– Vamos, mamá -la apresuró con suavidad-. Es mejor que nos vayamos. Yo me haré cargo de todo. No te preocupes.

Dejaron la casa cuando el Sol prolongaba sus sombras sobre los escalones de la entrada trasera. Al ver a su madre bajar con tanto dolor los tres escalones, Tess sintió lástima, y la más grande oleada de amor desde que llegó a casa. La tomó del brazo y la ayudó a recorrer la estrecha vereda que llevaba al callejón.

Cuando pasaban por el jardín recién plantado, Mary dijo:

– Regarás el jardín, ¿verdad, Tess?

– Por supuesto que sí.

– Si no sabes dónde se encuentra algo, sólo pregúntale a Kenny. Habrá que podar el césped antes de que yo regrese, pero tal vez consigas que el hijo de Judy lo haga. Si no, algunas veces, cuando Kenny ve que es necesario, simplemente viene y lo poda sin que yo tenga que pedírselo.

¡Por el amor de Dios! No existía siquiera la posibilidad de que ella le pidiera algo a aquel hombre.

Llegaron al Nissan zx y Tess abrió la puerta del pasajero, pero comprobó, desde el primer esfuerzo de Mary, que subir al auto sería demasiado doloroso para ella. El asiento era muy bajo e iba a tener que agacharse mucho.

– Mamá -Tess miró la puerta cerrada de la cochera- ¿Podrías esperar mientras saco tu automóvil? Creo que es mejor que nos vayamos en él.

– Estoy de acuerdo.

Tess corrió a la casa para buscar las llaves, pero antes de sacar el auto de Mary tenía que mover el suyo. Lo echó marcha atrás en el callejón, dejó el motor encendido y bajó.

– Usa el control remoto que está en mi llavero -dijo Mary- Tengo una puerta automática nueva.

– ¿De veras? ¡Vaya, qué bien, mamá!

– Kenny la instaló.

Toda la alegría de Tess se esfumó. San Kenny de nuevo.

La nueva puerta se enrolló con suavidad y Tess sacó el conservador Ford Tempo que su madre tenía desde hacía cinco años; bajó para subir la maleta y se encontró a su madre sonriéndole a Kenny, que venía cruzando el callejón. Usaba un traje deportivo gris y mocasines, y todavía no se afeitaba. Parecía que no le importaba. Tess se quedó al lado del auto de su madre, desairada.

– Buenos días, Mary -dijo Kenny en tono agradable-. Vi que estabas aquí afuera y vine a despedirte. ¿Ya tienes todo?

– Mi maleta todavía está en el auto de Tess. Planeábamos ir en el de ella, pero el mío tiene más espacio.

– ¿Quieres que la traiga?

– Claro, si no te molesta. Está tratando de mover los dos autos.

Él se dirigió al Nissan y sacó la maleta del estrecho espacio detrás de los dos asientos. La llevó al auto de Mary, abrió la puerta trasera y la dejó ahí; luego ayudó a Mary a subir.

– Ahora, entra despacio -le dijo mientras Mary se acomodaba con cuidado en el interior del auto.

Kenny cerró la puerta y, por primera vez esa mañana, miró a Tess por encima del techo del automóvil, con una expresión deliberadamente indiferente. Ella esperó a que acaso la saludara, pero él no lo hizo; sólo dejó que los ojos se fijaran en las palabras que llevaba en el pecho: EL JEFE. Por fin retrocedió y esperó a que ella subiera al auto y lo sacara.

Tess se dejó caer en el asiento del conductor y cerró la puerta con tanta fuerza que sintió que le reverberaba el sonido en las orejas. Pasó el brazo por encima del asiento y comenzó a retroceder sólo para descubrir que no había puesto su auto lo suficientemente atrás. Exasperada, detuvo el Ford y abrió la puerta.

– Yo lo haré -dijo él, y se dirigió al Nissan.

– No te molestes -le gritó ella.

Él no le prestó atención y se subió al rayo negro de cuarenta mil dólares, el auto soñado por cualquier hombre, en tanto, Tess hervía de indignación. El Nissan retrocedió y esperó. Lo único que ella podía hacer era moverse para dejarle espacio.

– ¡Ay! Ese Kenny siempre tan considerado -dijo Mary con suma inocencia.

Tess bajó el cristal de la ventanilla y esperó furiosa mientras él movía el auto hasta el espacio situado frente a la cochera y bajaba. Kenny se acercó despreocupado, soltó las llaves en la mano extendida y dijo:

– Lindo auto.

Ella metió la mano como impulsada por un resorte y se marchó a toda prisa por el callejón. Dio vuelta a la izquierda en Peach Street y su madre le dijo.

– No deberías ser tan grosera con Kenny, Tess.

