—¡Querido Aldo, qué placer verlo aunque no haya respondido a mi invitación para el baile de esta noche! Aunque me parece que no ha sido culpa suya; las tarjetas se han enviado con una falta absoluta de sentido común. Pero usted no la necesita, y naturalmente cuento con su presencia.

No era una pregunta. Luisa Casati raramente las formulaba y en general hacía caso omiso de la respuesta. Vivía sobre el Gran Canal, en un palacio de mármol pórfido y lapislázuli que amenazaba ruina, pero tapizado de Romántica hiedra y de glicinas. Era la Casa Dario, donde ella había acondicionado unos salones grandiosos. Allí vivía entre objetos preciosos, pieles y vajilla de oro, rodeada de gigantescos sirvientes negros a los que vestía, según su estado de ánimo, de príncipes orientales o de esclavos. Las fiestas que daba eran asombrosas, pero a Morosini no siempre le gustaba su originalidad. Como una famosa noche en que, al bajar de la góndola, hubo que pasar entre dos tigres de buen tamaño y de lo más vivos, para ver a continuación que los antorcheros distribuidos a lo largo de la escalera eran jóvenes gondoleros prácticamente desnudos y pintados de oro, como consecuencia de lo cual uno de ellos murió en el transcurso de la noche. Aquel drama no hizo sino añadir un toque siniestro a la leyenda de Luisa Casati, que iba en aumento desde que, para permitir bailar a doscientos invitados, había alquilado la Piazzetta, que fue cerrada para el vulgo mediante un cordón de criados suyos vestidos con taparrabos rojos y unidos entre sí con cadenas doradas. Lo cierto era que no había excentricidad que no se le atribuyera. Incluso se decía que en su mansión francesa de Vésinet, el encantador palacio Rosa que le había comprado a Robert de Montesquiou, criaba serpientes. Cosa que, por lo demás, era rigurosamente cierto.

Morosini, que no se sentía tentado por el famoso baile, respondió que no estaba libre. Las cejas de color azabache se alzaron ligeramente.

—¿Se ha convertido en comerciante hasta el punto de olvidar que no se rechaza vivir un instante de eternidad en mi casa?

—Pues sí —dijo Morosini, a quien la repetición de la etiqueta ya empezaba a molestar—. El comercio tiene esta clase de exigencias. Esta noche me voy a Ginebra para cerrar una operación importante. Tendrá que disculparme.

—¡Ni lo sueñe! No tiene más que telefonear diciendo que ha pillado la gripe y que irá más adelante. A los suizos les horrorizan los microbios. ¡Vamos, deje de hacerse de rogar! Sobre todo si desea oír noticias de una dama a la que quería mucho.

Algo se estremeció en los alrededores del corazón de Aldo.

—He querido a unas cuantas.

—Pero a esta más que a las demás. Al menos todo Venecia estaba convencido de ello.

Morosini, turbado, no sabía qué contestar. Fue la compañera de la marquesa, la criatura «resignada», quien lo sacó del apuro avanzando hasta situarse en primer plano y diciendo con cierta impaciencia:

—¿No cree, Luisa, que ya va siendo hora de que me presente al señor? No me gusta mucho que me dejen de lado.

—Tiene razón, señora, es imperdonable —dijo Aldo sonriendo—. Soy el príncipe Morosini y le suplico que me disculpe, no sólo por haber sido tan grosero como mi amiga, sino además por haber estado ciego.

La dama era encantadora. No debía su belleza ni a la luz irisada del Adriático, ni a sus ropas elegantes, ni a su discreto maquillaje. Delgada y rubia, llevaba un traje sastre de seda de color crudo, de un corte perfecto que no tenía nada que ver con el «cucurucho de patatas fritas» de Mina van Zelden. Pese al descontento que expresaba, su voz era dulce y melodiosa. En cuanto a sus ojos gris claro, eran insondables de tan transparentes. Una preciosidad de criatura.

—Vaya —dijo la marquesa con un buen humor inesperado—, menuda reprimenda me ha caído. Pero es verdad que tengo cierta tendencia a monopolizar el primer plano de la escena. Perdóneme, querida, y puesto que él se ha presentado solo, permita que le diga yo quién es usted. Aldo, le presento a lady Mary Saint Albans, que ha venido expresamente para bailar en mi casa. Una razón más para que venga usted. Y ahora tenemos que marcharnos.

Sin esperar la respuesta y haciendo un último gesto amistoso, Luisa Casati se dirigió hacia la góndola con la proa de plata que la esperaba. La bella inglesa se volvió para obsequiar con una sonrisa al que dejaban allí. Bastante desorientado, por cierto, y sin saber muy bien qué hacer. Por la emoción que lo embargaba ante la idea de tener por fin noticias de Dianora, debía admitir una vez más que no estaba recuperado. ¿Tendría suficiente fortaleza para no obedecer la orden de Luisa? El cliente al que tenía que ver era importante. Por otra parte su orgullo se rebelaba ante la idea de correr como un perrito bien adiestrado en busca del terrón de azúcar que le estaban ofreciendo.

Quizás habría permanecido un buen rato más sin moverse del sitio, siguiendo con mirada distraída la estela púrpura de la dama de los lirios negros, si no hubiera sonado de pronto una voz que decía en tono divertido:

—¿Qué estaba diciendote la Hechicera? ¿Llevaba hoy la máscara de Medusa?

Decididamente, estaba escrito que Morosini llegaría tarde a la cita, que ahora le volvía a la memoria. Dejando escapar un leve suspiro, se volvió para mirar a su prima Adriana.

—Como si no la conocieras… Me ordenaba ir al baile que da esta noche, cuando tengo otra cosa que hacer.

Adriana se echó a reír. Estaba bellísima y parecía de excelente humor. Vestida con un traje de chaqueta blanco y negro a la última moda y tocada con un encantador sombrero blanco con una pluma negra, ofrecía una imagen de elegancia perfecta.

—Pues es tan fácil como no ir. Sería capaz de hacer que su pantera te devorase y quizás incluso de arrojarte a su vivero, donde según dicen las malas lenguas cría morenas, siguiendo la gran tradición de los emperadores romanos.

—Es muy capaz. Claro que eso no quita que en su casa se coma divinamente.

—En Momin también. Deberías invitarme a comer; tengo mucha hambre y hace tiempo que no charlamos.

—Lo siento, pero no puedo. Bathory debe de estar ya esperándome en Pilsen.

—¿El hombre de los esmaltes campeados?

—Exacto. No puedo invitarlo a mi casa porque, como sólo le gusta la choucroute, Celina lo considera un bárbaro inaceptable. Pero, repito, lo siento muchísimo. Estás espléndida.

Adriana se puso a girar sobre sí misma, como si fuera una maniquí, riendo.

—Es increíble lo que puede hacer la magia de un costurero de París, ¿verdad? Llevo una de las últimas creaciones de Madeleine Vionnet… y una parte del Longhi que vendiste tan bien en mi nombre. Y no me digas que es una locura; si quiero casarme, tengo que cuidar mi aspecto. Por cierto, si vas con retraso, pongámonos en marcha. Te acompaño hasta Pilsen.

La pareja estaba llegando a la famosa taberna abierta en Venecia en tiempos de la ocupación austríaca y cuyo pequeño jardín seguía acogiendo a un numeroso contingente de amantes de los embutidos genuinos, cuando de repente apareció Mina, colorada, jadeando y con la cabeza descubierta. Ni siquiera se había entretenido en ponerse el sombrero y parecía muy alterada:

—Gracias a Dios que todavía no se ha sentado a la mesa —dijo.

—Pero bueno, ¿es una conspiración o qué? Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para impedirme comer aquí. ¿Qué le pasa, Mina? Espero que no se trate de nada grave —añadió, más serio.

—No creo, pero ha llegado este telegrama de Varsovia y me ha parecido que debía ser informado enseguida. Si quiere acudir a esa cita, tiene que tomar el tren de París a última hora de la tarde para llegar a tiempo de coger el Nord-Express que sale mañana por la noche, y yo tengo que reservar los billetes.

Había sacado del bolsillo un papel azul y lo tendía completamente desplegado. Sin decir nada Morosini leyó el telegrama, que era bastante corto:

«Si esta interesado en negocio excepcional, estaré encantado de verlo en Varsovia el 22. Vaya hacia las ocho de la tarde a la taberna Fukier. Un cordial saludo. Simon Aronov.»

—¿Quién es? —preguntó Adriana, que con el desenfado de la familiaridad se había arrogado el derecho de leer por encima del hombro de su primo.

Demasiado sorprendido para oír la pregunta, Morosini no contestó. Estaba pensando, pero, como la condesa insistía, se guardó el telegrama en el bolsillo y sonrió con aparente despreocupación.

