Aldo asintió con la cabeza, cogió el relicario y lo depositó piadosamente en el interior del tabernáculo, ante el cual se arrodilló un instante antes de cerrarlo y de retirar la llave. Después volvió junto a su visitante.

—Esperaba poder apaciguarla yo mismo —suspiró con amargura—, pero el criminal continúa con vida. Sin embargo, tengo algunas dudas desde que conocí al último propietario del zafiro.

—¿El conde Solmanski…, o el hombre que se hace llamar así?

—¿Lo conoce?

—Sí, desde luego. Y me enteré de muchas cosas leyendo los periódicos parisienses del mes de mayo. Publicaron una excelente fotografía de la joven novia secuestrada la noche de su boda y otra de… su padre.

—¿Acaso no lo es?

—Eso no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que el nombre anunciado no es el suyo. El verdadero Solmanski desapareció en Siberia hace muchos años. Fue deportado por conspiración contra el zar y debió de morir allí, aunque no conseguí saber qué había sido de él. Pero su sustituto…, Ortschakoff es su verdadero nombre…, debe de estar al corriente de la suerte que corrió el verdadero Solmanski para haberse atrevido a instalarse en Varsovia, en el palacio del que sin duda fue su víctima. Como muchos otros, entre los que le gustaría que yo estuviera.

—¿Es enemigo suyo?

—Lo es del pueblo judío. Por una razón que desconozco, juró que lo destruiría, y puedo decirle que participó en varios pogromos. Ya entonces buscaba el pectoral, cuya leyenda conocía, y me buscaba a mí. Por eso vivo discretamente y con un nombre falso.

—¿Usted también…?

—Sí. No me llamo Aronov, pero mi verdadero nombre no le diría nada. Y fíjese en lo curiosas que son las cosas: durante años no hemos sabido nada el uno del otro; tuve que cometer la imprudencia de ponerme en contacto con usted para que el velo se alzara y la pista apareciera de nuevo. Los dos queríamos el zafiro: él lo robó, o hizo que lo robaran, lo que significa que cuenta con cómplices aquí y sobre todo en el servicio de correos de Venecia; hice mal en enviar un telegrama. Ese papel azul lo desencadenó todo… para desembocar en la muerte del pobre Amschel. Pese a todo, no me arrepiento de nada; nunca es bueno moverse entre la bruma.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Continuar, claro—. Mi tarea se ha vuelto todavía más urgente. Pero me despierta ciertos escrúpulos arrastrarlo conmigo.

—¿Por qué? Usted me advirtió que sería peligroso.

—Es cierto. Le hablé de esa orden negra que está naciendo, y es posible que Ortschakoff forme parte de ella. Sin embargo, tal como están actualmente las cosas, el peligro no lo amenaza demasiado aunque Solmanski…, llamémoslo así por la comodidad…, lo conozca personalmente. Es normal que usted busque un bien que es suyo; mientras él crea que el zafiro está en manos de su hija, usted no tendrá nada que temer. Fue un gesto de gran señor, pero fue sobre todo muy hábil por su parte, fingir que abandonaba la lucha dejando la joya en casa de Ferrals.

—¿Sabe todo eso?

—Sí. Vi a Adalbert hace poco y me lo contó todo.

Aronov hizo una pausa y Aldo se preguntó si habría sido informado de sus relaciones pasionales con Anielka, pero, como no hizo ninguna alusión a ellas al tomar de nuevo la palabra, el príncipe llegó a la conclusión de que Adalbert había sido discreto. A no ser que el Cojo fuera particularmente delicado.

—Sobre quien pesa ahora la amenaza es sobre ese desdichado inglés. Un día u otro Solmanski querrá recuperar la piedra, y cuando llegue ese momento su yerno perderá la vida. Pero volvamos a usted. Para ese canalla, usted ya no tiene ningún interés; usted ha vuelto a su casa y, como él desconoce los acuerdos que nos unen, ya ha salido del circuito infernal. En cambio, si lo encuentra de nuevo en su camino en busca de las otras piedras, se dará cuenta de que trabaja para mí y entonces sí que correrá el máximo peligro. Por eso siento los suficientes escrúpulos para proponerle que rompamos nuestro pacto.

