Hizo que la situación de Florence Loretto pareciera menos dramática y Florence, a su vez, consoló a Addie.

Después de eso, todas las mujeres empezaron a hablar. Sus apuros eran similares, si bien algunas historias eran más desdichadas que otras. Aunque Agatha esperaba que Annie Macintosh contara cómo se había hecho el moretón en la mejilla, igual que ella, Annie calló.

Cuando se hizo el silencio, Drusilla Wilson volvió a hacerse cargo de la reunión.

– Hermanas, tienen nuestro cariño y nuestro apoyo pero, para ser eficaces, tenemos que organizamos. Y eso significa que debemos convertirnos en la filial local de la Unión de Mujeres Cristianas para la Templanza, que es nacional. Para eso debemos elegir funcionarías. Yo trabajaré junto con ellas para hacer un borrador de la constitución. Una vez hecho eso, se formarán comités para redactar compromisos de abstinencia. -Mostró distintas variantes, que podían colocarse en la manga de un hombre reformado-. Uno de vuestros primeros objetivos debe ser reunir tantas firmas de compromisos como sea posible, y también nuevos miembros para la organización local.

En un cuarto de hora, pese a sus protestas, Agatha fue elegida primera presidente de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt, Kansas. Florence Loretto fue elegida vicepresidenta, también bajo protesta. Para sorpresa de todas, Annie Macintosh habló por primera vez, para ofrecerse como secretaria. Agatha nombró tesorera a Violet, teniendo en cuenta que, como se veían todos los días, les resultaría más fácil trabajar juntas. Violet también puso objeciones, pero fue inútil.

Se fijó la contribución en veinticinco centavos por semana: el precio de una medida de whisky. Se formó un comité de compromiso de cuatro para escribir los ejemplares a mano hasta que pudiesen hacerlos imprimir. Uno de los tres integrantes quedó encargado de preguntar a Joseph Zeller, editor de la Proffitt Gazette, cuánto costaba imprimir panfletos, propaganda y los compromisos. Se fijó un recorrido para la noche siguiente, con el objeto de juntar firmas de promesas de abstinencia, comenzando en la taberna vecina.

La señorita Wilson cerró la reunión con la primera canción de templanza:

El agua fría es reina

El agua fría es señora

Y un millar de caras radiantes

Ahora sonríen en su seno

La cantaron varias veces todas juntas, hasta que las voces ahogaron los sones de «Camptown Races», que llegaban del otro lado.

Cuando concluyó la reunión, todas coincidieron en que había sido una velada inspiradora. Al marcharse, Drusilla Wilson le aseguró a Agatha que la organización nacional y The Temperance Banner les harían llegar ayuda e instrucciones. Y ella misma se quedaría en el pueblo hasta que hubiesen resuelto todos los inconvenientes organizativos.

Cuando salió la última mujer, Agatha cerró la puerta, se apoyó contra ella y suspiró. ¿En qué se había metido? Por cierto, en algo más grande de lo que pretendía. No sólo organizadora sino presidenta. Para empezar, ¿por qué había aceptado que la reunión se hiciera ahí?

Con otro suspiro, se apartó de la puerta y apagó las lámparas. En la oscuridad, salió del taller por la puerta de atrás. La trasera del edificio daba a un sendero que llevaba a un cobertizo y una pequeña construcción a la que llamaba, con gentileza, «el indispensable». Después de usarlo, comenzó a subir la escalera con la cabeza baja, como siempre, observándose los pies. Cuando estaba a dos escalones del final, una voz la sobresaltó y le hizo alzar la cabeza con brusquedad.

– ¿Cómo estuvo la reunión?

La mujer no veía más que el resplandor del cigarro en la oscuridad, en su mitad del rellano.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Preguntándole por la reunión, señorita Downing. No tiene por qué sobresaltarse así.

– ¡No me sobresalté!

Pero sí se había sobresaltado. Qué molesto advertir que él estaba ahí observándola entrar al «indispensable», salir de él y, también, subir las escaleras a su manera torpe, con dos pies en cada escalón.

– Ha sido bastante concurrida.

– Treinta y cuatro. Treinta y seis si contamos a la señorita Wilson y a mí.

– Ah, encomiable.

– Y me eligieron presidenta.

Era la primera vez que eso la alegraba.

– Presidenta. Bien, bien…

Las pupilas de Agatha se dilataron lo suficiente para ver que estaba sentado en una silla con el respaldo apoyado en la pared y las botas cruzadas sobre la baranda. Dio otra calada al cigarro y el aroma acre del humo llegó hasta ella.