—Un cliente polaco. Muy interesante, por cierto. Mina tiene razón, vale más que me vaya a casa.

—Me parece muy bien, pero ¿y el húngaro?

—Es verdad, casi me olvido de él.

Se quedó un momento pensativo antes de decidir:

—Oye, ya que estás aquí y tienes hambre, vas a hacerme un gran favor: ve a comer en mi lugar con Bathory. Le dices a Scapini, el maître, que sois mis invitados.

—¿Que nosotros…? Pero ¿qué voy a decirle yo a ese hombre?

—Pues que he tenido que ausentarme y te he rogado que le hagas compañía. No le sorprenderá porque ya te conoce, e incluso puedo asegurarte que se alegrará mucho. Le gustan las mujeres guapas tanto o más que los esmaltes del siglo XII, y si por ventura se enamora de ti harás el mejor negocio de tu vida. Es viudo, más noble que nosotros dos juntos puesto que es de sangre real y riquísimo, y posee tierras en las que el sol no se pone casi nunca.

—Es posible, pero la última vez que lo vi olía a caballo.

—¡Normal! Como todos los húngaros de rancio abolengo, es mitad hombre y mitad caballo. Tiene unos establos magníficos y monta como un dios. Lo uno va por lo otro.

—No vayas tan deprisa. La puszta no me tienta más que pasar la vida a lomos de un centauro. Además…

—Adriana, estás haciéndome perder tiempo. Ve a comer con él. Los esmaltes se los enseñas mañana. Los prepararé y se los dejaré a Mina con los precios… Hazlo por mí, te compensaré —añadió en el tono acariciador que sabía adoptar en determinadas ocasiones y que raramente dejaba de surtir efecto.

Un instante después, Adriana Orseolo hacía en Pilsen una entrada digna de la marquesa Casati. Nada más cruzar ella la puerta, Morosini, seguido de su secretaria, dio media vuelta hacia San Marco para abordar su barco.

El telegrama que llevaba en el bolsillo lo desazonaba un poco, pero sobre todo le producía esa excitación especial del cazador que encuentra unas huellas recientes. Recibir una invitación de un personaje casi mítico no era nada corriente.

Porque, pese a ser desconocido para el gran público, el nombre de Simon Aronov era legendario en el círculo restringido, cerrado y secreto de los grandes coleccionistas de joyas. Y, si bien las figuras de lord Astor, de Nathan Guggenheim, de Pierpont Morgan y del joyero neoyorquino Harry Winston aparecían en las grandes ventas internacionales, no sucedía lo mismo con la de Simon Aronov, a quien nadie había visto nunca.

Cuando se anunciaba una importante venta de joyas antiguas en algún lugar de Europa, un hombrecillo discreto con perilla y bombín iba a ocupar un asiento en la sala. No abría la boca, se limitaba a hacer gestos discretos dirigidos al subastador; que siempre lo trataba con una gran reverencia, y se llevaba piezas que hacían llorar de rabia a los conservadores de los museos.

Se había acabado por saber que se llamaba Élie Amschel y que era el hombre de confianza de un tal Simon Aronov, cuya permanente ausencia él explicaba sin ambages que se debía a una imposibilidad física, aunque se cerraba como una ostra cuando le hacían otras preguntas, empezando por el lugar de residencia de su jefe. Las únicas direcciones conocidas de ese judío, que debía de ser inmensamente rico, eran las de los bancos suizos que gestionaban su fortuna. En cuanto al pequeño señor Amschel, compraba, de vez en cuando vendía y, siempre callado, discreto y cortés, desaparecía para reunirse en la salida de las salas de venta con un cuarteto de guardaespaldas de rasgos asiáticos, fornidos y tan acogedores como una jaula de hierro.

La misteriosa personalidad de Simon Aronov despertaba la curiosidad de muchos, pero el mundo hermético de los coleccionistas tenía leyes que podía resultar peligroso transgredir, la más importante de ellas la del silencio.

Mientras se dirigía a su casa, Morosini observaba a su secretaria por el rabillo del ojo. Ya no quedaba ni rastro de la agitación desacostumbrada que le había producido el telegrama. Sin un cabello fuera de su sitio, permanecía sentada en la popa de la lancha, muy erguida, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando distraídamente el paisaje familiar. La especie de pasión que había desencadenado en ella el extraño mensaje se había borrado como una ondulación provocada por una repentina ráfaga de viento en las aguas de un lago.