Ya bien provisto, pudo lanzarse a la busca de objetos raros, particularmente joyas. Ante todo por gusto personal, pero también con la esperanza de encontrar el rastro del zafiro robado.

Esto último, sin éxito hasta el momento. En cambio, había adquirido su reputación de experto en piedras preciosas antiguas gracias a un fantástico golpe de suerte: el descubrimiento en Roma, en una casa que iban a derribar y a la que había ido a comprar artesonados, de una piedra verde, sucia y con tres cuartas partes incrustadas en una ganga de barro solidificado y de guijarros, que identificó, una vez limpia, no sólo como una gran esmeralda sino además como una de las que utilizaba el emperador Nerón para contemplar los juegos del circo. Aquello fue un auténtico triunfo.

Abrumado de ofertas de compra, tuvo la elegancia de dar preferencia al museo del Capitolio por un precio irrisorio que no llenó su caja, pero asentó su renombre. Sin olvidar el hecho de que la aristocracia veneciana, que no se había privado de ponerle mala cara en sus comienzos, se apresuró a hacerle gozar de nuevo de su favor. Lo consultaron sobre aderezos ancestrales, y aunque en el año 1922 seguía comprando muebles antiguos y objetos raros, estaba a punto de convertirse en uno de los mejores expertos europeos en materia de pedrería.

Mientras contemplaba el brazalete, lamentaba no poder adquirirlo para él: la joya habría sido la pieza maestra de la pequeña colección que había empezado hacía poco. Sin embargo, por prometedor que fuera el comienzo de su fortuna, todavía no podía permitirse locuras, y esa compra lo sería.

Rompiendo el encanto, fue a meter la joya, con una especie de premura, en el escondrijo perfeccionado que había mandado instalar detrás de un artesón. Era invisible y mucho más discreto que la enorme caja medieval donde guardaba oficialmente sus papeles y sus piedras. No obstante, esbozó una sonrisa interior pensando que, antes de dejar que el ornamento de la princesa mongol se incorporase a una colección privada, aún podría saciar sus ojos y sus dedos. Era un consuelo.

El panel acababa de volver a su posición cuando Mina, su secretaria, llamó y entró con una carta en la mano. Aldo la interrogó con la mirada:

—¿Sí, Mina?

—Le escriben de París diciendo que la princesa Ghika…, quiero decir la antigua cortesana Liane de Pougy, quiere poner en venta una serie de tapices franceses del siglo XVIII. ¿Está interesado?

Morosini se echó a reír.

—Lo que más me interesa es la cara que pone para decírmelo. Podría haberse quedado en lo de princesa, Mina, sin añadir una precisión que según parece le cuesta digerir.

—Discúlpeme, señor, pero realmente hay fortunas cuyo origen me resisto a aceptar. En mi opinión, las cosas bonitas, el lujo, los objetos raros y las joyas caras deberían ser patrimonio de las mujeres decentes. Seguramente es una concepción un poco… holandesa, pero me cuesta entender por qué en Francia, en Italia y en varios países más las mujeres mejor ataviadas son también las más desvergonzadas.

La mirada azul de Aldo chispeó maliciosamente.

—¿Cómo? ¿No hay ni una sola mujer galante de altos vuelos en el país de los tulipanes? ¿Ni una sola casquivana con clase, envuelta en perlas y pieles de marta cibelina, cuando en su país hay más diamantistas que amapolas en primavera? Señorita Van Zelden, me sorprende.

—Si las hay, no quiero saberlo —repuso la chica con dignidad—. ¿Qué tengo que contestar respecto a los tapices?

—Que no. Ya tenemos muchos y ocupan sitio. ¡Por no hablar de la polilla!

—Bien. Contestaré en ese sentido.

—Por cierto, ¿quién ha escrito?

La secretaria se ajustó las gafas para descifrar mejor la firma.

—Una tal madame de… Guebriac, creo. También pregunta si tiene intención de ir pronto a París.

En la memoria del príncipe anticuario surgió un bonito rostro de dientes un poco irregulares pero encantadores hoyuelos. Desde que se había metido en el mundo de los negocios, el número de mujeres que mostraban interés en darse a conocer ante él estaba alcanzando unas proporciones halagadoras.

—Deme la carta —dijo, tendiendo la mano—. Contestaré yo mismo.

—Como quiera.

La secretaría se disponía a salir, pero él la retuvo.

—Mina.

—¿Sí, señor?

—Quisiera hacerle una pregunta: ¿qué edad tiene?

Tras los cristales rodeados de concha, las cejas de la muchacha se arquearon ligeramente.

