– ¿Cómo se llama?

– Burt Sheer.

– Burt Sheer, ¿eh? ¿Y cuánto hace que sales con él?

– Sólo un par de meses.

– ¿Y es algo serio?

– ¿En este negocio? -rió Tess-. Espero que no. Con todos los viajes de trabajo que tiene programados y los que hago yo cantando ciento cincuenta conciertos al año, lo he visto exactamente cuatro veces.

– ¡Oh!

Tess percibió cómo se desvanecía el brillo de esperanza de los ojos de su madre, quien nunca aceptaría el hecho de que la más joven de sus hijas hubiera escogido seguir una carrera en vez de casarse y tener hijos. Para Mary McPhail eso era equivalente a malgastar su vida.

– Mamá, me urge llamar a mi productor de discos. Solamente necesito un minuto.

Llamó desde el teléfono de pared que estaba a un lado de las alacenas, y pidió que la comunicaran con Jack Greaves en el estudio, donde sabía que él estaría trabajando.

– Mac, qué gusto me da oírte -dijo Jack-. ¿Ya estás en casa de tu madre?

– Sí, señor. Llegué aquí sana y salva. Oye, escuché Oro ennegrecido todo el camino hasta aquí, y la armonía en la palabra "equivocado" todavía no me convence. Creo que debería ser un mi bemol en lugar de un mi natural. ¿Puedes hacer que Carla vaya a grabarla de nuevo?… ¿Todavía tiene problemas con su voz?… Bueno, pregúntale, ¿sí?… Gracias, Jack. Luego me la envías por mensajería en cuanto la tengas, ¿de acuerdo? No estaré aquí mañana… mañana es la operación, pero te llamaré desde el hospital… claro. Gracias, Jack. Adiós.

Su madre tenía una expresión de asombro.

– ¿Tienes que volver a grabar toda la canción otra vez sólo por una palabra?

– Se hace todo el tiempo. A veces grabamos la pista de una armonía completa y jamás la usamos.

Tess guardó los duraznos en el refrigerador y dejó el tenedor en el fregadero. Por la ventana situada frente a éste veía con gran claridad el jardín de la señora Kronek. La calle estaba dividida por un callejón sin pavimentar y ambos lotes tenían exactamente la misma disposición, uno a cada lado. Casas, senderos y jardines eran simétricos, como las manchas en las alas de una mariposa. Las cocheras estaban construidas al lado del callejón, tan cerca una de otra que sus puertas quedaban perpendiculares con respecto a él. Mientras Tess observaba, una de las puertas de enfrente comenzó a subir. Luego llegó un automóvil y entró en la cochera de la señora Kronek. Un momento después, un hombre alto, de traje, salió con un portafolios. Caminó por la vereda hasta la puerta trasera de la señora Kronek.

– ¿Quién es? -preguntó Tess.

Mary se levantó y echó un vistazo.

– Pues es Kenny Kronek… debes recordarlo.

– ¿Kenny Kronek? -Tess lo observó subir los escalones y entrar en el porche encristalado. Era esbelto y de cabello oscuro, y miró hacia afuera antes de que la puerta se cerrara tras él-. ¿Te refieres a ese idiota al que siempre le sangraba la nariz?

– ¡Tess, qué vergüenza! Kenny Kronek es un chico agradable.

– ¡Ay, mamá! Eso dices siempre porque es el hijo de Lucille, y ella era tu mejor amiga pero sabes tan bien como yo que era un diota de primera. ¡Vaya! Ni siquiera podía caminar sobre una línea recta sin tropezarse. ¡Y todos esos barros! Todavía puedo oler el medicamento que usaba para el acné.

– Kenny se encargó de su madre hasta el día en que murió, y no toda la gente agradable del mundo tiene buena coordinación, Tess. Además es un excelente padre y cuida muy bien la casa desde que Lucille murió.

– ¿Te refieres a que alguien se casó con él?

– Claro que se casó. Fue con una chica que conoció en la universidad… Stephanie. Sólo que ahora está divorciado.

– No me sorprende -murmuró Tess al alejarse de la ventana.

– Tess, por favor… -su madre la reprendió con el entrecejo ligeramente fruncido.

– Bueno, es que siempre… me estaba mirando. ¿Sabes a lo que me refiero? -fingió un escalofrío-. Era tan detestable.

– ¡Vamos, Tess, exageras!

– Pues es cierto. La única clase que tomábamos juntos era coro, y cuando fuimos al festival de coros en Saint Louis, se sentó conmigo en el autobús y no pude quitármelo de encima. Ahí estaba, sentado, tan sonrojado que pensé que la nariz le sangraría ahí mismo. ¡Y luego trató de tomarme de la mano! Te juro que todos los compañeros se burlaron tanto que pensé que moriría.

