Pero el oficial parecía satisfecho. El gesto de desagrado había desaparecido de su rostro. Se volvió y emitió una orden brusca al hombre a caballo que se hallaba tras él. Al instante, un puñado de soldados montados se abrió paso entre la multitud, dividiéndola, sumiéndola en la confusión. Valentina se aferró a la manita oculta en la suya, y supo que Jens moriría antes de soltar la otra. La pequeña dejó escapar un grito sofocado al ver que un gran bayo se aproximaba a ellos peligrosamente con sus pezuñas de acero. Exceptuando ese instante, se mantuvo firmemente asida a sus padres, sin pronunciar una sola palabra.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Valentina en un susurro.

– Se llevan a los hombres. Y a los niños.

– ¡Dios mío! ¡No!

Pero Jens tenía razón. Sólo dejaban en paz a los ancianos y a las mujeres. A los demás los separaban y se los llevaban. Gritos de desesperación rasgaban el aire helado de aquel erial, y por la cola del convoy asomó un lobo, que avanzó con el vientre pegado a la nieve, atraído por el olor de la sangre.

– ¡Jens, no! ¡No dejes que te lleven! ¡Ni a la niña! -suplicó Valentina.

– ¿Papá?

Un pequeño rostro surgió entre ellos.

– No hables, mi amor.

La culata de un rifle golpeó el hombro de Jens en el instante mismo en que volvía a cubrir la cabeza de su hija con el abrigo. Se tambaleó, pero logró mantener el equilibrio.

– ¡Tú, ven aquí! -El soldado a caballo parecía estar buscando cualquier excusa para apretar el gatillo. Era muy joven, y estaba muy nervioso.

Jens se mantuvo firme.

– Yo no soy ruso. -Se metió la mano en el bolsillo muy despacio, para no despertar los recelos del soldado, y extrajo el pasaporte.

– ¿Lo ve? -se apresuró a señalar Valentina-. Mi esposo es danés.

El soldado frunció el ceño, sin saber qué hacer. Pero su comandante lo miró con expresión severa, y al instante detectó su vacilación. Espoleó el caballo en dirección al aterrorizado grupo, y se acercó al joven.

– Grodenski, ¿por qué estás perdiendo el tiempo aquí? -inquirió, aunque sin mirarlo a él, sino concentrando toda su atención en Valentina, que había alzado mucho la cabeza para hablar con el soldado a caballo. Al hacerlo, la capucha se le había echado hacia atrás, revelando su larga cabellera castaña, y una frente despejada, de piel pálida, inmaculada. Los meses de escasez habían afilado sus pómulos, y sus ojos parecían ocupar gran parte del rostro.

El oficial bajó del caballo. De cerca, se veía más joven de lo que parecía a lomos de su montura. No llegaba a los cuarenta, aunque su mirada era la de un hombre más viejo. Cogió el pasaporte y lo estudió brevemente, mirando alternativamente a Valentina y a Jens.

– Pero usted -añadió, dirigiéndose groseramente a Valentina-, usted sí es rusa.

Tras ellos se oyeron unos disparos.

– Por nacimiento sí -respondió ella, sin volver la cabeza en dirección al ruido-. Pero ahora soy danesa por matrimonio. -Habría querido acercarse más a su esposo, para esconder mejor a la niña entre ellos, pero no se atrevía a moverse, y sólo sus dedos se aferraron con más fuerza a la manita fría.

Sin previo aviso, el rifle del oficial se clavó en el estómago de Jens, que se dobló de dolor emitiendo un gruñido. Al momento, un segundo golpe, esta vez en la nuca, le hizo caer sobre la nieve. La sangre salpicó la superficie blanca.

Valentina gritó.

Al instante sintió que la manita se soltaba de la suya, y vio que su hija se abalanzaba sobre las piernas del oficial con la ferocidad de un gato montes, y le mordía y le arañaba, encolerizada. Como en cámara lenta, observó que la culata del rifle descendía de nuevo, apuntando a la cabeza de la pequeña.

– ¡No! -exclamó, atrayendo a la niña hacia sí antes de que el impacto la alcanzara. Pero unas manos más fuertes que las suyas le arrebataron a su hija-. ¡No, no! -gritó-. Es una niña danesa. No es rusa.

– Sí es rusa -insistió el oficial, desenvainando el revólver-. Lucha como una rusa -añadió, mientras encañonaba la frente de la pequeña sin inmutarse.

La niña quedó paralizada, y sólo la expresión de sus ojos revelaba el pánico que sentía. Apretaba la boca con fuerza.