—Veintidós años. Creí que ya lo sabía, señor.

—Y hace alrededor de un año que trabaja para mí, si no me equivoco.

—En efecto. ¿Tiene algo que reprocharme?

—Nada. Es usted perfecta… o más bien podría serlo si accediera a vestirse de una forma menos severa. Confieso que no la entiendo: es usted joven, vive en Venecia, donde las mujeres son coquetas, y lleva trajes de institutriz inglesa. ¿No le gustaría realzar un poco sus encantos?

—No creo que a nuestros clientes les gustara una secretaria de conducta alocada.

—Sin llegar a ese extremo, yo creo que un poco menos de rigor…

Su mirada recorría la delgada y alta silueta de Mina, desde los zapatos planos con cordones, de piel marrón, pasando por el traje sastre cuya falda llegaba a los tobillos, bajo una chaqueta terminada en punta por la espalda, un poco en forma de cucurucho de patatas fritas, apenas iluminado el conjunto por una blusa de piqué blanca de cuello cerrado. En cuanto al rostro, de facciones finas y piel clara salpicada de algunas pecas en la delicada nariz, desaparecía a medias detrás de unas grandes y brillantes gafas de estilo americano, bajo las cuales era imposible distinguir el color exacto de los ojos. Morosini sólo había podido observar de pasada que eran oscuros, más bien grandes y bastante vivos. Ni sombra de maquillaje, por supuesto. Y en lo que se refiere a la cabellera, de suntuosos reflejos rojizos, la llevaba estirada, trenzada, disciplinada en un gran moño recogido en la nuca del que no escapaba ni un cabello. Resumiendo, Mina van Zelden quizás habría sido un encanto arreglada de otro modo, pero tal como iba presentaba más el aspecto de una austera gobernanta que el de la secretaria de un príncipe comerciante tan elegante como seductor. Había que reconocer, no obstante, que parecía tener un gran éxito entre los clientes anglosajones, pues les daba, en aquel palacio un tanto voluptuoso, la nota de gravedad que inspiraba confianza.

Mina no se inmutó ante la observación patronal, limitándose a comentar que una secretaria no tenía necesidad de estar guapa y que Morosini no la había contratado para eso. Punto final.

Sin embargo, su entrada in casa Morosini se había efectuado de una forma bastante original e incluso excitante. Cuando salía de una boda en la iglesia de San Zanipolo, el príncipe, al retroceder para admirar la salida del cortejo nupcial, había empujado sin querer a alguien y oído un sonoro grito. Al volverse, tuvo el tiempo justo de ver dos piernas femeninas desaparecer al revés en el Rio dei Mendicanti: era Mina, que en ese momento retrocedía también para contemplar mejor la poderosa estatua ecuestre de Colleone, el condottiere, erigida ante la iglesia. Acababa de darse un chapuzón en el agua sucia del canal.

Morosini, consternado, se apresuró a socorrerla con ayuda de su góndola y de Zian, que esperaban muy cerca de allí. Sacaron a la siniestrada del agua, la tendieron en la barca y Aldo hizo que la llevaran al palacio, donde Celina se ocupó de ella con su competencia y energía características. Consiguió hacerla hablar e incluso que se confesara con ella: la joven holandesa lloraba como una Magdalena por la pérdida de su bolso, que había caído al fondo del canal con todo el dinero que tenía. Sólo el pasaporte, que había dejado con la maleta en la pequeña pensión para señoras donde se alojaba, escapaba al desastre.

Como no existía preocupación o pesar capaz de resistirse a la opulenta mujer, la náufraga, alimentada con mandorle y café, casi llegó a considerar a su anfitriona una madre. Esta, por su parte, conmovida por la cara de desolación de la chica y su impecable italiano, decidió encargarse de defender sus intereses y se fue en busca de Aldo para ver qué podían hacer en ese sentido.

Por suerte, Morosini podía mucho. Acababa de prescindir de su secretaria, la señora Rasca, que tenía tendencia a confundir sus funciones con las de un vigilante de museo y llevaba diariamente a sus numerosos parientes, amigos y conocidos a admirar las bellas cosas que vendía su jefe. Su espíritu familiar incluso le hacía cerrar los ojos cuando alguno de los visitantes decidía llevarse un modesto recuerdo. Y, tras una breve conversación con la superviviente, el príncipe se sintió inclinado a compartir la opinión de Celina: Mina, además de holandés, hablaba cuatro lenguas, y poseía una cultura artística excelente.

Dando por finalizada su justa oratoria, Morosini decidió dejarle decir la última palabra. Sacó el reloj y, al ver que faltaba poco para las doce, cogió los guantes y el sombrero de encima de un mueble y abrió la puerta del despacho de Mina para recordarle que iba a comer con un cliente.

