Por la Krakowkie Przedmiescie, llegó a la plaza Zamkowy, cuyo trazado poco armonioso quedaba aplastado por la imponente masa del Zamek, el castillo real con sus torres verdeantes. Se contentó con echarle un vistazo, prometiéndose volver para visitarlo, y se adentró en una calle silenciosa y mal iluminada que lo condujo directo al Rynek, la gran plaza donde constantemente latía el corazón de Varsovia. Allí fue donde, antes de 1764, los reyes de Polonia, con los trajes de la coronación, recibieron las llaves de oro de la ciudad y acto seguido nombraron a los caballeros de su Milicia Dorada.
La plaza, donde seguía habiendo mercado, era noble y bonita. Sus altas casas renacentistas, con los postigos forrados de hierro, conservaban con mucha gracia, bajo los largos tejados oblicuos, un poco de sus pasados sucesivos. Algunas de esas moradas patricias antes estaban pintadas y quedaban huellas de ello.
La taberna Fukier, lugar de cita, ocupaba una de las más interesantes de estas casas, pero como la entrada, desprovista de letrero, estaba oscura, Morosini tuvo que preguntar antes de darse cuenta de que se hallaba situada en el número 27. Aquel edificio no sólo era venerable sino también célebre. Los Fugger, poderosos banqueros de Augsburgo, rivales de los Médicis, que habían llenado Europa con su riqueza y prestado dinero a numerosos soberanos, empezando por el emperador, se habían instalado allí en el siglo XVI para comerciar en vinos, y sus descendientes, tras haber adaptado su apellido al polaco convirtiéndolo en Fukier, continuaban ejerciendo el mismo negocio. Sus profundas bodegas, repartidas en tres pisos, eran quizá las mejores del país además de un lugar histórico: en 1830 y 1863, sirvieron para celebrar las reuniones secretas de los insurrectos.
Aldo sabía todo eso desde hacía poco y entró con cierto respeto en el vestíbulo, de cuya bóveda colgaba el modelo de una fragata. En una de las paredes, una cabeza de ciervo dirigía una mirada un tanto bizqueante hacia un ángel negro, sentado sobre una columna, que llevaba una cruz. Pasado este, se encontró en la sala reservada a los degustadores. Estaba amueblada en ese roble macizo que, con el tiempo, adquiere un bonito color oscuro y brillante. Una serie de grabados antiguos ornaban el artesonado.
Si no se tenía en cuenta la decoración, la taberna era similar a muchos otros cafés. Hombres sentados en torno a las mesas bebían vinos de procedencias diversas charlando y fumando. Después de haberla recorrido con la mirada, Morosini fue a sentarse a una mesa y pidió una botella de tokay. Se la llevaron totalmente polvorienta, con su etiqueta donde figuraba la descripción que se remontaba a la época de los Fugger: Hungariae natum, Poloniae educatum
El príncipe miró el vino de color ámbar durante unos instantes antes de aspirar su aroma y mojarse los labios con él. Y sólo lo hizo después de haber hecho un brindis mudo por las sombras de todos los que habían ido a beber allí antes que él: embajadores de Luis XIV o del rey de Persia, generales de Catalina la Grande, mariscales de Napoleón, Pedro el Grande, casi todos los hombres ilustres de Polonia y especialmente los heroicos guerrilleros que intentaban acabar con el yugo ruso.
El vino era espléndido y Morosini lo tomó con auténtico placer siguiendo las evoluciones de la bonita camarera rubia cuya cintura flexible se movía bajo las cintas multicolores del traje nacional. Una agradable euforia comenzaba a deslizarse por sus venas cuando, de pronto, la conocida figura del pequeño señor Amschel, con su bombín y su corrección perfecta, apareció en la puerta.
Sus ojos vivos localizaron enseguida al veneciano y se acercó a él rápidamente con la sonrisa de quien encuentra a un amigo.
—¿Llego tarde? —preguntó en un francés desprovisto de acento.
—De ningún modo. Yo he venido antes de la hora, quizá porque tenía cierta prisa por llegar a esta cita. Además, no conozco Varsovia.
—¿No había venido nunca? Me sorprende. Los italianos siempre han apreciado nuestra ciudad, sobre todo los arquitectos. Por ejemplo, los que construyeron las casas del Rynek. Siempre se han sentido aquí como en su casa. En cuanto a usted, príncipe, sus relaciones familiares deberían abrirle muchas puertas en Polonia. La alta aristocracia europea no conocía muchas fronteras hasta esta guerra.