– La reunión despertó tanto entusiasmo que a ninguna de nosotras le importó el sonido del piano del señor Culhaneque se filtraba por la pared. De hecho, cantamos tan alto que lo tapamos.

– Parece que fue inspirador.

Agatha percibió la burla.

– Yo diría que sí.

– ¿Y qué cantaron?

– Pronto lo sabrá. Iremos a cantarlo para sus parroquianos. ¿Qué le parece?

Scott rió, con el cigarro apretado entre los dientes.

– Para decirle la verdad, no la necesitaremos. En cualquier momento llegarán Jubilee y las chicas, y tendremos todas las canciones que necesitamos.

– Ah, sí, Jubilee y las chicas… del cartel. ¡Caramba, suena maravilloso! -dijo, irónica.

– Lo son. Tiene que venir a ver un espectáculo.

El humo del cigarro la irritaba. Tosió y subió con esfuerzo los dos últimos escalones.

– ¿Cómo puede fumar esa cosa horrible?

– Es un hábito que inicié en los barcos fluviales. Me mantenía las manos ocupadas cuando no jugaba a las cartas.

– ¡Entonces, es cierto que lo echaron de los barcos fluviales!

Cuando Gandy rió, la silla cayó sobre las cuatro patas.

– Las damas de su club estuvieron especulando acerca de mí, ¿no es cierto?

Se levantó, y los tacones de sus botas resonaron con calculada pereza sobre el rellano angosto hasta que se detuvo junto a ella, en la cima de la escalera.

– Difícil. Tenemos asuntos más importantes de qué ocuparnos.

– Pero supongamos que lo haya sido. Supongamos que yo era un fullero malo que conocía todas las trampas. Un sujeto de esa calaña sabría cómo manejar a una bandada de gallinas viejas que estuviesen decididas a clausurarle el negocio, ¿no cree?

El miedo le aceleró la circulación. El hombre estaba ahí, ominoso, haciéndola retroceder a la escalera. Tuvo una sensación de déjà vu, segura de que un instante después caería rodando por las escaleras como muchos años atrás. Se le crisparon los músculos anticipando los fuertes golpes, la piel raspada, la desorientación que le provocó rebotar de escalón en escalón. Con mano temblorosa, se aferró a la baranda, sabiendo que sería en vano si él decidía empujarla. Cuando el hombre dio otra chupada al cigarro, los ojos se le convirtieron en chispas rojas. El olor la descompuso, y empezaron a sudarle las manos.

– Por favor -dijo, en un susurro ahogado-. No.

De inmediato, Scott retrocedió y se sacó el cigarro de la boca.

– Un momento, señorita Downing, es injusta conmigo si supone que se me cruzó la idea de empujarla escaleras abajo. ¡Cómo, si…!

– Ya me empujó una vez.

– ¿En el lodo? ¡Ya le dije que eso fue un accidente!

– Estoy segura de que éste también lo sería. Cualquiera que me haya visto subir las escaleras sabe que no lo hago con mucha firmeza. Pero si cree que las amenazas me detendrán, está muy equivocado, señor Gandy. Sólo servirán para encender más mi celo. Y ahora, si tiene la gentileza de dejarme pasar, le daré las buenas noches…

Percibió que no quería dejarla irse pensando tan mal de él, aunque la hostilidad que irradiaba era casi palpable. Durante diez tensos segundos, permanecieron ella con la nariz contra el pecho de él. Luego, el hombre retrocedió. El sonido del paso firme de Agatha, seguido del que arrastraba, se alternaron sobre el rellano. Todo el trayecto hasta la puerta, esperó sentir algo que la agarraba de la nuca y la tiraba por la escalera. Al ver que no ocurría, se sorprendió. Llegó a la puerta, se deslizó dentro, y cerró con llave. De inmediato, comenzaron los temblores. Apretó las palmas de las manos y la frente contra la madera fría, y se preguntó dónde tendría la cabeza cuando permitió que la nombrasen presidenta de una organización destinada, no sólo a cerrar el negocio de Scott Gandy, sino de otros diez como él.


Jubilee y sus Gemas llegaron a la mañana siguiente, en el tren de las once y cinco. Tres mujeres con semejante apariencia no podían pasar inadvertidas.