– Él fue grosero conmigo. Y nadie toca mi auto. ¡Nadie!

– Pero Tess, sólo estaba tratando de ayudar.

– Ni siquiera me pidió permiso. Él sólo… sólo se subió como si fuera la chatarra de cualquiera. Nadie más que yo ha conducido ese auto. Ni siquiera dejo que lo toquen en los estacionamientos -Tess se dio cuenta de que estaba gritando, pero no podía evitarlo.

Después de una pausa de perplejidad, Mary murmuró:

– Bueno, yo sólo… -su voz dejó de oírse porque se dio vuelta hacia la ventana.

"No debí haberle gritado", pensó Tess, "y menos hoy." Sin embargo, nunca había sido buena para disculparse, y las palabras se quedaron en su mente.

– Eh… ¿por qué no lo olvidamos, mamá? ¿Quieres?

Avanzaron durante un rato. El Sol pareció quedar suspendido en medio de la carretera 160, lo que obligó a Tess a ponerse los lentes oscuros. Todo ahí se veía igual que siempre. Ripley era un condado pobre. Daba la impresión de que la mitad de los residentes viviera en casas móviles; pero el paisaje era hermoso: tierra de arcilla roja, verdes prados, cerezos silvestres, las ondulantes colinas Ozark y los ranchos de caballos. Pasaron por campos donde pastaban vacas doradas, y una granja en la que las cabras estaban arriba del techo de lámina de su cobertizo. Más adelante cruzaron el río Little Black, que corría caudaloso y brillante bajo los rayos resplandecientes del Sol matutino.

Mientras viajaban, Tess dejó que la hermosa mañana hiciera lo que debió lograr la disculpa que nunca llegó: eliminar la tensión.

Cuando se detuvo al lado del cobertizo para vehículos del Hospital Doctors, Tess bajó del auto.

– Quédate aquí, mamá. Iré por una silla de ruedas.

Se dirigió al edificio de ladrillos cafés. Una mujer robusta, de cabello castaño, la miró desde el escritorio de la recepción en el hospital. Su identificación decía MARLA.

– Buenos días. Necesito una silla de ruedas para mi madre. Van a operarla hoy.

La mujer se quedó sin aliento.

– Usted es… usted es Tess McPhail, ¿verdad?

– Sí, soy yo.

– ¡Ay, Dios! ¡Adoro su música!

– Gracias. ¿Cree que sea posible conseguir la silla de ruedas?

– ¡Oh, por supuesto!

Marla casi se rompió una pierna por salir a toda prisa de su escritorio. Mientras Tess caminaba hacia la entrada, Marla la seguía con la silla de ruedas y los ojos aduladores muy abiertos. Ambas acompañaron a Mary al interior y realizaron el papeleo necesario. Una vez que el registro estuvo terminado, Marla puso un papel sobre el mostrador y dijo:

– ¿Podrías darme tu autógrafo, Mac? ¿Puedo llamarte Mac?

Tess garabateó su firma con rapidez, le dirigió una sonrisa ensayada le recordó:

– La operación de mi madre es a las seis y media. ¿No deberíamos apresurarnos?

En el pabellón de cirugía se llevaron a Mary para prepararla. A Tess la enviaron a una sala de espera, que estaba vacía cuando llegó. Un televisor empotrado en la pared, sin volumen, mostraba escenas de algún noticiario de la mañana. En una repisa un pequeño lavabo compartía el espacio con la cafetera eléctrica. Tess dejó su bolso gris en una silla y fue directo hacia ella. El café estaba caliente y olía delicioso. Llenó una taza desechable y se la llevó a los labios. Al volverse, se topó con su hermana Judy en la puerta.

La taza bajó lentamente mientras las dos hermanas se miraban-, Tess permaneció inmóvil.

Judy no se mostró feliz de verla, como Renee. En vez de ello dejó que la correa de su bolso se deslizara del hombro y dijo:

– Veo que llegaste a tiempo.

– Vaya, ése sí que es un saludo amable.

– Es demasiado temprano para saludos amables -Judy se acercó a la cafetera y se sirvió una taza. Al verla, Tess pensó: "Volvió a subir de peso." Tenía la silueta de un tonel y cubría sus enormes dimensiones con blusas amplias. Era dueña de un salón de belleza, así que su cabello siempre estaba teñido y bien peinado, aunque a decir verdad Judy era una mujer muy poco atractiva. Cuando sonreía, los ojos parecían desaparecer del rostro. Pero cuando estaba seria, las mejillas le colgaban. Tenía la boca demasiado pequeña para ser bonita. Durante años, Tess había estado convencida de que el motivo por el que ella y Judy se llevaban tan mal era porque Judy le tenía celos.

