– ¿A qué viene esa cara tan triste? -le preguntó cuando salió de la ducha. Estaba completamente desnudo, frente a ella. Su cuerpo perfecto habría hecho perder el sentido a cualquier mujer.
– Estaba pensando -respondió Sarah, recostada sobre las almohadas.
Aunque ella no se daba cuenta, también estaba preciosa. Tenía un cuerpo esbelto y atlético, la oscura melena extendida sobre la almohada, los ojos del color de un cielo límpido. Phil era muy consciente de su belleza. Sarah nunca sacaba partido ni prestaba atención a su físico.
– ¿En qué? -preguntó Phil, sentándose en el borde de la cama mientras se secaba el pelo con una toalla. Parecía un vikingo.
– En que detesto los domingos porque falta poco para que el fin de semana termine y dentro de unas horas ya no estarás.
– Pues disfruta de mí mientras esté, boba. Ya tendrás tiempo de deprimirte cuando me haya ido, aunque no veo por qué. La semana que viene volveré. Llevo cuatro años haciéndolo.
Ahí estaba justamente el problema para ella. Aunque era obvio que no para él. Entre ellos existía un serio conflicto de intereses. Como abogados, debería ser evidente para ambos, y sin embargo Phil no lo veía. A veces era preferible vivir en la negación de la realidad.
– ¿Por qué no salimos a desayunar?
Sarah asintió. Le gustaba salir con él, y estar en casa con él. Después de quedarse un rato observándolo, tuvo una idea.
– Mañana van a valorarme la casa de Stanley Perlman. Tengo las llaves y he quedado con la agente inmobiliaria antes de ir al despacho. ¿Quieres que vayamos a verla después de desayunar? Estoy deseando echarle un vistazo. Puede ser divertido. Es una casa alucinante.
– No me cabe duda -repuso, incómodo, al tiempo que se levantaba y le mostraba toda la belleza de su cuerpo-, pero las casas viejas no me entusiasman. Me sentiría como un ladrón, fisgoneando de ese modo.
– No estaríamos fisgoneando. Soy la abogada a cargo de la herencia. Puedo entrar en esa casa cuando quiera. Y me encantaría verla contigo.
– Tal vez en otro momento, nena. Estoy hambriento y después de desayunar tengo que volver a casa. Me espera otra semana de declaraciones y me he traído del despacho dos cajas llenas de trabajo.
Pese a sus esfuerzos por disimularlo, Sarah no pudo evitar poner cara de decepción. Phil siempre le hacía lo mismo. Ella confiaba en pasar el día con él y él encontraba un pretexto para no hacerlo.
Los domingos, por lo general, no se quedaba a comer y hoy no iba a ser diferente, lo que hacía aún más indignante que hubiera pasado el sábado con Dave. Pero esta vez Sarah se levantó sin decir una palabra. Estaba harta de ser la pedigüeña en la relación. Si Phil no quería pasar el día con ella, encontraría algo que hacer por su cuenta. Podía llamar a una amiga. Hacía tiempo que no salía con sus amigas porque los fines de semana estaban ocupadas con sus maridos e hijos. Le gustaba pasar los sábados a solas con Phil, y los domingos no le apetecía hacer de carabina con otra gente. Así pues, los dedicaba a visitar museos y anticuarios, paseaba por la playa de Fort Mason o trabajaba. Los domingos nunca habían sido santo de su devoción. Le parecía el día más solitario de la semana. Y ahora más que nunca. Cuando Phil se marchaba se tornaban en extremo agridulces. El silencio en su apartamento la deprimía profundamente. Y ya intuía que hoy no sería diferente.
Trató de pensar qué iba a hacer mientras se vestía. O por lo menos trató de fingir buen humor cuando salieron del apartamento para ir a desayunar. Phil llevaba puesta una cazadora de aviador marrón, unos vaqueros y una camisa azul, inmaculada y perfectamente planchada. En casa de Sarah guardaba la ropa justa para pasar el fin de semana y vestir decentemente. Había tardado casi tres años en dar ese paso. Y puede que dentro de otros tres, pensó tristemente Sarah, consienta quedarse hasta el domingo por la noche. O de cinco, se dijo con sarcasmo mientras bajaba detrás de Phil. Este estaba silbando y de un humor excelente.
Muy a su pesar, Sarah disfrutó enormemente del desayuno. Phil le contó divertidas anécdotas y un par de chistes escandalosos. Imitó a alguien de su oficina y, pese a tratarse de una tontería, la hizo reír. Lamentaba que no quisiera acompañarla a ver la casa de Stanley. No quería ir sola, así que decidió esperar a verla el lunes por la mañana con la agente inmobiliaria.
