—Siento una gran simpatía por usted y por su causa, señor Aronov, pero debo rechazar su propuesta: no soy el hombre que necesita. O, suponiendo que alguna vez lo haya sido, ya no lo soy. Si tiene la amabilidad de hacerme acompañar…

—Todavía no. ¿Sus padres le legaron un soberbio zafiro asteroideo que, desde hace varios siglos, es propiedad de los duques de Montlaure?

—Ahí es donde se equivoca: lo era. De todas formas, no podía tratarse del suyo; este era una piedra visigoda procedente del tesoro del rey Recesvinto.

—Tesoro que provenía del de Alarico, otro visigodo, que en el siglo V tuvo el privilegio de saquear Roma durante seis días. Allí es donde se apoderó, entre otros objetos, del zafiro. Espere, voy a mostrarle algo.

Con ese paso irregular que le confería una especie de majestad trágica, Aronov se dirigió de nuevo hacia el arcón. Cuando volvió, una suntuosa joya relucía en su mano: un gran zafiro estrellado de un azul profundo y luminoso, sujeto por tres diamantes en forma de flor de lis que formaban la anilla del colgante. Nada más verlo, Morosini saltó:

—¡Pero si es la joya de mi madre! ¿Cómo es que está aquí?

—Piense un poco. Si lo fuera, no le pediría que me la vendiera. Es simplemente una copia, aunque fiel hasta en el menor detalle. Mire.

Con una mano, movía el zafiro, y con la otra, le tendía una potente lupa. Luego, señalando en la parte posterior de la piedra un minúsculo dibujo imperceptible a la vista, dijo:

—Es la estrella de Salomón, y todas las gemas del pectoral llevan la misma marca. Si examina la suya, descubrirá sin dificultad ese signo.

Aronov se sentó mientras Aldo tocaba el colgante con una sensación extraña: la semejanza era impresionante y había que ser un entendido para darse cuenta de que era falso.

—¡Es increíble! —murmuró—. ¿Cómo se ha podido hacer una copia tan perfecta? El zafiro montado de esta forma, que data de Luis XIV, no ha salido jamás de mi familia, y mi madre no se lo ponía.

—Reproducir el colgante es un juego de niños: existen varias descripciones minuciosas e incluso un dibujo. En cuanto a la fabricación de la piedra, es un secreto que deseo guardar. Pero sin duda habrá observado que la montura y los diamantes son auténticos. En realidad, he mandado hacer esta pieza para regalársela a usted, como complemento del precio que estoy dispuesto a pagar por la auténtica. Sé que le pido un sacrificio, pero le suplico que considere que está en juego el renacer de todo un pueblo.

En el ojo único, que la pasión por convencer hacía llamear, Morosini vio los mismos destellos azules que en el zafiro, pero su rostro se ensombreció.

—Creía que me había entendido antes cuando le dije que me era imposible ayudarle. Le cedería gustoso esa piedra; cuando volví de la guerra estaba dispuesto a venderla para salvar mi casa de la ruina. El problema es que ya no la tenía.

—¿Cómo? ¡Si la princesa Morosini se hubiera deshecho de ella, se habría sabido! ¡Yo me habría enterado!

—Alguien la «deshizo» de ella. En realidad, mi madre fue asesinada. Tiene razón al pensar que esas piedras no traen buena suerte.

Se hizo un silencio que el Cojo rompió con mucho tacto.

—Le pido humildemente que me perdone, príncipe. No podía imaginar ni por asomo… ¿Le importa decirme en qué circunstancias se produjo esa desgracia?

Aldo le contó el drama a aquel desconocido atento y efusivo, sin omitir su decisión de no informar a la policía e incluso añadiendo que estaba empezando a lamentarlo, puesto que después de todos esos años todavía no había encontrado el menor rastro.

—No lo lamente —dijo Simon Aronov—. Ese crimen es obra de un hábil asesino y sólo habría conseguido enredar las pistas. Lo único que deploro es no haber intentado ponerme antes en contacto con usted. Varios acontecimientos me lo han impedido y es una lástima. Pero, para que no haya salido nada a la luz durante tanto tiempo es preciso que el zafiro, allí donde se encuentre, esté bien escondido. La persona que se atrevió a robar una piedra semejante tuvo que trabajar por encargo, tener un cliente muy importante y discreto. Intentar venderlo a un joyero cualquiera hubiera sido una locura. Su aparición en el mercado, además de que le habría dado la voz de alarma, habría causado sensación, atraído a la prensa…

—Dicho de otro modo: no debo albergar ninguna esperanza de volver a verlo, salvo quizá dentro de varios años, cuando muera el que lo tiene, por ejemplo. En realidad —añadió con amargura—, usted debería estar muy interesado en buscar a esa persona. ¿No es el último dueño del zafiro, por hablar en los mismos términos que su predicción?

—No bromee con eso. Y no juegue con las palabras: el hombre en cuestión es usted. No le he dado todos los detalles, pero dejemos eso por el momento. Por supuesto que voy a ponerme a la caza y captura. Y usted va a ayudarme, como también me ayudará a recuperar las otras tres piedras. Hasta ahora, como creía que el zafiro lo tenía localizado, me he dedicado por entero a ellas.

—¿Y tiene alguna pista?

—En lo que se refiere al ópalo y al rubí, las que tengo son todavía bastante confusas. Una es posible que esté en Viena, con el tesoro de los Habsburgo, y la otra en España. El diamante, en cambio, estoy seguro de que se encuentra en Inglaterra. Pero, siéntese, voy a contarle… ¡mmm!, este café está frío.

—No pasa nada —dijo Morosini, cuya curiosidad iba en aumento—. Yo no quiero más.

—Usted quizá no, pero yo sí. Ya le dije que bebía mucho. Pero puedo ofrecerle otra cosa. ¿Un poco de brandy tal vez, o de coñac?

—Ni lo uno ni lo otro. En cambio, tomaría con mucho gusto un poco de su excelente vodka —dijo Morosini, confiando en que, tal como era costumbre en el país, el alcohol iría acompañado de unos zakuskis. Empezaba a sentir hambre y la idea de hacer el largo viaje de regreso sin haber comido algo le angustiaba un poco.

El sirviente oriental, que había acudido al oír unas palmadas, recibió unas órdenes en una lengua desconocida, y en cuanto se hubo marchado, Morosini, apasionado ya por el asunto, retomó el hilo de la conversación.

—Decía que, al parecer, el diamante está en Inglaterra, ¿no?

—Estoy casi seguro, y en cierto sentido es bastante natural. En el siglo XV pertenecía al rey Eduardo IV, cuya hermana, Margarita de York, iba a casarse con el duque de Borgoña, el famoso Carlos llamado el Temerario. Formó parte de la dote de la novia junto con otras maravillas. Lo llamaban la Rosa de York. Pero el borgoñón no lo conservó mucho tiempo; desapareció después de la batalla de Grandson, en la que los suizos de los cantones saquearon el tesoro del Temerario, derrotado en 1476. Desde entonces se consideraba perdido, pero resulta que dentro de seis meses un joyero británico va a ponerlo en venta en Londres, a través de Christie…

—Un momento —lo interrumpió Morosini, bastante decepcionado—. Dígame qué pinto yo ahí. Pídale al señor Amschel que se lo compre, como acostumbra a hacer.

Por primera vez, el Cojo se echó a reír.

—No es tan sencillo. La piedra que será sacada a subasta es una copia. Igual de fiel que este zafiro y procedente del mismo taller —dijo Aronov cogiendo la espléndida pieza, que se había quedado sobre la mesa—. Los expertos no lo notarán, créame, y la venta será anunciada a bombo y platillo.

—Debo de ser tonto, pero sigo sin comprender. ¿Qué espera, entonces?

—¿Tan poco conoce a los coleccionistas? No hay nadie más celoso y orgulloso que esos animales, y con eso cuento: espero que la venta haga salir de su agujero al diamante auténtico… y que usted esté allí para asistir al milagro.

Morosini no contestó enseguida; como entendido en la materia, apreciaba la táctica de Aronov, en la práctica la única capaz de empujar a un coleccionista a declararse poseedor de una pieza. Él conocía a dos o tres de ese estilo, que ocultaban a todo trance un tesoro en ocasiones obtenido empleando medios discutibles, pero incapaces de no protestar sí, por ventura, un tipo tenía el atrevimiento de afirmar que se hallaba en posesión de la maravilla. Callar resulta en tales casos imposible porque bajo el silencio se arrastra un gusano que no deja vivir: el de la duda. ¿Y si el otro tuviera razón? ¿Y si la piedra auténtica fuera la suya, no la que él va a contemplar todos los días al fondo de un sótano secreto con el mayor de los misterios?

