Un grito ronco hizo que su atención se desplazara al esforzado porteador del rickshaw, pero, apenas lo hizo, apartó la mirada, escandalizado. El hombre no llevaba más que unos harapos en la cabeza y un taparrabos sucio atado a la cintura. No era de extrañar que la joven prefiriera mirarse las manos entrelazadas. Era repugnante el modo en que aquellos nativos exhibían sus cuerpos desnudos. Se llevó el pañuelo a la nariz. Qué olor, por Dios. ¿Cómo podían convivir con él?

El súbito chillido de una trompeta lo sobresaltó y terminó de destrozarle los nervios. Se echó hacia atrás, y tropezó contra una joven europea que caminaba detrás de él.

– Por favor, le ruego disculpe mi torpeza. Ese ruido vil ha podido conmigo.

La muchacha llevaba un vestido azul marino y un sombrero de paja, de ala ancha, que le ocultaba el pelo e impedía al inglés verle el rostro. A pesar de ello, su impresión era que aquella europea se reía de él, pues la trompeta resultó no ser más que el modo en que el afilador anunciaba su llegada al mercado. Tras despedirse de ella con una breve inclinación de cabeza, cruzó la calle. En cualquier caso, aquella joven no debería estar allí sola, sin carabina. Sus pensamientos se interrumpieron ante la visión de una imagen tallada de Sun Wu-Kong, el dios-mono de poderes mágicos, que se exhibía en uno de los puestos, y dejó de preguntarse qué motivos tendría una muchacha blanca para recorrer sola un bullicioso mercado chino.

Las manos de Lydia eran rápidas. Su tacto, suave. Era capaz de robar con los dedos la sonrisa del mismísimo Buda sin que ni él se diera cuenta.

Se alejó entre la multitud. Sin mirar atrás. Eso era lo más difícil. El deseo de girarse a comprobar que estaba a salvo era tan intenso que le ardía en el pecho. Pero metió la mano en el bolsillo, se ocultó bajo el extremo gastado del palo del aguador, y se dirigió hacia el arco profusamente labrado que daba acceso al mercado. En los puestos, a ambos lados de la calle, se apilaban pescados y frutas, y en el tramo final, que se estrechaba, la multitud se hacía más densa. Allí se sentía más segura.

Pero tenía la boca seca.

Se pasó la lengua por los labios, y se atrevió a mirar atrás, sólo un instante. Sonrió. El traje color crema seguía en el mismo lugar en que lo había dejado, inclinado frente a un tenderete, abanicándose con el sombrero. Con su vista aguda distinguió a un pilluelo autóctono que llevaba lo que parecía un basto pijama azul, y que merodeaba con malas intenciones frente al extranjero, que no se había percatado en absoluto. Todavía. Pero en cualquier momento podía decidir consultar la hora en su reloj de bolsillo. Eso era lo que hacía cuando ella lo vio por primera vez. ¿Se podía ser más cabeza hueca? ¿Es que no tenía dos dedos de frente?

Y lo supo al instante: iba a ser una presa fácil.

Dejó escapar un suspiro complacido. No era sólo la voz de la adrenalina una vez apresado con éxito el botín. La visión del mercado, extendido ante ella, le causaba gran placer. Adoraba la energía que desprendía. Rebosante de vida en cada esquina, lleno de ruido y estruendo, con los gritos agudos de los vendedores y los amarillos y los rojos vivísimos de palosantos y sandías. Adoraba los aleros de los tejados, su modo de curvarse hacia arriba, como si quisieran salir volando, llevados por el viento, y los ropajes livianos de la gente que se afanaba para comprar cangrejos, o cuencos de anguilas asadas, o un jin [1] de brotes de alfalfa. Era como si el aroma de aquel lugar se le infiltrara en la sangre.

No como en el Asentamiento Internacional. A Lydia le parecía que allí la gente llevaba corsés con ballenas no sólo sobre el cuerpo, sino sobre la mente.

Avanzaba deprisa, pero sin excederse. No quería llamar la atención. Aunque no era raro ver a extranjeros en los mercados locales sí lo era encontrarse con una muchacha de quince años caminando sola. Debía andarse con cuidado. Ante ella se extendía el camino ancho y pavimentado que conducía al Asentamiento Internacional, y allí era donde esperaría encontrarla el hombre del traje color crema si le daba por buscarla. Pero Lydia tenía otros planes, y giró a la derecha.

Allí se topó de cara con un policía.

– ¿Está bien, señorita?

El corazón le latía con fuerza.

– Sí.

Era joven. Y chino. Uno de los agentes municipales que patrullaban, orgullosos, con su elegante uniforme azul marino y su cinturón blanco, lustroso. La observaba con curiosidad.

– ¿Está perdida? Jóvenes damas no vienen aquí. No bien.

Ella negó con la cabeza y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.

– No. Voy a reunirme con mi amah aquí.

– Su niñera debería saberlo. -Frunció el ceño-. No bien. Nada bien.

Un grito de indignación resonó en todo el mercado, detrás de Lydia, que se dispuso a emprender la carrera. Pero el policía había perdido interés. Se llevó la mano a la gorra y, apresuradamente, se dirigió a la plaza abarrotada. Apenas se hubo ido, Lydia inició su huida. Subió corriendo los empinados peldaños, dejó atrás el arco que había de introducirla en el corazón de la ciudad vieja, con sus antiguos muros custodiados por cuatro inmensos leones de piedra. No solía internarse en ella, no se atrevía, pero en ocasiones como ésa, merecía la pena correr el riesgo.

Era un mundo de callejones oscuros y odios más oscuros todavía. Las calles eran estrechas, empedradas, de suelos resbaladizos por los restos de verduras pisoteadas. A sus ojos, los edificios presentaban un aspecto secreto, ocultaban sus suspiros tras los altos muros. O bien eran bajos y achatados, parecían encajarse los unos contra los otros formando ángulos raros, junto a los salones de aleros curvados y verandas pintadas con colores alegres. Los rostros grotescos de extraños dioses y diosas la observaban desde hornacinas que aparecían por sorpresa.

La adelantaban hombres que cargaban con sacos, mujeres que llevaban a recién nacidos en brazos. Todos la miraban con ojos hostiles, le decían cosas que no entendía, aunque la palabra que más se repetía era fanqui, diablo extranjero, que le causaba escalofríos. En una esquina, una anciana, envuelta en harapos, pedía limosna en medio de un lodazal, extendiendo una mano que era como una garra, mientras las lágrimas resbalaban sin cesar por entre los surcos profundos de su rostro esquelético. Se trataba de una imagen que Lydia había visto en muchas ocasiones, y que ya había llegado, a veces, a las mismas calles del Asentamiento. Pero no se acostumbraba nunca a ella. Aquellos mendigos la asustaban, y hacían que el pánico se apoderara de su mente. En sus pesadillas, era uno de ellos, vivía en el fango, sola, y sólo tenía gusanos para comer.

Se dio prisa. La cabeza gacha.

Para tranquilizarse, metió la mano en el bolsillo y con los dedos palpó aquel pesado objeto. Parecía caro. Se moría de ganas de echar un vistazo al producto de su saqueo, pero allí habría sido demasiado peligroso. Algún miembro del tong le cortaría la mano apenas la viera, de modo que se obligó a ser paciente. Pero, a pesar de ello, le recorrió un escalofrío por la espalda, y sólo al llegar a Copper Street empezó a respirar más aliviada, y el hormigueo en la base del estómago remitió. Era el miedo. Y siempre la invadía tras un hurto. Las gotas de sudor se deslizaban por su espalda, y ella se decía que era por el calor. Se ladeó el sombrero viejo con gracia, alzó la vista hacia el cielo blanco, plano, que se posaba sobre la ciudad vieja como una manta asfixiante, y se dirigió a la tienda del señor Liu.

El comercio ocupaba el fondo de un porche mugriento. La puerta era estrecha y oscura, pero el escaparate resplandecía, alegre y luminoso, enmarcado por planchas de madera talladas y decorado con láminas pintadas con gran delicadeza. Lydia sabía que era por la necesidad que tenían los chinos de cuidar la apariencia. «La fachada.» Pero lo que tuviera lugar tras ella era un asunto privado. El interior era apenas visible. No sabía qué hora era, pero estaba segura de que ya había gastado el tiempo libre que tenía asignado para almorzar. El señor Theo se enfadaría con ella por llegar tarde a clase, tal vez le pegara con la regla en los nudillos. Sería mejor que se diera prisa.

Pero, mientras abría la puerta de la tienda, no pudo evitar sonreír. Tal vez sólo tuviera quince años, pero sabía bien que cerrar con prisas un trato en China era una esperanza tan absurda como contar las palomas que revoloteaban sobre los tejados grises de Junchow.