– No la mate, se lo ruego -suplicó Valentina-. Por favor, no la mate. Haré… cualquier cosa… cualquier cosa si deja que viva. -A sus pies, el cuerpo de su esposo, retorcido de dolor, emitió un gruñido-. Por favor -insistió, desabrochándose el primer botón del abrigo, sin apartar la mirada del rostro del oficial-. Cualquier cosa.

El comandante bolchevique alargó la mano y le acarició el pelo, la mejilla, la boca. Ella contuvo el aliento, provocando su deseo. Y por un instante creyó que lo lograría. Pero entonces él miró a su alrededor y vio que todos los hombres la observaban con ojos lúbricos, esperando su turno, y negó con la cabeza.

– No. No vale la pena. Ni siquiera los besos de tus labios suaves. Causarías demasiados problemas entre mis hombres. -Se encogió de hombros-. Una lástima.

Acercó el dedo al gatillo.

– Déjeme que se la compre -reaccionó Valentina al momento.

El oficial volvió el rostro y la observó con el ceño fruncido. Ella le repitió la súplica:

– Déjeme que se la compre. A ella y a mi esposo.

Él se echó a reír, y los soldados lo secundaron con sus risotadas.

– ¿Con qué?

– Con esto.

Valentina se metió dos dedos hasta la garganta y se echó hacia adelante, al tiempo que una arcada de bilis tibia ascendía desde su estómago vacío. En el centro del charco de líquido amarillo que cubrió la capa de nieve aparecieron dos pequeños envoltorios de algodón, del tamaño de avellanas. A un gesto del oficial, un soldado con barba los recogió y se los entregó, y él los sostuvo, sucios y húmedos, sobre un guante negro.

Valentina se acercó más a él.

– Son diamantes -anunció, orgullosa.

Él retiró los envoltorios de algodón con movimientos imperiosos, hasta que las dos piezas de hielo resplandeciente se hallaron ante sus ojos.

Valentina se fijó en la avidez de su gesto.

– Uno para comprar a mi hija. Otro, a mi esposo.

– Puedo quedármelos de todos modos. Tú ya los has perdido.

– Lo sé.

De pronto, el oficial sonrió.

– Está bien, llegaremos a un acuerdo. Como tengo los diamantes y como eres bonita, puedes quedarte con la mocosa.

Lydia corrió a los brazos de Valentina, y se aferró a ella con tal fuerza que parecía querer meterse dentro de su cuerpo.

– Y mi esposo -insistió Valentina.

– Nos quedamos con él.

– No, no, por favor, Dios, yo…

Pero en ese momento irrumpieron los caballos, creando una muralla infranqueable entre ellos. Las mujeres y los ancianos fueron conducidos de regreso al tren.

Lydia gritó, sin abandonar los brazos de su madre.

– ¡Papá, papá!

Mientras se lo llevaban a rastras, las lágrimas resbalaban por las mejillas demacradas de la niña.


A Valentina, en cambio, no le quedaban lágrimas. Sólo el vacío helado de su ser, tan mudo e inerte como el paisaje que iban dejando atrás. Sentada en el suelo maloliente de aquel vagón para ganado, con la espalda apoyada en la pared de listones, la noche descendía sobre ellos, y el aire era tan frío que hasta respirar dolía. Pero ella no se daba cuenta. Con la cabeza gacha, sus ojos no miraban. A su alrededor, los sonidos de la tristeza llenaban espacios ocupados hasta hacía muy poco. El muchacho rubio del pelo sucio ya no estaba, como tampoco estaba el hombre que se había mostrado tan seguro de que el ejército blanco había llegado para darles de comer. Las mujeres lloraban la pérdida de sus esposos, el robo de sus hijos e hijas, y observaban con descarnada envidia a la única niña que seguía montada en el tren.

Aunque había cubierto a su hija con el abrigo, y la abrazaba con fuerza, la notaba tiritar.

– Mamá -susurró la pequeña-, ¿va a volver papá?

– No.

Lydia había formulado veinte veces la misma pregunta, como si por repetirla sin cesar fuera a lograr que cambiara la respuesta. En la penumbra, Valentina sentía los temblores de su hija, de modo que le sostuvo el rostro con las dos manos y le habló con gran determinación:

– Pero nosotras sobreviviremos. Tú y yo. Sobrevivir lo es todo.

Capítulo 2

Junchow, norte de China, julio de 1928

El aire, en el mercado, olía a boñiga de mula. El hombre del traje de lino color crema no sabía que le seguían, que unos ojos seguían todos sus movimientos. Se acercó un pañuelo blanco y almidonado a la nariz y se preguntó una vez más cómo había llegado a aquel lugar remoto y olvidado.