Mientras pensaba su mirada se dirigió casi maquinalmente a la copia del zafiro y la risa del Cojo se dejó oír de nuevo.

—Evidentemente —dijo, adivinando el pensamiento del príncipe—, se podría actuar del mismo modo con este que voy a darle para que haga de él tal uso cuando le parezca oportuno. Eso sí, no olvide —añadió, cambiando bruscamente de tono— qué desde el momento en que decida utilizarlo estará en peligro, porque quien tiene el auténtico no puede ser un apacible aficionado, ni siquiera uno apasionado. Yo no soy el único que conoce el secreto del pectoral. Lo buscan otros que están dispuestos a todo para apropiárselo, y ésa es la principal razón de que lleve una existencia oculta.

—¿Tiene alguna idea de quiénes son esos «otros»?

—Por el momento no tengo nombres, pero hay indicios claros. Un «orden negro» va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo. De modo que lleve cuidado. Si descubren que está ayudándome se convertirá en su blanco y no olvide que con esa gente todo está permitido. Tiene la posibilidad de rechazar mi propuesta, claro está; sin duda es injusto pedir a un cristiano que arriesgue la vida por unos judíos.

Por toda respuesta, Morosini se guardó el zafiro.

—Si le dijera que esta historia empieza a divertirme —dijo, dedicando a su anfitrión la más impertinente de sus sonrisas—, le escandalizaría, y sin embargo no puede ser más cierto. Prefiero tranquilizarlo diciéndole que quiero el pellejo del asesino de mi madre, sea quien sea. Jugaré con usted… hasta el final.

Aronov clavó su ojo único en los ojos chispeantes de su visitante.

—Gracias —dijo.

El sirviente acababa de aparecer llevando una gran bandeja en la que junto a la cafetera había una botella helada, un vaso, unas servilletas de papel y el plato de zakuskis que esperaba Morosini.

—Creo que ha llegado el momento de que me diga qué debo saber para no cometer errores: la fecha de la venta en Christie, por ejemplo, el nombre del joyero inglés y algunos detalles más.

Mientras su invitado comía, Simon Aronov continuó hablando largo rato con una sabiduría que fascinó a Morosini. Ese asombroso hombre presentaba cierta semejanza con el espejo negro del mago Luc Gauric: uno podía contemplar en él su propia imagen, pero también poseía la virtud de reflejar, de un modo igualmente real, el pasado y el futuro. Escuchándolo, su nuevo aliado tuvo la certeza de que su cruzada era santa y de que juntos podrían llevarla a término.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó.

—No lo sé, pero le pido que me deje tomar la iniciativa de nuestros encuentros. No obstante, si tuviera necesidad de ponerse en contacto conmigo urgentemente, envíe un telegrama a la persona cuya dirección voy a darle. Si encontraran ese papel, no tendría ninguna consecuencia; se trata del apoderado de un banco de Zurich. Pero no se dirija nunca a Amschel, a quien tendrá ocasión de volver a ver, por lo menos en Christie, donde me representará. No deben verlos juntos nunca más. Los mensajes que mande a Suiza deben ser triviales: el anuncio de la próxima puesta en venta de un objeto interesante para ponerla en conocimiento de un cliente, por ejemplo, o incluso de una transacción cualquiera. Su firma bastará para que el destinatario comprenda.

—De acuerdo —dijo Aldo, guardándose el papel en el bolsillo con la firme intención de aprenderse de memoria lo que ponía y destruirlo—. Bien, creo que ya no me queda más por hacer aquí que despedirme.

—Un momento, por favor. Se me olvidaba una cosa importante. ¿Tiene posibilidad de pasar por París próximamente?

—Desde luego. Me marcho el jueves en el Nord-Express y puedo quedarme allí uno o dos días.

—Entonces no deje de ir a ver a uno de mis escasísimos amigos, que le será de gran utilidad en lo relacionado con nuestros asuntos. Puede confiar plenamente en él, aunque a primera vista parezca un chiflado. Se llama Adalbert Vidal-Pellicorne.

—¡Dios mío, vaya nombre! —exclamó Morosini riendo—. ¿Y a qué se dedica?

—Oficialmente es arqueólogo. Oficiosamente también, pero a eso añade toda clase de actividades. Entre otras cosas, entiende mucho de piedras preciosas y, sobretodo, conoce a todo el mundo, es capaz de introducirse en cualquier círculo. Además, es un fisgón de mucho cuidado. Creo que le parecerá divertido. Deme el papel y le anotaré también su dirección.