—Pues porque es la verdad. Se moría de miedo pensando que usted podía contar que estaba conchabada con sus secuestradores. El hecho de que se hubiera marchado con su hermano no cambiaría nada; los sentimientos de Ferrals hacia ella podrían sufrir una singular modificación y, por una razón que sólo ella conoce, prefiere que sigan creyéndola una víctima. Así que acaricia el lomo a Ferrals. Quizá por miedo a su padre; seguro que Solmanski no se enternece fácilmente y debe de detestar que alguien se interponga en sus planes…, el más maravilloso de los cuales debe de seguir siendo meter la mano en la fortuna de su yerno.

—Es posible, pero debería pensar en Ulrich. Ese no va a quedarse callado.

—¡Ya lo creo que sí! No obtiene ningún beneficio denunciándola. Acusará a Sigismond, pero no a Anielka. Puede confiar en que le estará agradecida, y seguro que es eso lo que sucede. No dirá nada, créame. Por lo demás, es lo que yo le he aconsejado que haga antes de que llegara la policía.

Aunque no tenía realmente ganas, Aldo se echó a reír y cerró los ojos apoyando la cabeza en el respaldo del asiento.

—Es usted impagable, Adal. Piensa en todo. En lo que a mí respecta, Anielka está convencida de que le he mentido porque vio a la señora Kledermann besarme, tras lo cual, Sigismond se encargó de exhibirme cuando estaba inconsciente en su cama. Y no quiere atender a razones.

—Ah, ahí está la última pieza de mi rompecabezas —dijo Adalbert con satisfacción—. Se lo dije: las muchachas bonitas son imprevisibles, pero cuando son esclavas sus reacciones son un ejemplo de poesía lírica. Y cuando las dominan los celos, se vuelven monstruos. Esta quizá merezca un poco de indulgencia; tratándose de un ser tan impulsivo el resultado ha sido un cúmulo de emociones contradictorias.

Aldo no contestó. Una súbita idea acababa de atravesarle la mente mientras Adal buscaba disculpas para Anielka; mientras había estado junto a ella, ni por un instante había pensado en pedir noticias de Romuald. Sólo Anielka, Vidal-Pellicorne y él conocían el lugar de la cita, y, a no ser que el infeliz hubiera sido descubierto por casualidad, quizás ella tuviera alguna responsabilidad en su desaparición. Y él, Morosini, acababa de comportarse como un perfecto egoísta.

—Hace un momento, pablaba de un rompecabezas completo, pero a mí me parece que falta una pieza importante: seguimos sin saber qué ha sido del hermano de Théobald.

Adalbert se dio una palmada en la frente.

—¡Por todos los dioses de Egipto! ¡Qué despiste! Claro que con todo lo que ha pasado esta noche puedo pedir que se tengan en cuenta las circunstancias atenuantes. Romuald ha aparecido. Esta noche, hacia las diez. Derrengado, molido, hambriento y empapado por haber hecho un viaje de vuelta en moto bajo la lluvia, pero vivo. Théobald y yo hemos llorado de alegría, y a estas horas el muchacho debe de estar durmiendo en la habitación de invitados después de dar buena cuenta de la copiosa cena que le ha preparado su hermano.

—¿Qué le pasó?

—Unos enmascarados se le echaron encima, lo ataron, lo sacaron de la barca y lo llevaron a otra que esperaba cerca, oculta entre unas cañas. Al llegar al centro del río, lo arrojaron al agua sin más. Por suerte, la corriente lo arrastró hacia un banco de arena donde quedó enganchado en las raíces de la vegetación. Estuvo allí hasta que una mujer lo encontró al amanecer, una ribereña que iba a retirar unas nasas de lucios. Lo llevó a su casa para que se recuperara y ahí es donde el cuento de hadas se transforma en vodevil: una vez instalado en casa de «la Jeanne» el pobre Romuald tuvo todas las dificultades del mundo para salir. No es que la mujer fuese una criatura mala, sino que enseguida se enamoró apasionadamente de él; lo llamaba Moisés, era su náufrago y no quería ni oír hablar de separarse de él.

—No puedo creerlo.