Era evidente que la llamada Pearl recibió ese nombre por su piel. Era tan clara y luminosa como una perla de mar perfecta. En contraste con ella, los ojos castaños ocupaban buena parte del rostro. Estaban maquillados con kohl, que los agrandaba. Los labios pintados de escarlata relampagueaban como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Pero las facciones delicadas se veían realzadas al máximo por el cuello levantado del traje de viaje color fucsia, que dejaba al descubierto buena parte de la garganta y se ceñía al cuerpo como la piel de una fruta. El cabello tenía el tono marrón del azúcar quemada, y lo llevaba recogido en un montón de rizos en lo alto de la cabeza, que empujaban para adelante el sombrero de pastora.

– ¡Hola, muchachos! -exclamó desde los escalones del tren, y el viejo Wilton Spivey sacó chispas del balasto [3], ardiendo por ser el primero en acercarse a ella. Abrió el carro para equipaje, saltó dos travesaños de la vía, chocó con Joe Jessup que venía desde la dirección opuesta, y llegó jadeando al pie de la escalerilla del tren. Wilton estaba desdentado como una rana y más calvo que un picaporte de bronce, pero a Pearl no le importó. Le sonrió, flexionó una muñeca y le extendió la mano.

– Era precisamente lo que necesitaba. Un hombrón apuesto, lleno de músculos. Mi nombre es Pearl. ¿Y el tuyo?

– Widton Spivey, a shu shervishio, shenora.

Con esas encías despojadas, Wilton no tenía muy buena pronunciación, pero los ojos le chispeaban de lasciva delicia.

– Bueno, Widton, vamos, cariño. No seas tímido.

Wilton la ayudó a bajar, y tras ella apareció Ruby.

Ruby era una joven negra bien formada, con la piel del color del café con crema. Tenía el cabello más lacio que cualquier mujer negra que Wilton Spivey hubiese visto. Estirado hacia atrás de la oreja izquierda, caía recto por el hombro derecho, resbaladizo como un salto de agua sobre una roca negra, y terminaba en un rizo como un rompeolas invertido, enlazando el borde del sombrero amarillo canario. Tenía unas magníficas cejas cepilladas hacia arriba, párpados pesados, y labios hinchados como si los hubiese picado una avispa, pintados de un intenso tono magenta. Apoyó los nudillos en las caderas proyectadas hacia adelante, lanzó una pequeña risa que estiró el ajustado vestido amarillo y proclamó en profunda voz de contralto:

– Y yo soy Ruby.

Joe Jessup tragó saliva y exclamó:

– ¡Cielos, vaya si lo eres!

La risa de Ruby resonó como un trueno rodando por la ladera de una montaña: profundo y voluptuoso.

– ¿Y cómo te llamaré a ti, cariño?

– J… Joe J… Jessup.

– Bueno, J… Joe J… Jessup. -Ruby dio un paso al costado y se inclinó hasta que sus pechos quedaron a escasos centímetros de la cara del hombre. Con una uña larga, dejó una línea clara desde la oreja de Joe hasta el centro de su barbilla-. ¿Qué te parece si te llamo J. J.?

– B… Bien. L… La llevaré a donde quiera ir, señorita Ruby.

– Se lo agradecería, J. J. Al Gilded Cage Saloon. ¿Sabe dónde está?

– Claro. Derecho p… por aquí.

Ya había otros cuatro formando fila, esperando turno al pie de la escalerilla del tren.

Sobre ellos, como un ángel que descendiera directamente de las perladas puertas del paraíso, apareció la señorita Jubilee Bright y, según lo prometido, era la gema más brillante de la pradera. Si a las otras les quedaban bien los nombres, Jubilee parecía haber nacido para el suyo. ¡Por increíble que pareciera, era toda blanca! El cabello era blanco, no del tono azulado de Violet Parson sino del blanco cegador de la lana de vidrio. Parecía espumar sobre la cabeza como un merengue tentador de diez huevos. Además, estaba vestida toda de blanco inmaculado, desde la copa del alto sombrero de terciopelo con un penacho de plumas hasta las botas de cabrito de tacón alto. El vestido, como el de Pearl y el de Ruby, no tenía polisón atrás sino que se adhería a las curvas generosas desde el hombro a la rodilla, donde se abría en pliegues hechos para poder caminar. Tenía escote en forma de diamante, que revelaba apenas el surco tentador entre los pechos, con un lunar falso que atraía la mirada masculina en esa dirección. Otro lunar adornaba la mejilla izquierda de un rostro tan encantador que no necesitaba adornos. Los asombrosos ojos almendrados, los labios turgentes, la pequeña y hermosa nariz impresionarían a cualquiera. En verdad, era la cara de un ángel.