverencia.

– ¿Te das cuenta? Pagó para que lavaran esto.

Agatha inspiró con desdén.

– Y ofreció pagarte la cena.

Agatha inspiró con más fuerza.

– Y vino aquí, especialmente para disculparse por todo.

Si hubiese inspirado con más fuerza, podría haberse tragado algunos hilos y ahogarse. En cambio, rezongó:

– Oh, de acuerdo, es un dandi de lengua suelta. Pero con la ayuda de Drasilla Wilson y de las mujeres de Proffitt, Kansas -alzó una mano hacia el cielo- ¡le borraré esa sonrisa insoportable de su cara morena!


Al otro lado de la pared, LeMaster Scott Gandy se paseaba por la taberna, golpeando las puertas con furia.

– ¡Jack, da la señal! -vociferó.

Mordió la punta del cigarro, la escupió en la escupidera con mortal puntería, y exhaló la primera bocanada de humo con la misma puntería fatal: pareció destinada a adornar uno de los floridos pezones del desnudo en la pared, detrás de la barra. Entrecerró un ojo contemplando el pezón y el anillo, como si hiciera puntería con el cañón de un Winchester.

– Haremos un concurso para ponerle nombre a la mujer del cuadro. ¡El hombre que acierte con el nombre de nuestra querida dama de pechos rosados, tendrá el primer baile con Jubilee cuando llegue! -agregó.

Y así se trazaron las estrategias de batalla.

Capítulo 3

El domingo, el reverendo Samuel Clarksdale, de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, cediá el pulpito a Drusilla Wilson, que emitió un mensaje conciso e inspirador: aquellos que se apartaran al ver a un ser querido encadenado a los demonios del alcohol y, pudiendo hacerlo, no lo ayudaran, eran tan culpables como si le hubiesen puesto la botella en las manos.

Cuando terminó el servicio dominical, la señorita Wilson recibió los saludos efusivos de las mujeres de la congregación. Muchas de ellas le estrecharon la mano con sinceridad, algunas con lágrimas en los ojos. Unas cuantas hicieron lo mismo con Agatha Downing, agradeciéndole de antemano haberles ofrecido un lugar de reunión.

Agatha se vistió con exagerada elegancia para la reunión con un vestido de cuello rígido, castaño oscuro, los polisones sujetos con firmeza atrás, las faldas atadas tan apretadamente que le acortaba los pasos en buena medida. Como estaba lista mucho antes de las siete, sacó el polvo a los mostradores y encendió las lámparas. Todavía no anochecía cuando abrió la puerta de la tienda para recibir a Drusilla Wilson. Como siempre, la mujer le dio un firme apretón.

– Agatha, cuánto me alegro de verla otra vez.

– Pase, señorita Wilson.

Pero antes de entrar, Drusilla echó una ojeada a la puerta de la taberna.

– Supongo que ya vio a qué nos enfrentamos.

Agatha pareció desconcertada, y salió ella misma a la acera.

Las puertas de vaivén estaban abiertas. La pintura que colgaba detrás de la barra podía verse desde un ángulo oblicuo, en la pared de la izquierda. En el frente, sobre la acera, estaba el maldito sureño, vestido de punta en blanco, un cigarro humeante en la boca y un codo apoyado en un cartel doble, que anunciaba:


Nuevas damas en el pueblo

Bautice la pintura que está detrás de la barra

y gane el primer baile con la señorita

Jubilee Bright, la gema más brillante de la pradera,

que pronto estará en la Gilded Cage, con sus joyas,

Pearl y Ruby


Dio tiempo a Agatha para leerlo, y después alzó el sombrero y esbozó una sonrisa perezosa:

– Buenas noches, señorita Downing.

¡No se podía negar que tenía agallas, ahí de pie, sonriente! ¡Le habría encantado quitarle de un golpe el cartel y hacerlo caer despatarrado!

– Espera un buen resultado, ¿no es así?

– Sin duda.

– Apuesto a que no será tan bueno como el mío.

– ¿Acaso no tiene decencia? ¡Es el día del Señor!

– Ninguna en absoluto, señora. Tengo que preparar la bienvenida para cuando el primer rebaño llegue al pueblo. Según lo que sé, puede ser en cualquier momento.

Contemplando el cartel, la mujer alzó una ceja.

– ¿Jubilee, Pearl y Ruby? Estoy segura de que serán unas gemas perfectas.

Ya las imaginaba: prostitutas enfermas, llenas de piojos, de cabello teñido y lunares falsos.

– Genuinas, las tres.

Agatha resopló con suavidad.

Gandy aspiró el cigarro.

En ese momento, un mulato alto, largirucho, de ojos hundidos y cabello negro crespo, hizo rodar el piano cerca de la puerta. Era tan delgado que parecía que una ráfaga de viento podría hacerlo volar.

– ¿Es hora de empezar con la música, Ivory?

– Sí, señor.

– Ivory, creo que no conoces a la señorita Downing, nuestra vecina de al lado. Señorita Downing, mi pianista, Ivory Culhane.

– Señorita Downing. -Se quitó el bombín, lo apoyó en el centro del pecho y se inclinó. Volvió a ponérselo en un ángulo atrevido, y preguntó-: ¿Qué le gustaría escuchar, señorita?

¡Cómo se atrevían esos dos a comportarse como si no se tratara más que de una velada social! Agatha no tenía el menor deseo de intercambiar banalidades con el dueño de la taberna, ese alcahuete, ni con el sujeto cuyo aporreo infernal le impedía dormir todas las noches. Dirigió una mirada punzante al último y respondió, cortante:

– ¿Qué le parece «Nuestro Dios es una Poderosa Fortaleza»?

Los dientes blancos relampaguearon en la cara color de té, en una amplia sonrisa:

– Me temo que no la sé. ¿Qué le parece ésta?

Con un movimiento fluido, Ivory se sentó en un taburete de patas en forma de garras, se volvió hacia el teclado y tocó los primeros acordes de «Pequeña Jarra Marrón», una canción compuesta recientemente por los «mojados» para exasperar a los «secos». Agatha se irguió y, dándose la vuelta, se alejó.

Cuando comenzaron a llegar las damas, los dos estaban aún ahí. Ivory llenando con canciones la calle, como una invitación musical, y Gandy, con su aire despreocupado y la sonrisa intacta, emanando encanto sureño del mismo modo que una rata almizclera emanaba almizcle. Saludó a cada una de las damas que llegaba.

– Buenas noches, señora -decía una y otra vez, tocándose el ala del sombrero-. Disfrutarán de la reunión. -Dedicó una sonrisa especialmente encantadora a Violet y la delegación de la pensión de la señora Gill-. Buenas noches, señorita Parsons. Me alegro de verla otra vez, y también a sus amigas. Buenas noches, señoras.

Violet rió entre dientes, se ruborizó y abrió la marcha hasta la puerta vecina. La seguían Evelyn Sowers, Susan White, Bessie Hottle y Florence Loretto, todas las cuales tenían un interés personal en los sucesos de la Gilded Cage. También estaban otras. Annie Macintosh, con un moretón en la mejilla izquierda. Minnie Butler, cuyo esposo estaba obsesionado con las mesas de juego. Jennie Yoast, cuyo marido hacía la ronda de todos los salones, todos los sábados a la mañana, y al que, a veces, lo encontraban durmiendo en la acera, los domingos a la mañana. Anna Brewster, Addie Anderson, Carolyn Hawes, y muchas otras con esposos famosos por la frecuencia con que empinaban el codo.

Asistían a la reunión treinta y seis mujeres, casi todas ansiosas por poner en fuga a los demonios de las bebidas alcohólicas; algunas, sólo con curiosidad de ver qué hacían «esas fanáticas» cuando se juntaban.

Drusilla Wilson en persona, con la anfitriona a su lado, saludó en la puerta a cada una que llegaba. La reunión se inició con una plegaria, seguida por el discurso de apertura de la señorita Wilson:

– Hay cuatro mil guaridas del alcohol esparciendo muerte y enfermedades por todas las clases de la sociedad norteamericana, antros de vicio que las gentes respetables aborrecen desde lejos. Su propia ciudad se ha visto mancillada por once de esos chancros. A muchos de vuestros maridos se los subyuga para que abandonen los hogares cada noche, arrebatándoles a sus familias, a sus protectores y proveedores. El desastre humano causado por el alcohol sólo puede terminar de manera trágica: en el hospital, donde la víctima muere de delirium tremens, en reformatorios como los de la isla Ward, o hasta en asilos como el de la isla Blackwell. Yo misma visité esas instituciones. Vi a la muerte haciendo presa de aquéllos que comenzaron con un solo trago inocente, después otro y otro, hasta que quedaron irremisiblemente perdidos. ¿Y quién queda, sufriendo los efectos de la intemperancia? ¡No otros que las mujeres y los niños! De medio millón de mujeres norteamericanas brota un gemido de angustia y se eleva sobre lo que fuera una tierra dichosa. Sobre las tumbas de cuarenta mil ebrios se alza el llanto dolorido de la viuda y el huérfano. Los demonios del alcohol han caído sobre las mujeres. ¡Por eso, es muy justo que las mujeres comiencen el trabajo para su destrucción!

Mientras Wilson hablaba, los rostros del público adquirían una expresión arrebatada. Era entusiasta, hechizaba. Hasta las que habían ido por curiosidad estaban embelesadas.