—Como se lo cuento. ¡Encerrado con llave cuando su señora iba a hacer la compra, el pobre Romuald! El primer día no se dio cuenta porque realmente necesitaba recuperarse, pero después se percató de que había salido de una trampa para caer en otra. Para que no escapara, la mujer puso barrotes en las contraventanas, y colocaba atravesado delante de la puerta un colchón en el que dormía. ¿Se imagina el estado de ánimo del muchacho? Pensando, además, lo preocupados que debíamos estar nosotros. Se le ocurrió entonces fingir que estaba débil para que ella relajara la vigilancia y esta mañana, cuando ha vuelto del mercado, se ha abalanzado sobre ella, la ha atado sin apretar mucho para que pueda liberarse fácilmente, ha cerrado la puerta de la casa y ha huido corriendo para remontar el río. Afortunadamente, estaba en la orilla derecha y no demasiado lejos de su casa y su motocicleta. Ha recogido sus cosas, ha montado en el vehículo y ha venido a toda velocidad a París acompañado de una buena tormenta. No le niego que me siento mucho mejor desde que he vuelto a verle la cara.

—Yo también me alegro mucho. Habría sido muy injusto que él fuese la única víctima de esta estúpida historia. Creo que ahora me sentiré mejor.

—¿Qué piensa hacer?

—Volver a mi casa, por supuesto.

El coche, en el que flotaba un desagradable olor de humedad y de tabaco, estaba llegando a la puerta Maillot. Las potentes luces del Luna-Park, el famoso parque de atracciones popular, todavía brillaban, reflejadas en el suelo mojado como en el borde de un canal veneciano.

—Se lo confieso, amigo —continuó Morosini—, estoy impaciente por volver a ver mi laguna y mi casa. Lo que no significa que no tenga intención de moverme de allí. Esperaré noticias de Simon Aronov y el momento de partir para Inglaterra a fin de asistir a la venta del diamante. Debería venir a verme, Adal. Le gustaría mi casa y la cocina de mi vieja Celina.

—Su propuesta me tienta.

—No hay que resistirse nunca a la tentación. Ya sé que en verano hay demasiados turistas y recién casados, pero no tendrá que soportarlos. Además, la gracia de Venecia es tal que ningún oropel y ninguna multitud vulgar puede quitársela. Allí se está mejor que en ningún otro sitio para lamerse las heridas.

Morosini, olvidando un poco a su amigo, había pensado en voz alta. Cuando se dio cuenta, era demasiado tarde. Tras un silencio bastante largo, Adalbert preguntó con delicadeza:

—¿Tanto duele?

—Bastante, sí…, pero ya pasará.

Lo esperaba con toda su voluntad sin creerlo del todo. Sus males de amor no acababan nunca. Tal vez en ese mismo momento adoraría aún el recuerdo de Dianora si Anielka no lo hubiera borrado, pero ¿quién lo ayudaría a olvidar a Anielka?

Al llegar a casa de la señora Sommières, los dos hombres encontraron a la anciana dama en su invernadero, golpeando las baldosas con el bastón mientras caminaba arriba y abajo. Sentada en una esquina, en una silla baja, Marie-Angéline simulaba hacer punto sin articular palabra, aunque por el movimiento de sus labios era evidente que estaba rezando.

Cuando Aldo entró, su tía dejó escapar un suspiro de alivio y corrió a abrazarlo con un ímpetu que demostraba su ansiedad.

—¡Estás vivo! —susurró contra su cuello—. ¡Gracias a Dios!

Le temblaba la voz, pero, como no era una mujer dada a abandonarse mucho tiempo a las emociones, se rehízo enseguida. Se apartó de él y lo retuvo un momento con los brazos estirados.

—No estás muy destrozado —observó—. ¿Eso quiere decir que la joven está sana y salva?

—No ha estado nunca en peligro. En este momento se dirige tranquilamente a casa de su esposo.

La marquesa no hizo preguntas; se limitó a escrutar con atención el atractivo rostro triste y cansado.

—¿Y tú? —dijo—. ¿Te vas mañana o te quedas un poco más? Seguramente mi vieja morada no volverá a verte en mucho tiempo.

Una pequeñísima fisura en la voz. Una ínfima nota de melancolía que llegó a lo más sensible de Aldo. Esos días pasados juntos los habían acercado mucho el uno al otro. El príncipe le había tomado mucho cariño, y ahora fue él quien la abrazó, emocionado al percibir una fragilidad insospechada en aquella anciana indomable.

—He pasado demasiados buenos ratos aquí para no desear volver —dijo amablemente—. De todas formas nos veremos de nuevo muy pronto. Espero que no renuncie a su viaje de otoño a Venecia. Pero no venga antes de octubre. En septiembre tengo que ir a Inglaterra para ocuparme de un asunto importante —añadió, dirigiendo una mirada hacia Vidal-Pellicorne, que se había reunido con Marie-Angéline junto a la licorera—. Si Adalbert me acompaña a Venecia, como me ha dado a entender, vendré a abrazarla cuando pase a buscarlo.