Phil estaba de buen humor y se zampó un copioso desayuno. Sarah tomó un capuchino y tostadas. Nunca podía comer cuando él se disponía a dejarla. Aunque el hecho se repetía todas las semanas, siempre la entristecía. En cierto modo, se sentía rechazada. El fin de semana no había estado mal, pero lo ocurrido el sábado había sido un jarro de agua fría. Por la noche disfrutaron de un sexo fabuloso. Pero las mañanas de los domingos eran demasiado cortas, y la de hoy no iba a ser diferente. Le aguardaba otro día deprimente y solitario. Era el precio que tenía que pagar por no estar casada, por no tener hijos o por no tener una relación más comprometida. El resto de la gente siempre parecía tener a alguien con quien pasar los domingos. Ella no. Y se cortaría los brazos y la cabeza antes que llamar a su madre. En opinión de Sarah, eso no era la solución. Prefería estar sola. Pero le habría gustado pasar el día con Phil.
Había aprendido a ocultar lo que sentía cuando él se marchaba los domingos por la mañana. Se las arreglaba para mostrarse alegre y a veces incluso bromista cuando la besaba fugazmente en los labios y la acompañaba a su casa. Esta vez Sarah le pidió que la dejara en el restaurante porque quería pasearse por las tiendas de la calle Union. Lo que no quería, en realidad, era entrar en su apartamento vacío. Se despidió animadamente con una mano, como siempre hacía cuando él se alejaba con el coche para retomar su vida. Fin del fin de semana.
Caminó hasta el puerto deportivo, se sentó en un banco y observó a la gente que hacía volar las cometas. Entrada la tarde subió a pie hasta Pacific Heights y su apartamento. No se molestó en hacer la cama. Tampoco quería cenar, pero finalmente se preparó una ensalada y sacó algunas carpetas de su cartera. Eran las carpetas de Stanley Perlman, y si había algo que le hacía ilusión era ver su casa. Se la imaginaba de mil maneras. Lamentaba no conocer su historia. Tenía intención de pedir a la agente inmobiliaria que indagara en ella antes de ponerla en venta, pero primero quería ver la casa. Intuía que se trataba de una casa excepcional. Esa noche, cuando se acostó, volvió a pensar en ella.
Estaba conciliando el sueño cuando sonó el teléfono. Era Phil. Le contó que había estado toda la tarde preparando declaraciones. Sonaba cansado.
– Te echo de menos -dijo con voz tierna. Era la voz que siempre conseguía acelerar el corazón de Sarah. La voz del hombre que la noche antes le había hecho el amor con gran pasión y habilidad. Se recostó en la cama y cerró los ojos.
– Yo también -susurró.
– Pareces dormida -dijo él con dulzura.
– Lo estoy.
– ¿Estabas pensando en mí mientras te dormías? -Su voz sonó más sensual que nunca y Sarah rió.
– No -dijo, girando sobre un costado y contemplando el lado de la cama donde Phil había dormido esa noche. Ahora se le antojaba tremendamente vacío. Su almohada estaba tirada en el suelo-. Estaba pensando en la casa de Stanley Perlman. Estoy impaciente por verla.
– Estás obsesionada con esa casa -repuso él. Parecía decepcionado. Le gustaba cuando ella pensaba en él. Como Sarah le decía a menudo, todo tenía que girar alrededor de él. Y Phil no siempre lo negaba.
– ¿Eso crees? -lo provocó Sarah-. Pensaba que estaba obsesionada contigo.
– Más te vale -dijo satisfecho-. Yo estaba pensando en la noche de ayer. Cada vez lo pasamos mejor, ¿no crees?
Ella sonrió.
– Sí -convino, pero no estaba segura de que eso fuera bueno. Las más de las veces el excelente sexo que tenían no le dejaba ver claro. En su relación no era fácil separar el grano de la paja. Su vida sexual era, decididamente, grano. Pero en otros aspectos había mucha paja.
– Mañana he de madrugar. Solo quería darte un beso de buenas noches antes de acostarme y decirte que te echo de menos.
Sarah quiso recordarle que eso tenía fácil solución, pero se contuvo.
– Gracias.
Estaba conmovida. Era un detalle muy dulce. Phil era un hombre dulce, aunque a veces la defraudara. Puede que todos los hombres lo hicieran, puede que fuera algo intrínseco a las relaciones, se dijo. No estaba segura, nunca lo estaba. Esa era la relación más larga que había tenido en su vida. Con anterioridad siempre había estado demasiado ocupada con la universidad y el trabajo para comprometerse de lleno con un hombre.
