—Pase, príncipe. Me alegro muchísimo de que haya venido.

El mayordomo liberó a Morosini de su pelliza en el umbral de una estancia que parecía una antigua capilla con bóveda de piedra de cruceros ojivales, aunque en el momento actual era una vasta biblioteca cuyas paredes desaparecían bajo una infinidad de anaqueles repletos de libros. Una gran mesa de mármol sobre travesaños de bronce sostenía un espléndido candelabro de siete brazos. En el suelo, cubierto de preciosos kilims, dos grandes hachones Luis XIV difundían una luz cálida que permitía ver la oscura estufa y, en el hueco de un panteón —prueba de que efectivamente se trataba de un antiguo santuario—, un arcón medieval cuyos cerrojos y complicadas protecciones debían de hacerlo más inexpugnable que cualquier caja fuerte moderna.

Aldo echó un rápido vistazo que abarcó todo eso, pero a continuación su mirada se detuvo para no volver a moverse. Simon Aronov estaba ante él, y el personaje era capaz de retener la atención más dispersa.

Sin saber muy bien por qué, mientras seguía a Élie Amschel por las entrañas del gueto, la imaginación de Morosini, siempre dispuesta a volar, había trazado una imagen pintoresca del hombre que lo esperaba al término de su viaje: una especie de Shylock con levita y sombrero alto de fieltro negro, un judío en la más pura tradición de los relatos medievales, habitante lógico de un sótano tenebroso. En lugar de eso se encontró con un igual, un caballero moderno que no habría desentonado en ningún salón aristocrático.

Tan alto como él pero quizás un poco más corpulento, Simon Aronov erguía una cabeza redonda, casi calva con excepción de una semicorona de cabellos grises, sobre una figura de elegancia severa, vestida con toda seguridad por un sastre inglés. Su rostro de piel bronceada, como es habitual en los que viven mucho en el exterior, estaba marcado por profundas arrugas, pero el brillo de su único ojo —el otro se ocultaba bajo un parche de piel negra—, de un azul intenso, a la larga debía de resultar insoportable.

Hasta que Aronov no se acercó a él apoyándose en un pesado bastón para compensar su pronunciada cojera, Morosini no se fijó en el zapato ortopédico que llevaba en el pie izquierdo, pero la mano que se tendía hacia él era hermosa.

—Le estoy infinitamente agradecido por haber aceptado venir aquí, príncipe Morosini —prosiguió la aterciopelada voz—, y espero que me perdone los trastornos que haya podido causarle el viaje en esta época de mal tiempo, así como las múltiples precauciones que me veo obligado a tomar. ¿Puedo ofrecerle algo reconfortante?

—Gracias.

—¿Un poco de café? Yo me paso el día bebiéndolo.

Como si la palabra fuese una fórmula mágica, el sirviente reapareció llevando una bandeja con una cafetera y dos tazas. Lo dejó todo junto a su señor y se marchó obedeciendo a una señal de este. El Cojo llenó una taza y el delicioso aroma cosquilleó de forma alentadora las fosas nasales de Aldo, que acababa de tomar asiento en un raro asiento gótico tapizado en piel.

—Unas gotas quizá —aceptó. Sin embargo, el tono prudente de su voz no escapó a su anfitrión, que se echó a reír.

—Aunque sea italiano, y por lo tanto exigente en esta materia, creo que puede tomar este café sin exponerse a que le dé un síncope.

Tenía razón: el café era bueno. Bebieron en silencio y Aronov fue el primero en dejar la taza.

—Supongo, príncipe, que está impaciente por conocer el motivo de mi telegrama y de su presencia aquí.

—Verlo ya representa suficiente satisfacción. Confieso que he llegado a preguntarme si no sería usted un mito, si existiría realmente. Y no soy el único. Muchos de mis colegas pagarían no poco por verlo de cerca.

—Tardarán en recibir esa satisfacción. Pero no crea que al actuar de este modo me dejo llevar por un gusto fuera de lugar por el misterio barato o la publicidad fácil. Para mí se trata de una simple cuestión de supervivencia. Soy un hombre que debe permanecer escondido si quiere tener una posibilidad de llevar a buen término la tarea que le corresponde.

—Entonces, ¿por qué hace una excepción conmigo?

—Porque lo necesito… A usted y a nadie más.