Un ruido de cristales rotos indicó que la prima acababa de romper una copa y atrajo la atención hacia ella. Vieron entonces que se había puesto muy colorada, pero que sus ojos brillaban de un modo insólito.

—¡Qué torpe se está volviendo, Plan-Crépin! —rugió la marquesa, en el fondo encantada de que le brindara la oportunidad de dominar su emoción—. Esas copas pertenecían a la difunta Anna Deschamps y son irreemplazables. ¿Se puede saber qué le pasa?

—Lo siento muchísimo —dijo la culpable, aunque en realidad no parecía sentirlo en absoluto—, pero me temo que en septiembre estaremos ausentes. ¿No debemos responder a la invitación de lady Winchester para ir a la caza del zorro?

—¿Acaso está perdiendo el juicio? —repuso la marquesa—. ¿Ir a la caza del zorro? ¿Y qué más? ¿Qué quiere que haga a mi edad sobre un jamelgo? ¡Yo no soy esa loca de la duquesa de Uzès!

—Perdón, debo de haberme confundido. Puede que fuera la perdiz en Escocia, pero estoy segura: en septiembre tenemos que estar en el Reino Unido. Claro que eso no debe impedir al príncipe Aldo pasar por aquí. Podría ser divertido viajar juntos.

Esta vez la señora Sommières rompió a reír:

—¡Se le ve el plumero a una legua, hija mía! —dijo con un matiz afectuoso que todos advirtieron—. ¿Cree que Aldo tiene ganas de cargar con una vieja hecha cisco y una solterona un poco loca, por mucho que a usted le guste meterse en sus asuntos y corretear por los tejados en su compañía? Tendrá que conformarse con rezar por él. Y créame que le será muy útil.

Morosini se acercó a Marie-Angéline y tomó de sus manos la copa de coñac que ella acababa de servir con mano un tanto trémula.

—La ayuda ha sido demasiado inteligente y eficaz para ser desdeñada, tía Amélie, y siempre estaré agradecido a Marie-Angéline. Brindo por usted, prima —añadió con una sonrisa que aceleró el corazón de su antigua ayudante—. ¿Podemos saber lo que nos reserva el porvenir? Tal vez volvamos a correr más aventuras juntos. Le escribiré antes de partir. Pero ahora creo que me voy a descansar.

Cuando subió a su habitación, lo primero que hizo Aldo fue ir a bajar las persianas. No quería ver reflejarse en la vegetación del parque las luces de las ventanas de Anielka. Había que pasar esa página y cuanto antes se hiciera mejor. Después se sentó en la cama para consultar los horarios de trenes.



Sin embargo, si pensaba que su bonita aventura polaca había quedado atrás, se equivocaba.

Al día siguiente por la tarde, mientras terminaba de cerrar las maletas, Cyprien fue a anunciarle que sir Eric y lady Ferrals solicitaban hablar con él y lo esperaban en el salón.

—¡Señor! —exclamó Morosini—. ¿Ha osado cruzar la puerta de esta casa? Si tía Amélie se entera le ordenará que los eche a la calle.

—No creo que tenga intención de hacerlo. La señora marquesa ha recibido personalmente a sus visitantes. Y debo decir… que de mejor gana de lo que cabía esperar. Acaba de subir a su habitación, después de haberme ordenado que avise al príncipe.

—¿La señorita Plan-Crépin está con ella?

—N… no. Está dispensando ciertos cuidados a las petunias del invernadero, que presentan signos de fatiga desde esta mañana. Pero —se apresuró a añadir— me he ocupado de cerrar bien las puertas.

Aldo no pudo evitar echarse a reír. ¡Como si una puerta pudiera hacer algo contra la insondable curiosidad femenina! La discreción y el sentido de la dignidad prohibían a tía Amélie asistir a la visita, pero no le impedían dejar tras de sí los oídos atentos de su lectora. Y a esa misma curiosidad había obedecido al recibir al hombre al que tanto detestaba: tenía demasiadas ganas de contemplar con sus ojos a la joven que había hecho perder la cabeza a su «querido sobrino». ¿Quién podría reprochárselo? Después de todo, ésa era una de las formas del amor. Aldo bajó a reunirse con sus visitantes.

Lo esperaban en la salita, en la postura habitual de los matrimonios cuando están en el estudio de un fotógrafo: ella graciosamente sentada en un sillón, él de pie a su lado, con una mano apoyada en el respaldo del asiento y la cabeza orgullosamente erguida.