Inesperadamente, el rictus inglés, serio, que su boca esbozaba dio paso al atisbo de una sonrisa. Remoto tal vez sí, pero no olvidado por sus propios dioses paganos. El sonido lúgubre de unas enormes campanas de bronce descendía desde el templo hasta la plaza del mercado e, imponiéndose, resonaba en su cerebro, reverberaba allí con su sonido monocorde que parecía no tener fin. En un esfuerzo por distraerse, tomó una pieza de porcelana de uno de los muchos puestos en los que los vendedores voceaban sus productos, y lo levantó para que le diera la luz. Traslúcido como el aliento de un dragón, frágil como el corazón de una flor de loto. El cuenco encajaba a la perfección en la palma de su mano, como si aquél fuera su lugar natural.

– Primera época de la dinastía Ching -murmuró, complacido el europeo.

– ¿Usted compra? -le preguntó el vendedor, que llevaba una túnica de un gris apagado, y lo miraba expectante, con sus ojos negros, fingiendo buen humor-. ¿Gusta?

El inglés se echó hacia delante, cuidándose mucho de evitar todo contacto entre el destartalado tenderete y su inmaculada chaqueta. En un tono educado en extremo, le preguntó:

– Dígame, ¿cómo es que su gente es capaz de producir las creaciones más perfectas de la tierra y a la vez la suciedad más espantosa que he visto en mi vida?

Con la mano libre señaló la maraña de cuerpos que atestaban la plaza del mercado, la recua de mulas que, a sus resistentes lomos, cargaban enormes bloques de sal mientras se abrían paso, ruidosamente, entre la muchedumbre, por entre los puestos de comida, soltando por todas partes sus excrementos, que se secaban al calor sofocante del día. El mulero, con la cara picada por la viruela, ahora que había llegado al fin a Junchow y se sentía a salvo, sonreía como un simio, pero apestaba como un yak. Y luego estaba la suciedad blanca de las aves, que brotaba de los centenares de jaulas de bambú y cubría el empedrado de los suelos, confundiéndose con el hedor de la alcantarilla al aire libre que corría por un lado de la plaza. Dos niños de trenza puntiaguda y negra se acuclillaban junto a ella mientras, indiferentes a todo, daban cuenta a mordiscos de algo verde y jugoso. Dios sabía qué sería. Dios y las moscas, que se arremolinaban sobre todo.

El inglés se volvió hacia el vendedor y, con un atisbo de desesperación, volvió a preguntarle:

– ¿Cómo lo hacen?

El chino alzó la vista para observar mejor al fanqui, el «diablo extranjero». Aunque no había entendido nada, le había prometido a su nueva concubina que le compraría unas zapatillas nuevas, rojas, bordadas, por lo que se resistía a perder una venta. Así que repitió una de las ocho palabras que conocía en el idioma de su interlocutor:

– ¿Compra? -A la que añadió, esperanzado-: Muy bonito.

– No. -El inglés depositó con cuidado el cuenco junto a un bote de té lacado en blanco y negro-. No compra.

Y se alejó, aunque no por ello le dejaron en paz, pues al instante le abordó el vendedor del tenderete contiguo. La incesante cháchara, pronunciada en aquella maldita lengua que no comprendía, sonaba a sus oídos occidentales como una pelea de gatos. Y hacía tanto calor que empezaba a pasarle factura. Se secó la frente con el pañuelo y consultó la hora en el reloj de bolsillo. Debía emprender el regreso. No quería llegar tarde a su almuerzo con Binky Fenton en el Club Ulysses. El viejo Binky era muy estricto para esas cosas. Y hacía bien.

Sintió un golpe en el hombro: un rickshaw se abría paso, traqueteando sobre la calle adoquinada. Los había por todas partes, maldita sea. No deberían estar permitidos. Molesto, clavó la vista en el ocupante del vehículo, y al instante su mirada se ablandó. Sentada muy erguida, delgada, con su cheongsang lila, de cuello alto viajaba una hermosa joven china. Su larga cabellera negra coleaba como una capa de raso, más larga que la espalda, y detrás de una oreja, sostenida con una peineta de madreperla, lucía una orquídea amarilla. No le vio los ojos, pues, discretamente, dirigía la mirada a sus manos diminutas, que apoyaba en el regazo, pero el rostro era un óvalo perfecto, y su piel, exquisita como el cuenco de porcelana que acababa de sostener entre sus manos.