Aronov se levantó y con su paso desigual fue hasta la muralla donde se abría el panteón. Era uno de los dos únicos lugares de la vasta sala donde los libros dejaban un espacio libre; el otro lo ocupaba el encantador retrato de una niña de mirada grave, con vestido de cuello de encaje, pintado por Cornelis de Vos, cuya factura Aldo reconoció. Pero por el momento su atención se centraba en las manos del Cojo, que empujaban una piedra. Se oyó un clic y la tapa del enorme arcón se levantó. Aronov sacó un gran estuche antiguo de piel, descolorido por el uso, y se lo tendió a su visitante.

—Ábralo —dijo.

Morosini obedeció y se quedó boquiabierto ante lo que veía sobre un lecho de terciopelo negro que el paso del tiempo había vuelto verdoso: una gran placa de oro macizo, un rectángulo de unos treinta centímetros de largo sobre el que había doce rosetones de oro dispuestos en cuatro filas, con grandes piedras preciosas, todas diferentes, engastadas en la mayoría de ellos, pues cuatro estaban vacíos. Había una sardónice, un topacio, un carbúnculo, una ágata, una amatista, un berilo, una malaquita y una turquesa: ocho piedras perfectamente talladas, de igual tamaño y admirablemente pulidas. La única diferencia consistía en que unas eran más preciosas que otras. Por último, una gruesa cadena de oro sujeta a dos esquinas de esa joya bárbara permitía colgarla en torno al cuello.El extraño ornamento era sin duda muy antiguo y el tiempo había hecho su efecto, pues el oro estaba abollado en algunos puntos. Sopesándolo, Morosini se sentía asaltado por una multitud de interrogantes: estaba seguro de no haber visto jamás ese objeto y, sin embargo, le resultaba familiar. La voz grave de su anfitrión puso fin a sus esfuerzos por hacer memoria.

—¿Sabe lo que es?

—No. Parece… una especie de pectoral.

La palabra arrojó luz. En el momento en que la pronunciaba, su mente evocó el cuadro de Tiziano, un gran lienzo que estaba en el museo de la Academia de Venecia y donde el pintor había representado la presentación de la Virgen en el Templo. Vio con claridad al alto anciano vestido de verde y dorado, con una media luna de oro en el bonete, recibiendo al niño predestinado. Vio sus manos dando la bendición y su barba blanca, cuyas dos puntas acariciaban una joya exactamente igual.

—El pectoral del Sumo Sacerdote —susurró, impresionado—. Entonces, ¿existía? Yo creía que era fruto de la imaginación del pintor.

—Siempre ha existido, incluso después de haber escapado milagrosamente a la destrucción del Templo de Jerusalén. Los soldados de Tito no consiguieron apropiárselo. Sin embargo, confieso que me ha sorprendido que lo reconozca. Debe poseer usted una vasta cultura para haber identificado tan deprisa nuestra reliquia.

—No. Simplemente soy un veneciano que ama su ciudad y conoce más o menos todos sus tesoros, entre ellos los de la Academia. Lo que me asombra es que Tiziano representara el pectoral con tanta fidelidad. ¿Lo habría visto?

—Estoy seguro de que sí. La joya debía de encontrarse entonces en el gueto de Venecia, donde el maestro escogía a muchos de sus modelos. Incluso podría ser que el Sumo Sacerdote de su lienzo no fuera otro que Judá León Abrabanel, llamado León el Hebreo, que fue una de las eminencias intelectuales de su tiempo y quizás uno de sus guardianes. Sin embargo, el pincel mágico sólo pudo imaginar las piedras ausentes, las más preciosas, por supuesto.

—¿Cuándo desaparecieron?

—Durante el saqueo del Templo. Un levita consiguió salvar el pectoral, pero desgraciadamente lo mató un compañero, el que lo había ayudado. El hombre cogió la joya, pero, tal vez temiendo sufrir la maldición que siempre lleva aparejado el sacrilegio, no se atrevió a quedársela. Lo cual no le impidió desengastar el zafiro, el diamante, el ópalo y el rubí, o sea, las piedras más raras, con las que logró embarcar rumbo a Roma, donde su rastro se perdió. El pectoral, enterrado bajo montones de desperdicios, fue rescatado por una mujer que consiguió llegar a Egipto.

Atraído por la increíble placa de oro, en la que sus dedos vagaban de una piedra a otra, y acunado por la voz de Aronov, Morosini sentía a la vez la fascinación de las gemas y la de una historia de las que a él le gustaban.

—¿De dónde son? —preguntó—. La tierra de Palestina no produce mucha pedrería. Reunirlas debió de ser difícil.