Amarrado ante la escalinata, esperaba un motoscaffo recién estrenado —caoba dorada y cobres relucientes—, soberbio y anacrónico. Era una de las primeras lanchas con motor que circulaban por la laguna. A Aldo le producía un placer infantil conducir ese hermoso juguete, dotado casi de tanta clase como una góndola y diseñado por Riva, que lo reafirmaba en la opinión de que había que vivir acorde con los tiempos.

Puso el motor en marcha y arrancó suavemente. El Guidecca trazó una impecable curva sin levantar apenas espuma en el canal y se dirigió en línea recta hacia San Marco.

El tiempo, ese mes de abril, era fresco, apacible, y olía a algas. El príncipe anticuario se llenó los pulmones de brisa marina procedente del Lido y soltó sus caballos. En la ensenada, a la altura de San Giorgio Maggiore, una brigada de marineros vestidos con trajes de loneta blanca bajaba de un buque de guerra provisto de cañones grises y fondeado a unos cables del Robert-Bruce. El barco negro de lord Killrenan estaba efectuando las maniobras de salida.

Morosini lo saludó con la mano antes de dirigirse hacia el palacio ducal; iluminado por un sol caprichoso, el edificio parecía un ancho bordado rosa orlado de encaje blanco. Feliz sin saber muy bien por qué, amarró el barco, saltó al muelle, se ajustó el nudo de la corbata antes de saludar cordialmente al procurador Spinelli, que charlaba con un desconocido al pie de la columna de San Teodoro, sonrió a una bonita mujer vestida de azul cielo y comenzó a cruzar la Piazzetta.

Nubes de palomas blancas revoloteaban antes de posarse sobre los mármoles todavía brillantes a causa de una lluvia reciente y Aldo se concedió un instante para mirarlas. Le gustaba esa hora del mediodía que imprimía movimiento al corazón de la ciudad. Era cuando, delante de San Marco, sus cúpulas doradas y sus caballos de bronce, el «gran salón» de Venecia recibía sobre las baldosas decoradas con blanca geometría a sus visitantes extranjeros y sus fieles, en una especie de carnaval permanente que renacía todos los días a mediodía y al ponerse el sol. Entonces, los cafés de la plaza acogían a su contingente de consumidores bulliciosos, cuyas conversaciones apenas se interrumpían cuando, golpeada por los martillos de los dos moros de bronce, la gran campana de la torre del Reloj marcaba las horas luminosas de Venecia.

Morosini sabía de sobra que al pasar por delante del gran café Florian lo llamarían cinco o seis veces, pero estaba decidido a no pararse, ya que había citado para comer en Pilsen a un cliente húngaro y detestaba no llegar el primero cuando invitaba a alguien.

De pronto, maldijo en silencio al constatar que el destino estaba en su contra y que tenía muchas posibilidades de llegar tarde: una extraordinaria aparición avanzaba hacia él ante las miradas de asombro de los curiosos. Se trataba de la última dogaresa, la reina sin corona de Venecia y su última maga: la marquesa Casati, que se dirigía hacia él con el paso lento de los espectros, imperial, dramática a más no poder y pálida como la muerte, envuelta en terciopelo púrpura. Un paje vestido del mismo color la precedía, llevando en el extremo de una correa a juego con el collar de oro tachonado de rubíes a una pantera demasiado lánguida para no estar drogada. Unos pasos por detrás de la marquesa, se acercaba, como resignada, otra mujer.

Cuando te encontrabas con Luisa Casati, tenías que hacerte a la idea de que sus cabellos habrían cambiado de color desde la vez anterior. Parecía tener a su disposición toda la gama del arco iris, y ese día, bajo las plumas fulgurantes del sombrero, eran de un rojo cegador. Altísima, con el semblante lívido y devorado por unos enormes ojos negros que el maquillaje agrandaba todavía más, y la boca semejante a una herida reciente, la marquesa avanzaba con paso majestuoso, estrechando contra el pecho una brazada de lirios negros. La gente se quedaba petrificada a su paso como ante una máscara de Medusa o incluso de la Muerte, cuyos ritos lúgubres a veces ella se complacía en evocar, aunque sin preocuparse del efecto que, pudiera producir. Repentinamente sonriente, fue hacia Morosini, que ya estaba inclinándose, le tendió una mano real adornada con un anillo que habría podido servir para la coronación de un papa y, mirándolo a través de un monóculo con diamantes engastados, exclamó con una voz con sonoridades de violonchelo: