Sarah se detestó a sí misma, porque sabía que estaba implorando y se sentía tremendamente necesitada. Phil odiaba esa clase de comportamiento. Decía que su ex esposa se pasaba el día implorando y no le gustaba ver eso en Sarah. Las mujeres necesitadas le parecían un fastidio y Sarah le gustaba porque no lo era. Su conducta de esa noche era indigna de ella. Sarah conocía bien las reglas de su relación. «No pedir. No implorar. No quejarse. Simplemente pasarlo bien cuando estamos juntos.» Y la mayor parte del tiempo lo pasaban bien. Pese a las restricciones temporales, durante cuatro años les había ido bien así.

– Tal vez mañana, pero hoy de verdad que no puedo.

– Phil, como siempre, se negaba a dar su brazo a torcer. Tenía claros sus límites-. Nos veremos el viernes.

En otras palabras, no. Sarah entendió el mensaje y comprendió que si insistía solo conseguiría enfadarle.

– En fin, no perdía nada por intentarlo -dijo, tratando de ocultar la decepción en su voz, pero tenía lágrimas en los ojos.

No solo había muerto Stanley, sino que se había topado de frente con el peor rasgo de Phil. Su egocentrismo, su falta de apoyo. Para Sarah no era ninguna novedad, y en esos cuatros años había terminado por aceptarlo. Phil solo era capaz de dar hasta cierto punto, y siempre y cuando no se lo pidieras, porque eso le hacía sentirse acorralado o controlado. Como no se cansaba de repetir, él solo hacía lo que quería hacer. Y esa noche no quería pasar por casa de Sarah para darle un abrazo. Lo había dejado bien claro. Sarah obtenía más cosas de él cuando no imploraba. Y esa noche había implorado. Mala suerte.

– Puedes intentarlo siempre que quieras, nena. Si puedo, puedo. Si no puedo, no puedo.

No. Si no quieres, no quieres, pensó Sarah.

Llevaban años con esa discusión y esa noche no tenía ganas de pelearse. Esa era la razón de que Sarah no siempre estuviera satisfecha con la relación. Opinaba que Phil debería ser más flexible en las situaciones especiales, como era el caso de la muerte de Stanley. Pero Phil raras veces se desviaba de su camino, y cuando lo hacía era porque le convenía a él, no a los demás. Le desagradaba que la gente le pidiera favores especiales y ella lo sabía. Pero se gustaban y estaban acostumbrados a las peculiaridades y las formas de hacer del otro. Unas veces era fácil, otras no. Phil no quería volver a casarse y siempre había sido muy franco al respecto. Sarah le había dicho con igual franqueza que no estaba interesada en el matrimonio, y a Phil le encantaba eso de ella. Tampoco quería tener hijos. Sarah se lo había dicho desde el principio. No quería darle a otra persona una infancia tan horrible como la suya, con un padre alcohólico, aunque Phil no lo fuera. Le gustaba beber de vez en cuando, pero con moderación. Él, por su parte, ya tenía hijos y no quería tener más. Así pues, al principio había sido un buen acuerdo. De hecho, durante los tres primeros años los dos habían estado encantados con la situación. La cosa solo había empezado a cojear un año atrás, cuando Sarah mencionó que le gustaría verlo más, quizá una noche entre semana. La primera vez que Phil le oyó decir eso se indignó y lo sintió como una intrusión. Dijo que necesitaba las noches de entre semana para él, salvo las que dedicaba a sus hijos. Después de tres años de relación Sarah opinaba que había llegado el momento de dar otro paso, de pasar más tiempo juntos. Phil no daba su brazo a torcer, Sarah no había conseguido ningún avance en el último año y ahora discutían a menudo por ese tema. Un tema, para ella, doloroso.

Él no quería pasar más tiempo con ella y decía que lo bonito de su relación siempre había sido la libertad de que gozaban, los días de entre semana para ellos y los fines de semana en compañía, y la ausencia de un compromiso serio puesto que ninguno de los dos quería casarse. Lo que tenían era exactamente lo que él quería. Diversión los fines de semana y un cuerpo al que abrazarse dos noches por semana. No estaba dispuesto a dar más y probablemente nunca lo estaría. Hacía un año que discutían sobre lo mismo sin llegar a ninguna conclusión, y eso había empezado a irritarla seriamente. ¿Tanto le costaba a Phil cenar con ella un día entre semana? Actuaba como si prefiriera que le arrancaran una muela, y Sarah lo encontraba insultante. Últimamente el tema desembocaba en peleas cada vez más amargas.

Pero a esas alturas Sarah ya había invertido cuatro años en la relación y no disponía de tiempo ni de energía para ponerse a buscar otro candidato. Con Phil sabía lo que había y le asustaba la posibilidad de conocer a alguien peor, o a nadie en absoluto. Se acercaba a los cuarenta y los hombres que conocía preferían mujeres más jóvenes. Ya no tenía veintidós años, ni veinticuatro, ni veinticinco. Aunque poseía un cuerpo estupendo, no era el mismo que cuando iba a la universidad. Trabajaba cincuenta o sesenta horas a la semana en una profesión sumamente estresante. ¿De dónde iba a sacar el tiempo para encontrar un hombre que quisiera algo más que solo fines de semana? Le resultaba más fácil seguir con Phil y tolerar sus defectos y ausencias. Era lo malo conocido y por ahora le bastaba. No era una situación ideal, pero estaba disfrutando del mejor sexo de su vida. Sabía que era la razón equivocada para no romper una relación, pero una razón que había conseguido mantenerla unida a Phil durante cuatro años.

– Confío en que tu ánimo mejore -le dijo Phil mientras entraba en su garaje, a seis manzanas de su apartamento.

Sarah oyó cerrarse la puerta del garaje. Probablemente Phil había pasado por delante de su casa mientras le decía que no podía detenerse a darle un abrazo. Procuró no prestar atención al nudo que se le estaba formando en el estómago. ¿Realmente era mucho pedir que le diera un abrazo? Era un día entre semana, y Phil no estaba dispuesto a atender las necesidades emocionales de Sarah durante la semana. Él tenía sus propios problemas y mejores cosas que hacer con su tiempo.

– Seguro que mañana me sentiré mejor -dijo, entumecida.

Poco importaba que al día siguiente se sintiera mejor. Lo que importaba era que ahora se sentía mal y que él, como siempre, había sido incapaz de ceder. Phil era inteligente, encantador cuando quería, sexy y guapo, pero solo pensaba en él. Nunca había querido hacerle creer lo contrario, pero después de cuatro años Sarah habría esperado de él cierta flexibilidad. Pero no. Phil tenía que atender primero sus propias necesidades. Ella lo sabía y no siempre le gustaba.

Al comienzo de su relación Phil le había contado que estaba muy entregado a sus hijos, que era preparador de la Little League y que iba a todos los partidos. Con el tiempo Sarah se dio cuenta de que, sencillamente, Phil era un fanático del deporte, y renunció a su trabajo de preparador porque le robaba demasiado tiempo. Y no veía a sus hijos los fines de semana porque quería ese tiempo para él. Cenaba con ellos dos veces por semana pero nunca dejaba que durmieran en su casa porque lo volvían loco. Tenían trece, quince y dieciocho años. El mayor estaba ahora en la universidad, pero las dos hijas seguían viviendo con la madre y, en opinión de Phil, eran un problema de su ex mujer. Creía que el vérselas con ellas todos los días era castigo más que suficiente por haberle dejado por otro.

Sarah había sentido en más de una ocasión que Phil descargaba sobre ella la rabia que sentía contra su ex mujer. Pero Phil necesitaba castigar a alguien no solo por los pecados de su ex mujer, sino por los de su madre, por haber tenido el atrevimiento de morirse y dejarlo solo a la edad de tres años. Tenía muchas cuentas que ajustar, y cuando no podía acusar de algo a Sarah, acusaba a su ex mujer o a sus hijos. Phil tenía un montón de «traumas» por resolver. Pero luego estaban esas cosas de él que le gustaban lo suficiente para mantenerla ahí. Al principio Sarah había visto su relación con Phil como algo temporal, de ahí que le costara tanto creer que ya llevaran cuatro años. Se resistía a reconocerse a sí misma, y no digamos a su madre, que Phil era una relación sin futuro. De vez en cuando alimentaba la esperanza de que con el tiempo se vieran más, sin llegar por eso al matrimonio. A estas alturas cabría esperar que Phil estuviera más unido a ella, pero no lo estaba. El hecho de verse únicamente dos veces por semana y llevar vidas separadas los mantenía distanciados.

– Te llamaré mañana cuando regrese del gimnasio. Y nos veremos el viernes por la noche… Te quiero, nena. He de colgar. En este garaje hace un frío que pela.