Cuando la hermana mayor se volvió con una taza de café en la mano, el contraste entre las dos mujeres subrayó la probabilidad de esa hipótesis. Incluso con la apariencia desaliñada que Tess tenía aquella mañana, se veía linda y delgada en sus diminutos pantalones vaqueros. Sólo con el lápiz labial como maquillaje, sus rasgos destacaban la cualidad fotogénica que la había llevado a la portada de docenas de revistas: una hermosa piel blanca como la nieve, salpicada con algunas pecas, ojos almendrados con pestañas castaño rojizo y lindos labios.

– A decir verdad, jamás creí que en realidad vinieras -dijo Judy con franqueza.

– La verdad es que no me agradó cómo me lo pidieron.

– Supongo que donde trabajas nadie te da órdenes.

– No tienes la menor idea de quién es la gente con la que trabajo ni qué hacemos. Tú sólo haces suposiciones.

– Así es. Y también supuse que te encantaría seguir haciendo lo que acostumbras desde que te marchaste de Wintergreen, es decir, dejarnos la responsabilidad de la atención y el cuidado de nuestra madre a Renee y a mí.

– Pudiste habérmelo pedido de otro modo, Judy.

– ¿Y qué hubieras contestado? ¿Que tenías una gira por Texas o cualquier otra cosa que es tan supremamente importante que todo en el mundo debe girar en torno a tu trabajo?

– Judy, ¿no podríamos… -Tess levantó las manos como si tratara de empujar una pesada puerta de cristal-…olvidar todo esto y tratar de llevarnos bien mientras estoy aquí? Y la próxima vez que necesitas algo de mí, no me llames y emitas un decreto imperial. Trata simplemente de pedirlo. Ya estoy grandecita y no acepto órdenes tuyas, ¿de acuerdo?

– Bueno, esta vez lo hiciste Mac, ¿no es cierto?

Nadie en la familia la llamaba Mac. Para ellas siempre había sido Tess; en cambio, Mac era su sobrenombre artístico. Era el que sus fanáticos habían acuñado, el que se imprimía en las camisetas que se vendían en los conciertos, el que el país reconocía sólo a un selecto grupo de artistas que había triunfado con un solo nombre: Elvis, Sting, Prince… Mac.

La palabra todavía reverberaba en la habitación cuando Renee apareció.

– ¡Oigan, ustedes dos! ¡Aquí están! Quieren que bajemos al pasillo antes de que lleven a mamá a cirugía. Vamos.

Tess se levantó y salió a toda prisa.

– ¿Qué le pasa? -le preguntó Renee a Judy.

– Lo mismo de siempre. Cree que es demasiado buena para el resto de nosotros.

– Judy, ¿tienes que estar molestándole todo el tiempo? Acaba de llegar, ¡por el amor de Dios!

En el pasillo, Mary estaba en una camilla. Sus hijas la besaron por turnos. Después la vieron alejarse con lentitud, y permanecieron quietas, tres hermanas en medio del corredor de un hospital, moderando la discordia entre ellas porque su preocupación se centraba en la madre que todas amaban. Ella era la fuente de tantos de sus recuerdos comunes de la infancia, la proveedora del apoyo y el amor que siempre había estado presente en sus vidas. Y durante esos instantes en que unos desconocidos se llevaban a su madre para atenderla, el trío se unió.

Las puertas se cerraron tras la camilla y los zapatos blancos con suelas de goma y las ropas azules esterilizadas desaparecieron. Renee suspiró y se volvió hacia las otras.

– Les invito una taza de café caliente en la cafetería -las tomó de los codos y las obligó a caminar junto a ella-. Vamos, ustedes dos, ya dejen de pelear.

Mientras estuvieron en la cafetería, Judy no pronunció una sola palabra. Su actitud de silenciosa antipatía permeó el instante y matizó los sentimientos entre las tres hermanas al desayunar.

Renee ordenó avena.

Tess pidió media toronja con un bisquet tostado y seco. Judy se comió dos donas y una taza de chocolate caliente.

Capítulo tres

Cuando por fin regresaron a la sala de espera, Tess no podía mantenerse despierta. Estaba en el sofá, cabeceando, cuando se oyó a una voz masculina decir:

– ¿Señoras? Soy el doctor Palmer.

Se estiró y se levantó cuando él entró en el salón, vestido con las ropas azules de cirugía, y les estrechó la mano.

– Nuestra estrella local -expresó al soltar la mano de Tess-. Gusto en conocerla -le dijo a cada una de ellas-. Su madre reacciona de maravilla. La operación fue todo un éxito y no encontramos nada extraño. Según entiendo, una de ustedes se hará cargo de ella por un tiempo.