—Es verdad. Tengo aquí algunos primos lejanos y mi padre contaba con muchos amigos. Venía con frecuencia a cazar en los Tatras. Pero este viaje quizá no sea el mejor momento para reanudar antiguas relaciones. Si me atengo a lo poco que sé de quien le envía y a esta curiosa cita en una taberna, me parece que se impone la discreción.
—Sin ninguna duda, y le agradezco que se haya dado cuenta. Espero que haya tenido un viaje agradable.
—Muy satisfactorio…, pese a que disponía de muy poco tiempo y me era imposible enviar una respuesta, ya que su telegrama no llevaba dirección.
El tono de Morosini delataba un ligero descontento que no pasó inadvertido a su compañero, cuyo semblante se entristeció.
—Crea que somos conscientes de ello, pero, cuando sepa por qué ha sido invitado a venir aquí, espero que nos lo perdone. Debo añadir que en caso de que se hubiera retrasado tenía la orden de venir a esperarlo todas las noches a la misma hora durante un mes.
—¿Estaban entonces seguros de que vendría?
—Confiábamos en que sí —dijo Amschel con gran cortesía.
—Contaban, con sobrada razón, con la reputación de…
—… Mi señor. Es el término apropiado —dijo gravemente el hombrecillo, sin dar más explicaciones.
—Y, por supuesto, con la curiosidad que suscita el misterio de que se rodea. Un misterio que no parece dispuesto a desvelar, puesto que quien está aquí es usted y no él.
—¿Qué creía? Mi misión es conducirlo a su presencia cuando haya terminado de beberse el vino.
—¿Gusta usted? Está delicioso.
—¿Por qué no? —aceptó alegremente el hombrecillo, que compartió el tokay y las pastas que lo acompañaban con visible placer. Tras lo cual, cogió una hoja de papel de seda de una especie de florero colocado en el centro de la mesa para limpiarse los labios y los dedos antes de consultar su reloj de bolsillo, una pieza antigua de plata nielada—. Si nos vamos ya, llegaremos más o menos a la hora prevista —dijo—. Gracias por este agradable rato.
Al salir de la taberna, los dos hombres se internaron en la semioscuridad del Rynek, apenas turbada por las pequeñas lámparas de petróleo que iluminaban las casetas con ventanilla de los vendedores de cigarrillos. Uno detrás del otro, llegaron a las inmediaciones del barrio judío, que bullía de actividad durante el día pero por la noche se sumía en el silencio.
En la entrada de una calle señalada por dos torres, se cruzaron con un hombre delgado de ojos llameantes, en cuyo rostro oriental destacaba una barba pelirroja. Alto y un poco encorvado, llevaba una levita negra y un casquete redondo y rígido del que surgían largos mechones retorcidos. El hombre andaba a paso sigiloso, como los gatos, y tras haber saludado a Élie Amschel, desapareció tan deprisa como había aparecido, dejando a Morosini la extraña impresión de haberse cruzado con el símbolo del gueto, con la sombra misma del judío errante.
Siguiendo a su guía, el príncipe tomó una callejuela tortuosa, tan estrecha que parecía una falla abierta entre dos rocas bajo un cielo invisible. El adoquinado de la calle principal, donde se incrustaban los raíles del tranvía, dejaba paso ahora a gruesas e irregulares piedras, procedentes con toda probabilidad del lecho del Vístula y sobre las que no debía de resultar agradable aventurarse con zapatos de tacón alto. Pese a todo, tiendas cerradas donde se anunciaban vendedores de muebles, joyeros, traperos y vendedores de curiosidades jalonaban el angosto pasillo. El rótulo de estos últimos despertó en el príncipe anticuario el viejo demonio de la caza del objeto. ¿Habría maravillas detrás de aquellos postigos mugrientos?
La calle desembocaba en una pequeña plaza con una fuente. Allí se detuvieron. Sacando una llave del bolsillo, Amschel se acercó a una casa alta y estrecha, subió los dos peldaños de piedra que conducían a la puerta, junto a la que se veía la inevitable hornacina ritual, y abrió.