Mary tomó su taza de café y la puso en el fregadero. Luego, en voz baja, sugirió:

– ¿Por qué no sacas tus maletas del auto y lo estacionas cerca de la cochera? Es mejor que no dejes toda la noche en la calle un auto tan caro como ése.

Tess sabía cuando la reprendían, y sintió una opresión en el pecho. ¿Por qué le pesaba más la llamada de atención de su madre que la de cualquier otra persona?

Condujo hacia el extremo sur de la cuadra y se encaminó al callejón más allá de los cobertizos y cocheras donde solía jugar a las escondidas y a patear una lata cuando era niña. Los jardines tenían mucho prado y tantos años que los límites se habían borrado con árboles y arbustos silvestres. Pero ahí, en Wintergreen, un poco más arriba de la frontera sureste entre Missouri y Arkansas, donde los vecinos eran realmente vecinos y lo habían sido durante veinte o treinta años, a nadie le preocupaban las líneas de demarcación de sus propiedades.

La cochera de Mary necesitaba pintarse. Sin embargo, para sorpresa de Tess, tenía una puerta nueva. Acercó el vehículo, bajó y echó un vistazo al lugar al otro lado del callejón. Todo estaba bien pintado, sin basura en ninguna parte. "Bien por San Kenny", pensó con sarcasmo mientras tomaba su bolso de lona. Camino de la casa, observó que su madre se las había arreglado para tener un jardín, pese a que debió dolerle la cadera al arrodillarse para plantarlo.

La entrada trasera tenía tres escalones y un barandal negro de hierro. Dentro había un pequeño rellano con la puerta del sótano directamente enfrente y la de la cocina, un escalón arriba a la derecha. Mientras Tess pasaba por la cocina, golpeando los muebles con su bolso, dijo:

– Oye, mamá, no debiste arreglar el jardín este año con la cadera tan mal.

Tess atravesaba la sala, rodeando el arco central que conducía a la escalera cuando Mary respondió.

– ¡Oh, no lo hice yo! Fue Kenny. ¿Y ya viste la puerta nueva de mi cochera? También la instaló él.

– ¿Ese zonzo instaló la puerta de la cochera? Me pregunto qué persigue con todo esto.

El piso de arriba estaba distribuido en línea recta; su techo seguía el contorno del tejado, con una ventana en cada extremo.

Cuando eran adolescentes, lo llamaban las barracas, y dormían en una fila de tres camas individuales. La escalera se ubicaba en uno de los límites, con una fuerte barandilla hecha en casa. Frente a los últimos escalones había una ventana desde donde se apreciaba a vuelo de pájaro el patio de San Kenny. Tess pasó corriendo por ahí, dio una vuelta en u en torno del pasamanos y dejó caer la bolsa en la cama más alejada. Se habían ganado la distancia a la escalera por orden de nacimiento: la cama más cercana a las escaleras, y al baño de abajo, era de Judy, la mayor; la de el medio era de Renee; y la que estaba al fondo era la de Tess, porque era la benjamina. Siempre detestó que se refirieran a ella como la bebé, y sentía una oleada de arrogante satisfacción por ser la que se había marchado del pueblo y la que había triunfado.

Se detuvo pensativa y después se encaminó hacia el tocador; donde había escrito por primera vez en su diario sus deseos de ser cantante; donde había aprendido a maquillarse y se había sentado a mirar la calle con la boca fruncida cuando la mandaban a su cuarto castigada. ¿Por qué? Suponía que tal vez había sido necesario.

Abajo, su madre la llamó:

– ¿Tess? ¿Ya pongo a calentar la cena?

– Yo lo haré, mamá, no te preocupes. Sólo déjame colgar un poco de ropa primero, ¿de acuerdo? -respondió Tess.

– Bueno… está bien -replicó su madre dubitativa, y luego añadió-: pero ya son cinco y diez y debe hornearse durante una hora completa.

Tess no pudo evitar mover la cabeza. El horario común de un músico profesional implicaba levantarse a mediodía y hacer trabajo de grabación en el estudio de dos a nueve; un mensajero llevaba comida alrededor de las ocho. Cuando tenía noche de concierto debía salir a escena de las ocho a las once, y cenar casi hasta la medianoche.

Sin embargo, Tess respondió, obediente:

– ¡Allá voy!

Su madre ya había metido la comida en el horno, pero dejó que Tess pusiera la mesa. Mary sugirió que el acompañamiento perfecto para las grasosas tortas de papa era café, con crema y azúcar, por supuesto, y tarta de pacana con crema batida… de la de verdad.

Cuando el plato principal estuvo caliente y listo, se veía tan tentador que Tess se lanzó sobre él como un soldado después de un día de marcha a campo traviesa. Mary sonrió con satisfacción al contemplarla. Tess estaba comiendo un trozo de tarta cuando alguien llamó a la puerta posterior y entró sin esperar respuesta.

– ¿Mary? -dijo una voz de hombre, desde el pequeño espacio en la parte de atrás; era Kenny, ya sin traje, con una chaqueta de nailon roja y cargando un saco de veinte kilos de sal de grano sobre el hombro izquierdo.

– ¡Ah Kenny! Eres tú -exclamó Mary alegrándose al instante.

– Te traje la sal para el suavizador -dijo, y abrió la puerta del sótano-. La pondré abajo.

– ¡Muchas gracias, Kenny!

Sus pisadas resonaron cuando bajaba. Luego hubo una pausa mientras él abría la bolsa; después la sal tintineó al caer en el tanque de plástico del suavizador y él volvió a subir. Cuando cerró la puerta del sótano y entró en la cocina, Tess clavó los ojos en su plato. No tenía de qué preocuparse, porque él no le dirigió siquiera una mirada. Se detuvo al lado de la silla de Mary y la vio directamente a los ojos.

– Ya está. Todo lleno. ¿Se te ofrece algo más?

– Creo que no. Kenny, recuerdas a Tess, ¿no es así?

Él asintió en dirección a Tess. Fue un gesto tan brusco como rudo y ni siquiera lo acompañó de un saludo.

– Así que ya tienes preparada la andadera para mañana -le dijo a Mary; Tess seguía comiendo su tarta.

– Sí, señor. Ya tengo todo listo.

– ¿Estás asustada? -preguntó con tranquila sencillez.

– No mucho. Ya he pasado por esto otras veces, así que ya sé lo que me espera.

– ¿Entonces no necesitas nada?

– No. Tess me llevará al hospital por la mañana. Eso, si puedo entrar en ese pequeño auto suyo. No sé cómo se llama, pero costó más que esta casa. ¿Lo viste, Kenny?

¿Qué más podía hacer Kenny sino contestar?

– Sí, Mary, claro que sí.

Cuando se volvió para dirigirle una mirada impersonal a Tess, ¿qué más podía hacer ella sino saludarlo?

– Hola, Kenny -dijo ella llanamente.

– Tess -dijo él con tanta frialdad que ella deseó que no hubiera dicho nada. Ya no tenía acné. No era un hombre feo: ojos castaños, pelo oscuro; pero se mostraba muy altanero con ella. Después del saludo de rigor, Tess se alejó de la mesa pretextando ir por la cafetera, aunque lo hizo para ocultar su desconcierto porque él no le hacía caso. Ella, Tess McPhail, cuya sola aparición en el escenario enloquecía a sus fanáticos, que gritaban y cantaban. Tess McPhail, despreciada por el torpe de Kenny Kronek.

– Pensaré en ti por la mañana -dijo él en voz baja a Mary-. E iré a verte tan pronto te sientas con ánimos para recibir visitas. Casey me pidió que te saludara y te dijera que te desea buena suerte. Así que, ya lo sabes, pórtate bien y nada de bailar hasta que el doctor te diga que puedes hacerlo, ¿de acuerdo?

Mary rió.

– ¡Oh! Mis días como bailarina todavía no acaban, Kenny.

Él también rió.

– Buena suerte, Mary -dijo él en voz baja. La cocina era pequeña. Caminó a la puerta y se encontró a Tess, de frente, con la cafetera en la mano derecha-. Con permiso -dijo, y pasó a su lado como si se tratara de una desconocida en un ascensor.

Capítulo dos

Tess McPhail no estaba acostumbrada a que la trataran como si no existiera. En el momento en que Kenny se marchó, ella dejó caer la cafetera sobre el quemador, rodeó la mesa y comenzó a apilar los platos.

– ¡Vaya! -explotó mientras iba hacia el fregadero para colocar los platos en su interior-. ¿Desde cuándo se convirtió en el hombre de la casa?

– Vamos, Tess, no seas malagradecido. En muchas ocasiones los muchachos no pueden venir a ayudarme, y Kenny está más que dispuesto a hacerlo. No sé lo que haría sin él.

– Me doy cuenta.

– Bueno, Tess, ¿por qué te molesta tanto?

– No estoy molesta, pero entró en la casa como si fuera el dueño. ¿Y quién es Casey?

– Su hija, y deja de golpear mis platos. Los he tenido desde que tu padre vivía, así que por favor ten cuidado.