—Las caravanas de la reina de Saba las trajeron de muy lejos para el rey Salomón. Pero ¿quiere que volvamos a la razón de su viaje?

—Por favor.

—Es bastante simple: me gustaría, si nos ponemos de acuerdo, que buscara para mí las piedras que faltan.

—¿Que yo…? ¿Está de broma?

—Ni por asomo.

—¿Unas piedras desaparecidas desde la noche de los tiempos? ¡No habla en serio!

—Al contrario, no puedo hablar más en serio; y además, las piedras no han desaparecido. Han dejado huellas, desgraciadamente sangrientas, pero la sangre es difícil de borrar. Debo añadir que poseerlas no da suerte, como suele suceder con los objetos sagrados robados. Pero, aun así, las necesito.

—¿Hasta ese punto le atrae la desgracia?

—Pocos hombres la conocen tan bien como yo. ¿Sabe lo que es un pogromo, príncipe? Yo lo sé porque viví el de Nizhni-Nóvgorod en 1882. A mi padre le clavaron clavos en la cabeza, a mi madre le arrancaron los ojos y a mi hermano pequeño y a mí nos tiraron por una ventana. Él murió en el acto; yo no. Conseguí huir, pero esta pierna y este bastón me mantienen vivo el recuerdo —añadió, golpeando aquélla con el extremo de este—. Como ve, sé lo que es la desgracia; por eso quisiera intentar apartarla de una vez por todas de mi pueblo. Y también por eso debo devolver al pectoral su integridad.

—¿Cómo podría acabar esta joya con una maldición que se remonta a hace diecinueve siglos?

Había sido una observación torpe y Morosini se dio cuenta al ver que en los labios de su anfitrión aparecía un pliegue de desdén, pero, considerando que no le correspondía a él cambiar la historia, no trató de rectificar. Aronov, sin hacer ningún comentario al respecto, continuó:

—Una tradición afirma que Israel recuperará su soberanía y su tierra ancestral cuando el pectoral del Sumo Sacerdote, que lleva engastadas las piedras simbólicas de las Doce Tribus, regrese a Jerusalén. No sonría. He dicho tradición, no leyenda.

—Sonrío por la belleza de la historia. Sin embargo, no imagino cómo podría ese sueño hacerse realidad.

—Volviendo en masa a nuestra tierra para obligar al mundo a reconocer un día un Estado judío.

—¿Y cree usted que eso es posible?

—¿Por qué no? Ya hemos empezado. En 1862, un grupo de judíos rumanos se instaló en Galilea, en Roscha Pina y en Samaria. El año siguiente unos polacos fundaron en Yesod Hamale, junto al lago Huleh, una colonia agrícola, un kibbutz. Luego, unos rusos se establecieron en los alrededores de Jaffa, y en este momento algunos jóvenes de aquí van a esa zona para hacerse pioneros. Es muy poca cosa, lo reconozco, y además la tierra es escabrosa, lleva demasiado tiempo sin ser cultivada. Hay que cavar pozos, llevar agua, y la mayoría de esos emigrantes son intelectuales. Y por si fuera poco, están los beduinos, que obligan a combatir.

—¿Y cree que la situación cambiaría si ese objeto volviera a su tierra?

—Sí, con la condición de que esté completo. La joya simboliza las Doce Tribus, la unidad de Israel. La utilidad de los símbolos reside en que despiertan el entusiasmo y alientan la fe. Pero le faltan cuatro piedras, o sea, cuatro tribus, y no de las menos importantes.

—En ese caso, ¿por qué no intenta reemplazarlas? Reconozco que, tratándose de piedras tan extraordinarias, puede resultar difícil, pero…

—No. Con las tradiciones y las creencias de un pueblo no cabe hacer trampas. Es preciso encontrar las piedras originales, a cualquier precio.

—¿Y cuenta precisamente conmigo para esa misión imposible? No le comprendo. Yo no tengo nada que ver con Israel, soy italiano y cristiano.

—Aun así, es a usted a quien quiero. Por dos razones: la primera es que usted posee una de las piedras, quizá la más sagrada de todas; la segunda, porque hace mucho tiempo se predijo que sólo el último dueño del zafiro podría encontrar las otras. Si a eso añadimos que, para mí, su profesión es una garantía de éxito…

Morosini se levantó suspirando. Le gustaban las historias hermosas, pero no los cuentos de hadas, y empezaba a sentirse cansado de este.