Morosini ni siquiera lo dudó.

—Yo nunca me vuelvo atrás cuando he dado mi palabra, de modo que sus escrúpulos llegan tarde. Además, ¿no hizo referencia a otra leyenda, según la cual yo soy el elegido, el valiente caballero encargado por el destino de conquistar el Grial? —dijo con una sonrisa impertinente—. Tranquilícese, sé defenderme —añadió, más serio—, y Adalbert y yo formamos una excelente pareja.

—Eso también lo sé… No obstante, puede pensárselo.

—Ya está todo pensado. ¿Por qué quiere que vuelva a llevar una vida apacible de comerciante, cuando usted me ofrece una aventura apasionante? Mejor dígame cuándo tendrá lugar la venta del diamante del Temerario. Si no me equivoco, en septiembre, ¿no?

—Algo más tarde. La campaña de prensa empezará en Londres la última semana de septiembre, pero, dada la importancia histórica de la joya, la noticia se extenderá por la Europa occidental. La sesión está prevista para el miércoles 4 de octubre en Sotheby's.

—Para mí es una fecha perfecta. Con independencia del diamante, partiré para Inglaterra en esa época para asistir en Escocia a los funerales de un viejo amigo. Murió en Egipto el pasado mayo…

—¿Se refiere a lord Killrenan, que fue asesinado a bordo de su barco?

—Sí. Lo encontraron estrangulado en su cama, sus aposentos habían sido registrados de arriba abajo y le habían robado, pero la policía egipcia todavía no ha logrado capturar al asesino. Así que, después de un montón de trámites administrativos, el cuerpo no será repatriado hasta septiembre. Por nada del mundo faltaría al entierro.

Ante todo, por respeto y por amistad, pero también por curiosidad: quería ver de cerca a esa familia a la que el viejo sir Andrew detestaba hasta el punto de haber incluido a todos los ingleses en su prohibición de venderles el brazalete mongol. Algo le decía que ese crimen sórdido no era obra de uno de los numerosos bribones que pululan por todos los puertos del mundo, en Port Said y en cualquier otro sitio.

—¿Cree que fue un asesinato por encargo? —preguntó Aronov, que parecía leer los pensamientos de su interlocutor.

—Es posible. Todo es posible cuando hay de por medio una joya excepcional y, por añadidura, histórica. Usted lo sabe mejor que nadie. Lord Killrenan poseía una. Al menos su familia lo creía, pero ya no la tenía él.

—Y lo pagó con su vida. Se diría que las piedras preciosas, extraídas de las entrañas de la tierra para brillar en la frente de los dioses, están cargadas a la vez de un poder y de un mensaje que nadie sabrá nunca si son de amor o de muerte: «Estrellas arriba, estrellas abajo; todo lo que está arriba aparecerá abajo. Dichoso será quien lea el enigma», dijo Hermes tres veces grande, a quien los griegos convirtieron en un antiquísimo rey de Egipto y que asimilaban a Thot, Mucho me temo que nadie ha sabido leerlo hasta ahora.

—¿Ni siquiera usted, que sabe tantas cosas?

—No tantas como quisiera. Las piedras siguen siendo un enigma para mí, al igual que todo lo que posee un poder fascinante. Yo las busco con una finalidad sagrada, lo que no significa que me protegerán, pues muchas veces no traen suerte. La pasión de los hombres por ellas recibe en pago una funesta ingratitud. En lo que a usted se refiere, amigo mío, sólo puedo rezar para que se libre. Que Dios lo proteja, príncipe Morosini.

Un momento después, el Cojo había desaparecido. Aldo abrió de nuevo el tabernáculo y rezó un largo rato por aquel hombre y por el éxito de su empresa.

Sin embargo, la siniestra predicción de Simon no tardaría en cumplirse. Pocas semanas después de su encuentro y dos días antes de que Morosini partiera para Inglaterra, los grandes periódicos europeos anunciaron la muerte de sir Eric Ferrals. Asesinado.

Saint-Mandé, agosto de 1994