Una mano delgada se aferró como un alambre a su muñeca.

Lydia fue presa del pánico, y empezó a chillar. Y entonces fue como si los mismísimos demonios del infierno hubieran quedado en libertad. La calle se llenó de ruido, de gritos, mientras la mujer avanzaba con los pies vendados y el hombre soltaba la carretilla y se abalanzaba sobre Lydia, emitiendo un gruñido, con una hoz visible en el costado. Mientras, la presión de la mano de aquel viejo diablo no dejaba de aumentar, y cuanto más forcejeaba ella, más se hundían las uñas en su carne, como afilados dientes.

Sin mediar palabra, una cuarta persona apareció en la calle. Se trataba de un joven, no mucho mayor que Lydia, aunque bastante alto para ser chino, de cuello pálido, esbelto, y pelo corto, que llevaba una camisola de cuello en punta sobre unos pantalones holgados que se mecían al vaivén de sus movimientos. Su mirada era rápida, decidida, pero mientras estudiaba la situación su rostro se mantenía inexpresivo. Al darse cuenta de que el viejo agarraba a la joven por la muñeca sintió ira, y aquello dio a Lydia cierta esperanza. Quiso gritar, pedir ayuda, pero antes de que las palabras asomaran a sus labios, el mundo entero pareció difuminarse en un remolino de movimiento. Un pie veloz se hundió con fuerza en el pecho del viejo. Lydia oyó con nitidez el chasquido de las costillas al romperse, y su captor cayó al suelo emitiendo un chillido de dolor y arrastrándola a ella en su caída.

Lydia retrocedió a trompicones, pero logró mantener el equilibrio. En lugar de huir, permaneció inmóvil, asombrada, con los oros muy abiertos. Los movimientos del joven chino la hipnotizaban, parecía flotar en el aire y quedar suspendido en él antes de extender un brazo o una pierna con la velocidad de una cobra en posición de ataque. Le recordaba a los Ballets Rusos que madame Medinsky la había llevado a ver el año anterior en el Teatro Victoria. Aunque había oído hablar de aquellas artes marciales, nunca hasta entonces las había visto puestas en práctica. Tanta rapidez de movimientos la aturdía, pero vio que el joven se acercaba al hombre de la hoz, y una vez a su altura se echaba hacia atrás, con los hombros levantados y la mano extendida, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Acto seguido dobló todo el cuerpo, dio media vuelta y saltó por los aires. Alargó al brazo, y con la mano golpeó la nuca del hombre sin darle tiempo siquiera a mover la hoz. La boca pintada de la mujer china se abrió, y de ella brotó un grito de horror.

El joven se volvió para mirar a Lydia. Sus ojos eran negros, profundos, almendrados, y mientras ella los observaba, un viejo recuerdo despertó en su interior. Ya había visto aquella mirada, aquella expresión exacta de preocupación en un rostro que la observaba, en la nieve, pero había transcurrido tanto tiempo que casi la había olvidado. Estaba tan acostumbrada a defenderse sola que ver que alguien se ofrecía a luchar por ella produjo un pequeño estallido de asombro en su pecho.

– Gracias, xie xie, gracias -exclamó, con la respiración entrecortada. Él se limitó a encogerse de hombros, como indicando que no le había supuesto el menor esfuerzo; en realidad, y a pesar de lo veloz de su ataque, y del calor sofocante del callejón, no se apreciaba el menor atisbo de sudor sobre su piel.

– ¿No se ha hecho daño? -le preguntó, expresándose a la perfección en su idioma.

– No.

– Me alegro. Esta gente es escoria de alcantarilla, y la vergüenza de Junchow. Pero usted no debería estar aquí, es peligroso para una… -por un momento, a Lydia le pareció que iba a decir fanqui- para una muchacha con el cabello del color del fuego, que valdría elevadas sumas en los cuartos perfumados que se alzan sobre los salones de té.

– ¿El pelo, o yo?

– Ambos.

Con los dedos apartó un mechón indómito que había escapado del sombrero, y mientras lo hacía se fijó en que el desconocido, que seguía mirándola, suspiraba y arqueaba ligeramente las comisuras de los labios. Entonces alargó una mano, y por un instante a ella le pareció que iba a pasarle los dedos por entre las llamaradas de su pelo, pero no, lo que hizo fue señalar al anciano que, gateando, había entrado por una puerta en penumbra. Una vasija de barro ennegrecido se intuía a uno de sus lados, su ancha embocadura cubierta por un tapón de corcho del tamaño de un puño. Doblado de dolor, el hombre alzó el jarrón emitiendo un grito de rabia que le llevó a escupir, y lo estrelló contra el suelo, frente a Lydia y su salvador.

En un acto reflejo, y mientras la vasija se rompía en mil pedazos, ella retrocedió, pero al ver lo que salía de ella sintió que las piernas empezaban a temblarle.

Una serpiente, negra como el azabache, y de un metro de longitud, tardó apenas unos segundos en reptar hacia ella, la lengua bífida percibiendo en el aire el terror que sentía. Con todo, repentinamente, su cabeza describió un arco y desapareció tras meterse por una grieta de la pared. Lydia casi se atragantó de alivio. Jamás olvidaría aquellos pocos segundos.

Miró hacia atrás para observar al joven, y le sorprendió constatar su palidez, y lo rígido de sus miembros. Pero sus ojos no estaban puestos en la serpiente, sino en el viejo diablo que seguía agazapado junto a la puerta y, desafiante, los observaba con un gesto que era mezcla de malicia y triunfo.

Sin apartar de él la mirada, el joven chino le habló con voz impaciente.

– Debe salir corriendo.

Y Lydia corrió.

Capítulo 3

A Theo Willoughby le gustaban sus alumnos. Por eso dirigía una escuela: la Academia Willoughby de Junchow. Le gustaba la avidez indómita y pura de las almas jóvenes, las miradas limpias. Todo inmaculado, sin contaminar. Libres de esa Manzana maldita, con su conocimiento del Bien y del Mal. Y, al mismo tiempo, le fascinaban los cambios que se operaban en ellos durante los años que pasaban bajo su protección, el viaje gradual pero imparable, desde el Paraíso al Paraíso Perdido, que emprendía cada uno de ellos.

– Starkey, deje de comerse la punta de ese lápiz. Es propiedad de la escuela. Y, además, si lo hace le saldrá carcoma en el estómago.

Unas risitas sofocadas se escucharon en el aula. El alumno de la segunda fila de pupitres se metió los dedos manchados de tinta entre los rizos castaños y dedicó al profesor una mirada de puro odio.

A Theo, a sus treinta y seis años, se le daba tan bien como a cualquier jugador chino de póquer mantener el gesto neutro, de modo que logró contener la risa, y se limitó a asentir brevemente.

– Vamos, a trabajar de nuevo.

Esa era otra de las cosas que le gustaba de ellos. Eran tan maleables, y provocarlos resultaba tan sencillo… Como gatitos de zarpas diminutas que apenas pasaban de la superficie. Sus auténticas armas eran sus ojos. Sus ojos podían desgarrarte el corazón si se lo permitías. Pero él no se dejaba. Sí, claro, le caían muy bien, pero sólo hasta cierto punto. No se engañaba. Ellos se encontraban del otro lado de la valla y su misión consistía en hacer que la cruzaran, que llegaran a la vida adulta bien equipados, lo quisieran o no.

– Les recuerdo a todos que mañana deben entregarme el trabajo sobre el emperador Ch'eng Tsu -anunció secamente-. No acepto excusas.

Al instante se levantó una mano en la primera fila. Pertenecía a una muchacha de quince años, rubia, muy bien peinada, y con hoyuelos en las mejillas. Parecía algo nerviosa.

– ¿Qué sucede, Polly?

– Señor, mi padre se opone a que aprendamos historia china. Me dice que le pregunte por qué aprendemos lo que unos bárbaros paganos hicieron hace cientos de años en lugar de…

Theo lanzó sobre la mesa el borrador de gamuza y madera con tal estruendo que toda la clase dio un respingo.

– ¿En lugar de qué? ¿En lugar de estudiar historia de Inglaterra?

Extendió el brazo y señaló a un alumno sentado también en la primera fila.

– Bates, ¿cuál es la fecha de la batalla de Naseby?

– 1645, señor.

El brazo apuntó entonces al fondo de la clase.

– Clara, ¿cómo se llamaba la cuarta esposa de Enrique VIII?

– Ana de Cleves.

– Griffiths, ¿quién inventó la lanzadera volante?

– James Hargreaves.

– ¿Quién era el primer ministro cuando se aprobaron las Leyes de Reforma?

– Lord Grey.

– ¿Cuándo se introdujo el primer asfalto en las carreteras?

– En 1819.

– Lydia… -Hizo una pausa-. ¿Quién introdujo el rickshaw en China?

– Los europeos, señor. Lo trajeron de Japón.

– Excelente.

Theo alzó lentamente los brazos de la silla, y las mangas de su guardapolvo de maestro se agitaron como grandes alas negras. Se acercó entonces al pupitre de Polly y, bajando los ojos, la observó como un cuervo miraría a un gorrión que hubiera quedado metido en una trampa.

– ¿Y bien, señorita Mason? ¿Le parece a usted que nuestro pequeño grupo sufre de falta de conocimientos sobre la historia de nuestro noble y victorioso país? ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de hechos históricos?

Polly se ruborizaba por momentos, y sus mejillas no tardaron en alcanzar el color de las ciruelas. Se miró las manos, jugueteó con un lapicero y balbuceó algo inaudible.

– Lo siento, Polly -dijo Theo sin alterarse-, pero no la he oído bien. ¿Qué ha dicho?

– He dicho «sí, señor» -concedió ella, aunque todavía en un susurro.

Theo alzó la vista para dirigirse a la clase.

– Compañeros de Polly: ¿ha oído alguien su respuesta?

En la última fila, Gordon Trent levantó la mano y sonrió.

– No, señor, yo he oído nada.

– Pasaremos por alto lo incorrecto de la construcción gramatical del señor Trent, y regresaremos a la señorita Mason. Permítame recordarle la pregunta, Polly -prosiguió tranquilamente-. ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de conocimientos históricos?

Sin dar tiempo a Polly a responder, Lydia se puso en pie.

– Señor -terció educadamente-, a mí me parece que, para un inglés, la historia de China no difiere mucho de la historia de Rusia.

Sin perder la calma, Theo se alejó de la joven rubia que tenía delante y regresó a su mesa.

– Ilústrenos, Lydia. ¿En qué sentido afirma que la historia de China se parece a la de Rusia para un inglés?

– En el sentido de que ambas son irrelevantes para un inglés que viva en Inglaterra. Creo que lo que Polly quiere decir es que la historia de China sólo puede interesar algo aquí. Y lo más probable es que todos los que nos encontramos en esta aula nos traslademos pronto a vivir a Inglaterra.

Polly dedicó a su amiga una mirada de agradecimiento, pero Theo no la vio, porque seguía observando a Lydia en silencio. Entornó los ojos grises, y apretó ligeramente las comisuras de los labios. Pero en lugar del estallido de cólera que todos temían, se limitó a suspirar.

– Me decepciona usted. No sólo llega tarde a clase, sino que muestra una enorme falta de comprensión respecto del país en el que vive.

En ese momento, el estruendo de una explosión que provenía a calle rompió la tensión que se respiraba en el aula.

– Petardos -declaró Theo, señalando la ventana con la mano-. Una boda china, o alguna otra celebración. -Se inclinó hacia delante con súbito interés-. ¿Y por qué usan petardos en el transcurso de sus ceremonias, Lydia?

– Para ahuyentar a los malos espíritus, señor.

– Correcto. De modo que, a pesar de relegar la historia de China por considerarla irrelevante, en realidad, al menos, sí sabe algo de ella. -Apuntó a Polly con un dedo-. Dígame, ¿quién inventó la pólvora, señorita Mason?

– Los chinos.

El dedo del profesor volvía a moverse sobre las cabezas de los jóvenes.

– ¿Quién inventó el papel?

– Los chinos.

– ¿Quién inventó las esclusas de los canales y el arco segmentado?

– Los chinos.

– ¿Y la imprenta?

– Los chinos.

– ¿Y la brújula magnética?

– Los chinos.

– ¿Y son irrelevantes todas esas cosas, Lydia? ¿Para una persona que viva en Inglaterra?

– No, señor.

Theo sonrió, complacido.

– Bien. Ahora que ya hemos aclarado este punto, pasemos al estudio de la dinastía Han. ¿Alguna objeción?

Nadie levantó la mano.


Theo sabía que Li Mei lo observaba desde la ventana de arriba. Con las puntas de los dedos daba unos golpecitos a los cristales, como si quisiera acariciarlo a través de ellos. Pero él no se volvió, y ni siquiera alzó la vista para mirarla.

Inmóvil frente a la verja de la escuela, muy tieso, la espalda le ardía por efecto del calor que irradiaba el hierro forjado de la reja, y que el avance de la tarde no daba muestras de querer aliviar. El bochorno resultaba insoportable. Durante todo el verano asfixiaba y robaba toda la energía a la gente, que anhelaba el retorno de los días claros y brillantes del otoño. Pero, un día más, terminaba la jornada escolar, y acababa de peinarse el pelo castaño claro, se había quitado el guardapolvo y lo había sustituido por una chaqueta de lino impecable. Con su sonrisa de director de escuela, distante y a la vez asequible, saludaba a las madres que llegaban a recoger a sus hijos. A las amahs y a los chóferes los ignoraba.