A Sarah le dieron ganas de responder «me alegro», pero no lo hizo. A veces Phil la sacaba de sus casillas y hería sus sentimientos cuando la decepcionaba, lo que ocurría con frecuencia, y ella se decepcionaba a sí misma por tolerar la situación.

– Yo también te quiero -dijo, preguntándose qué significado tenían esas palabras para él.

¿Qué significaba el amor para un hombre que había perdido a su madre siendo un niño, cuya ex mujer lo había dejado por otro hombre y cuyos hijos querían de él más de lo que él era capaz de darles? «Te quiero.» ¿Qué significaba eso exactamente? Te quiero, pero no me pidas que renuncie al gimnasio o que nos veamos entre semana… o que pase a darte un abrazo una noche que no toca simplemente porque estás triste. Era poco lo que Phil podía dar. Sencillamente no estaba en su hucha emocional, por mucho que Sarah la sacudiera.

Miró la tele durante otra hora, tratando de no pensar en nada, y finalmente se quedó dormida en el sofá. Eran las seis de la mañana cuando despertó. Pensó de nuevo en Stanley y tomó una decisión. No iba a permitir que lo enterraran en el mausoleo sin nadie presente. Quizá fuera poco profesional, como decía Phil, pero quería estar al lado de su amigo.

Después de eso pasó cerca de una hora debajo de la ducha, llorando por Stanley, por su padre, por Phil.

3

Sarah se dirigió en coche al cementerio de Colma y, tras dejar atrás la larga hilera de concesionarios de automóviles, llegó a Cypress Lawn poco antes de las nueve. Explicó a la secretaria de la oficina por qué se encontraba allí y a las nueve en punto estaba en el mausoleo, aguardando la llegada del personal del cementerio con las cenizas de Stanley. Colocaron la urna dentro de una pequeña cámara y, bajo la mirada atenta de Sarah, tardaron otra media hora en sellarla con la pequeña lápida de mármol. A Sarah le molestó que la lápida no llevara inscripción, pero los del cementerio le aseguraron que en un mes la sustituirían por otra lápida con el nombre y las fechas.

Cuarenta minutos después todo había terminado. Sarah salió al fuerte sol de la mañana vestida con un traje y un abrigo negros. Algo aturdida, levantó la vista al cielo y dijo: «Adiós, Stanley», antes de subir de nuevo al coche y poner rumbo a su despacho.

A lo mejor Phil tenía razón y su comportamiento era poco profesional. Pero en cualquier caso estaba terriblemente afligida. Ahora tenía trabajo que hacer para Stanley, el trabajo que habían planificado con tanto esmero durante los años que habían dedicado a organizar juntos su patrimonio y comentar las nuevas leyes tributarias. Sarah tenía que esperar a tener noticias de los herederos. Ignoraba el tiempo que llevaría eso, o si tendría que perseguirlos. Sabía que tarde o temprano conseguiría ponerse en contacto con todos ellos. Tenía muy buenas noticias que darles, de un tío que ni siquiera conocían.

Durante el trayecto trató de no pensar ni en Phil ni en Stanley. Repasó mentalmente la lista de cosas que tenía que hacer. Había enterrado a Stanley con la sencillez y la discreción que él deseaba. Había iniciado los trámites para autenticar el patrimonio. Tenía que llamar a la agente inmobiliaria para tasar la casa y ponerla a la venta. Tanto ella como Stanley ignoraban cuánto podía valer. Había pasado mucho tiempo desde la última tasación y el mercado inmobiliario se había disparado desde entonces. Así y todo, nadie había reformado la casa en sesenta años, y necesitaba muchos retoques. Quien la restaurara, tendría que hacerlo desde el sótano hasta el ático, y probablemente costaría una fortuna. Sarah tendría que preguntar a los herederos cuántos arreglos querían hacer antes de poner la casa en venta. A lo mejor preferían venderla como estaba y dejar el trabajo a los nuevos propietarios. A ellos les tocaba decidir. Aun así, quería obtener una valoración antes de que los herederos viajaran a San Francisco para la lectura del testamento.

En cuanto llegó al despacho llamó a una agente inmobiliaria. Quedaron en ir a ver la casa la semana siguiente. Iba a ser la primera vez que Sarah la recorrería entera. Tenía las llaves pero no quería ir sola. Sabía que se pondría muy triste. Recorrer la casa le parecía, en cierto modo, una intrusión, así que sería más fácil en compañía de la agente inmobiliaria y, como había dicho Phil, más profesional. Estaba trabajando para un cliente además de un amigo. A su sepelio Sarah había asistido exclusivamente como amiga.