– Y las tabernas son los sitios en que se alimentan los gusanos de esta tierra: jugadores, estafadores, y nymphs du prairie. ¡No olvidemos que en Wichita, en su momento de mayor decadencia, había casas de mala reputación con no menos de trescientas de esas gatas pintarrajeadas! ¡Trescientas en una sola ciudad! ¡Pero hemos limpiado Wichita, y limpiaremos Proffitt! ¡Juntas!

Al terminar el discurso, del público se elevó una sola pregunta: ¿Cómo?

La respuesta fue concisa: educando, defendiendo y orando, con fuerza de voluntad.

– La U.M.C.T. no es militante. Lo que logramos lo obtenemos por métodos pacíficos. Pero no eludamos nuestro deber cuando se trate de hacer que ese destructor de las almas de los hombres, el tabernero, tome conciencia de su culpa. No debemos destruir el cruel brebaje que vende. Más bien tenemos que proporcionarles a sus clientes algo más poderoso en que apoyarse: la fe en Dios, en la familia, y la esperanza en el futuro.

La señorita Wilson sabía cuándo sermonear y cuándo detenerse. Ya las había entusiasmado. Para ganarlas para la causa, le bastaría con unas pocas historias conmovedoras de sus propios labios.

– Todas ustedes, en sus hogares, estaban impacientes por que llegara este día. Ahora es el momento. Desnuden el corazón ante sus hermanas, que las comprenden, pues sufrieron lo mismo que ustedes. ¿Quién quiere ser la primera en librarse de su dolor?

Las mujeres intercambiaron miradas furtivas, pero ninguna se adelantó.

Wilson las presionó:

– Recuerden que nosotras somos sus hermanas y no estamos aquí para juzgar sino para apoyar.

Desde la taberna llegó el grito de: «¡Lotería!». Y en el piano sonaba «Sobre las olas». Treinta y seis mujeres pudorosas esperaron que alguna se atreviera a empezar.

Agatha tenía los dientes y las manos apretados. Sus propios recuerdos torturantes regresaron del pasado. Pensó en contarlo todo por fin, pero lo había guardado tanto tiempo que ya no podía. Ya era objeto de la compasión ajena y no tenía ningún deseo de serlo más aún, por eso calló.

La primera en hablar fue Florence Loretto:

– Mi hijo… -comenzó, y todos los ojos se posaron en ella. Todas guardaron silencio-. Mi hijo Dan. De pequeño, siempre fue un buen muchacho. Pero cuando mi esposo vivía acostumbraba mandarlo a la taberna a buscar su whisky. Aseguraba que tenía un poco de reumatismo y que los ponches calientes le aliviaban el dolor de las coyunturas. Así fue como empezó. Pero para cuando murió, estaba más tiempo borracho que sobrio. Él era un hombre adulto, pero Dan… Dan era joven y descubrió que le gustaba el ambiente de la taberna. Ahora es el crupier aquí al lado, y yo… yo… -Florence se cubrió la cara con las manos-. Estoy tan avergonzada que no puedo mirar de frente a mis amigas.

Addie Anderson frotó el hombro de Florence y le dijo, con suavidad:

– Está bien, Florence. Nosotras lo entendemos. Cuando lo criaste, hiciste lo que creíste mejor. -Dirigiéndose a la señorita Wilson, dijo sin rodeos-: Mi esposo, Floyd, solía ser sobrio como un juez, salvo el día en que nos casamos y el cuatro de julio. Pero hace un par de años enfermó y tuvo que llamar a alguien para que se encargase de la tienda mientras él estaba en cama. Se llamaba Jenks, y era un joven de aspecto agradable, de St. Louis, con cartas de recomendación. Sin embargo, eran todas falsas. Jenks metió mano en los libros de contabilidad y los manipuló de tal manera que fue capaz de estafarnos sin que Floyd se diera cuenta en qué andaba. Cuando lo descubrió, ya era demasiado tarde. Jenks se había ido, y del mismo modo nuestros ahorros. Fue entonces que Floyd comenzó a beber. Intenté disuadirlo. «Floyd, le decía, ¿qué hay de bueno en gastar el poco dinero que nos queda embriagándote todas las noches?». Pero no me escuchaba. Perdimos el negocio y Floyd fue a trabajar como empleado con Harlorhan, y trabajar para otro después de haber sido patrón tantos años fue un gran revés para él. Lo que Harlorhan le paga se va casi todo en whisky, y ya debemos seis meses en el almacén. Aunque Harlorhan se portó bien hace tiempo que le viene advirtiendo a Floyd que si no paga algo de lo que nos estuvimos llevando, tendrá que echarlo. Después… -De súbito, Addie estalló en lágrimas-. Ohh… -gimió.