—Hemos llegado a mi casa —dijo, apartándose para dejar que su compañero penetrara en un estrecho vestíbulo, casi totalmente invadido por una empinada escalera de madera, y después en una habitación bastante confortable, donde había varias estanterías dispuestas alrededor de una gran estufa cuadrada que despedía un agradable calor y de una amplia mesa cargada de papeles y de libros. Unos sillones tapizados invitaban a sentarse, cosa que Morosini se disponía a hacer, pero Élie Amschel atravesó esa sala para acceder a una especie de cuchitril ocupado por varias lámparas de petróleo colocadas sobre un baúl.
El hombrecillo encendió una; luego, apartando la gastada alfombra, dejó a la vista una trampilla de hierro y la levantó. Aparecieron los peldaños de una escalera de piedra que bajaba.
—Le mostraré el camino —dijo, levantando la lámpara.
—¿Tengo que cerrar la trampilla? —preguntó Morosini, un poco sorprendido por ese ceremonial. Pero Amschel le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Para qué? Nadie nos persigue.
La misteriosa escalera conducía simplemente a una bodega en la que había lo que se puede esperar encontrar en una bodega: toneles, botellas llenas, botellas vacías y todo el material necesario para su uso y mantenimiento. Élie Amschel sonrió.
—Tengo algunos buenos reservas —dijo—. A la vuelta podríamos escoger una o dos botellas para que se reponga del viaje subterráneo que va a tener que realizar.
—¿Un viaje subterráneo? Pero yo no veo aquí más que una bodega…
—… que da a otra y a otras más. Casi todas las casas del gueto están unidas por una red de pasillos, de sótanos. A lo largo de los siglos, muchas veces nuestra seguridad ha dependido de esta inmensa madriguera. Es posible que todavía dependa de ella. Desde el fin de la guerra Polonia ha quedado libre del yugo ruso, pero nosotros, los judíos, no somos tan libres como el resto de la población. Por aquí, por favor.
Bajo la presión de su mano, un gran botellero giró junto con un lienzo de pared al que estaba sujeto, pero en esta ocasión Amschel cerró después de haber dejado pasar a Morosini, que evitaba hacerse preguntas, atento a la singular aventura que estaba viviendo.
Caminaron largo rato por una serie de galerías y de corredores cuyo suelo era en unos tramos de viejos ladrillos y en otros de tierra batida. De vez en cuando pasaban bajo una ojiva medio desmoronada, o bien sobre unos escalones resbaladizos, pero siempre un pasillo sucedía a otro con el mismo olor de moho y bruma, mezclado con tufos más humanos. Era un viaje alucinante a través del tiempo y de los sufrimientos de un pueblo que para sobrevivir había tenido que enterrarse en los dominios de las ratas y esperar allí, con el corazón en un puño, a que se alejaran los pasos de los asesinos. Con los ojos clavados en el bombín del hombrecillo que caminaba ante él, Aldo acabó por preguntarse si alguna vez llegarían a algún lugar. Debían de haber pasado hacía tiempo los límites del barrio judío, a no ser que, para no dejar una pista clara, el fiel servidor de Aronov hubiera decidido mezclar sus propias huellas. Algunos detalles vislumbrados a la luz amarilla de la lámpara parecían de pronto extrañamente familiares.
Morosini se inclinó para tocar a su guía en un hombro:
—¿Falta mucho todavía?
—Ya estamos llegando.
Al cabo de un momento, efectivamente, los dos hombres penetraron, después de abrir con una llave, en un sótano lleno de escombros. Una escalera, hábilmente disimulada entre las piedras caídas, se adentraba en una abertura de la pared y desembocaba en una puerta de hierro que debía de haber sido forjada en la época de la dinastía de los Jagellón. Sin embargo, por antigua que fuera, la puerta se abrió sin chirriar lo más mínimo cuando Amschel tiró tres veces de un cordón que colgaba en un hueco. En un segundo, Morosini cambió de mundo y avanzó varios siglos: un mayordomo vestido al estilo inglés se inclinó ante él al pie de una escalera recubierta con una alfombra rojo oscuro que conducía a una especie de galería. La única diferencia con un británico residía en las facciones del rostro, casi mongol e impenetrable. Bajo el traje bien cortado, los hombros de aquel hombre y la corpulencia de su torso revelaban una fuerza increíble. No dijo ni una palabra, pero, obedeciendo a una seña de Amschel, comenzó a subir la escalera seguido de los dos visitantes. Se abrió otra puerta y una voz grave y profunda, conmovedora como el canto de un violonchelo, dijo en francés:
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