En el interior, la luz era tenue, y los ojos de Lydia tardaron un poco en adaptarse a la penumbra. El perfume a jazmín impregnaba el aire, fresco en contraste con la humedad de las calles. La visión de la mesa negra de una esquina, sobre la que reposaba un cuenco con cacahuetes fritos, le recordó que no había comido nada desde que, para desayunar, le habían dado apenas un par de cucharones de gachas de arroz aguadas.

Un hombre flaco, con túnica larga, marrón, salió de detrás de un mostrador de roble. Tenía la cara arrugada como una nuez, y unos pelos largos y ralos le crecían en la punta de la barbilla. Seguía llevando el pelo a la manera manchú antigua, recogido en una trenza que descendía por la espalda como una serpiente. La expresión de sus ojos negros era de astucia.

– Señorita, bienvenida a mi humilde comercio. A mi pobre corazón le hace bien volver a verla. -Cortés, le hizo una reverencia, que ella imitó.

– He venido porque en todo Junchow se dice que el señor Liu es el único que conoce el verdadero valor de las obras de arte más hermosas -abrió fuego Lydia, con voz dulce.

– Es para mí un honor, señorita. -El señor Liu sonrió, complacido, y le señaló una mesa baja colocada en un rincón-. Pero siéntese, por favor. Refrésquese un poco. Las lluvias del verano se muestran crueles este año, y los dioses deben de estar en verdad enfadados, pues desde el cielo nos lanzan fuego por la boca todos los días. Permítame que le traiga un té de jazmín para aliviar el calor de su sangre.

– Gracias, señor Liu, se lo agradezco.

Se sentó en el taburete de bambú y, apenas el vendedor se dio la vuelta, se introdujo un cacahuete en la boca. Mientras el hombre estaba ocupado tras un biombo con pavos reales de marfil taraceados, Lydia se dedicó a observar la tienda.

Se trataba de un espacio oscuro, secreto, lleno de estantes tan atestados de objetos que se apoyaban unos sobre otros. Piezas de porcelana de Jiangxi, de siglos de antigüedad, convivían con los últimos modelos de radios de baquelita, color crema, brillantes. Rollos de papel delicadamente pintados colgaban junto a feroces espadas chinas, y sobre ellas, un peculiar árbol retorcido, hecho de bronce, parecía crecer en lo alto de la cabeza de un mono sonriente. En el extremo opuesto, dos osos de peluche alemanes se apoyaban en una fila de chisteras de seda fabricadas en Jermyn Street. Un artilugio extraño, de madera y con muelles metálicos, estaba apoyado junto a la puerta, y a Lydia le llevó un momento darse cuenta de que se trataba de una pierna ortopédica.

El señor Liu tenía una casa de empeños. Compraba y vendía los sueños de la gente, y lubricaba los engranajes de la existencia diana. Lydia recorrió con la mirada el colgador que ocupaba el fondo de la tienda. Allí era donde le encantaba demorarse. Una vistosa selección de vestidos de noche y abrigos de pieles, tantos y tan pesados que la barra se combaba en su centro, como arqueando la espalda. La mera visión de tanto lujo hacía que el corazón de Lydia latiera de envidia. Antes de abandonar el establecimiento, siempre se acercaba hasta allí y pasaba una mano por entre aquellos abrigos de pelo tupido. Ya fueran visones relucientes o martas cibelinas, había aprendido a distinguirlos. Y se prometía a sí misma que, algún día, las cosas serían distintas. Algún día ella no entraría allí a vender, sino a comprar. Aparecería con un montón de dólares en la mano, y se llevaría alguna de aquellas prendas. Cubriría con ella los hombros de su madre y le diría: «Mira, mamá, mira qué guapa estás. Ya estamos a salvo. Puedes volver a sonreír.» Y su madre soltaría una carcajada gloriosa. Y sería feliz.

Se metió dos cacahuetes más en la boca e, impaciente, empezó a dar golpecitos con el zapato en el suelo.

Al instante, el señor Liu reapareció con una bandeja en la mano, y una sonrisa atenta. Colocó sobre la mesa dos tazas finas como el papel, sin asa, junto con una tetera mate, sin vitrificar, que parecía antiquísima. En silencio, el anciano vertió el té en ellas. Curiosamente, el aroma a jazmín que se elevó en el vapor del líquido caliente alivió la mente acalorada de Lydia, que sintió la tentación de dejar sobre la mesa, en ese preciso instante, el producto de su hurto. Pero no iba a hacerlo. Antes debían charlar un rato. Así era como se hacían los negocios en China.