– Te quiero, nena… -le dijo Phil con esa voz ronca que la derretía por dentro.
– Yo también te quiero, Phil… Te echaré de menos esta noche.
– Y yo. Te llamaré mañana.
Lo que más la entristecía era que Phil lograra disipar el acercamiento que habían conseguido durante el fin de semana creando nuevamente una distancia entre ellos durante la semana. No quería o no podía mantener la intimidad que se establecía entre ellos. Parecía sentirse más seguro manteniendo a Sarah a un brazo de distancia. Pero la noche antes ese brazo de distancia, decididamente, no había existido.
Después de colgar Sarah se quedó pensando en Phil. Se había salido con la suya. Estaba pensando en él y no en la casa de Stanley. Los ojos se le cerraron y antes de que se diera cuenta la alarma del despertador sonó y el sol estaba entrando por su ventana. Era lunes por la mañana y tenía que levantarse.
Una hora después salía apresuradamente de casa en dirección a Starbucks. Necesitaba una taza de café antes de reunirse en casa de Stanley con la agente inmobiliaria. Tenía la sensación de que estaba a punto de emprender la búsqueda de un tesoro. Se bebió el café y leyó el periódico en el coche mientras esperaba a la agente frente a la casa. Estaba tan enfrascada en la lectura que no reparó en la llegada de la mujer hasta que oyó unos golpecitos en la ventanilla.
Apretó enseguida el botón y la ventanilla bajó con rapidez. La mujer que había frente a ella tenía cincuenta y tantos años y un aspecto entre profesional y desfasado. Sarah había tratado con ella la venta de otras propiedades y le caía bien. Se llamaba Marjorie Merriweather y Sarah la miró con una sonrisa cálida.
– Gracias por venir -dijo mientras bajaba de su pequeño BMW de un año de antigüedad. Casi siempre lo dejaba en el garaje e iba al trabajo en taxi. En el centro de la ciudad no necesitaba coche y, además, costaba una fortuna dejarlo todo el día en el parking. Esta mañana, no obstante, le había convenido cogerlo.
– Ha sido un placer -aseguró Marjorie con una amplia sonrisa-. Siempre he querido ver esta casa por dentro. Tiene una gran historia detrás.
A Sarah le gustó oír eso. Siempre lo había sospechado, pero Stanley insistía en que no sabía nada de su pasado.
– Creo que deberíamos recabar información sobre ella antes de ponerla a la venta. Eso le daría un toque de distinción y compensaría las instalaciones de principios de siglo -dijo Sarah, riendo.
– ¿Tienes idea de cuándo renovaron el interior por última vez? -preguntó Marjorie mientras Sarah extraía las llaves del bolso.
– Pronto lo sabremos -respondió, subiendo los escalones de mármol que conducían a la puerta principal, una estructura de cristal cubierta por un exquisito enrejado de bronce que constituía, de por sí, una obra de arte. Sarah nunca había utilizado la puerta principal, pero no quería hacer entrar a la agente por la cocina. Ignoraba si Stanley había utilizado alguna vez esa puerta-. El señor Perlman adquirió la casa en 1930 y nunca me mencionó que la hubiera restaurado. La compró como inversión y su intención fue siempre venderla, pero nunca llegó a desprenderse de ella. Más por las circunstancias que por otra cosa. Simplemente se sintió a gusto en ella y se quedó. -Mientras hablaba, pensó en la diminuta habitación del ático, el cuarto del servicio donde Stanley había pasado setenta y seis años de su vida. No mencionó ese detalle a Marjorie. Probablemente repararía en él durante la visita-. Imagino que la casa no ha sido sometida a ningún tipo de reforma desde su construcción, que creo que el señor Perlman mencionó que fue en 1923. Pero nunca me dijo el nombre de la familia que la mandó construir.
– Era una familia muy conocida que hizo su fortuna en la banca durante la fiebre del oro. Llegaron de Francia con otros banqueros procedentes de París y Lyon y creo que continuaron en el negocio bancario a lo largo de varias generaciones, hasta que la familia se extinguió. El hombre que construyó esta casa se llamaba Alexandre de Beaumont. La construyó en 1923 para Lilli, su hermosa y joven esposa, cuando se casaron. Lilli era célebre por su belleza. Fue una historia muy triste. Alexandre de Beaumont perdió toda su fortuna en el crack de 1929 y creo que poco después, en torno a 1930, ella le abandonó.
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