Hecho esto, Simon Aronov se levantó tendiendo una mano firme y cálida que Aldo estrechó con placer. De este modo quedó sellado entre ellos un acuerdo que no necesitaba ningún papel.

—Le estoy infinitamente agradecido, príncipe. Lamento obligarle a hacer otro viaje subterráneo, pero, por si alguien lo hubiera visto, es imprescindible que salga de la misma casa en la que ha entrado. Es una de las dos viviendas de mi fiel Amschel; la otra está en Frankfurt.

—Lo entiendo perfectamente. ¿Me permite una pregunta antes de irme?

—Por supuesto.

—¿Vive siempre en Varsovia?

—No. Tengo otras residencias, e incluso otros nombres, con los que quizá me vea en alguna ocasión, pero aquí es donde me siento en mi casa, por eso la oculto tan celosamente —respondió, con una de las sonrisas que a Aldo le parecían tan atrayentes—. De todas formas, volveremos a vernos. Le deseo suerte. Puede pedir al banco de Zurich el dinero que necesite. Rezaré para que la ayuda de Aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado le sea concedida.

No faltaba mucho para medianoche cuando Morosini regresó por fin al hotel Europa.


3

Los jardines de Wilanow

Cuando miró por la ventana a la mañana siguiente, a Aldo le costó dar crédito a lo que veía. Gracias a la magia de un sol radiante, la ciudad de ayer, fría, melancólica y gris, se había transformado en una capital rebosante de vida y de animación, seductor marco de un pueblo joven y ardiente que vivía apasionadamente la reunificación de su vieja tierra, gloriosa, indomable, pero durante demasiado tiempo dividida. Desde hacía cuatro años Polonia respiraba el aire vivificador de la libertad y se notaba. Y al visitante indiferente del día anterior le pareció de pronto acogedora. Tal vez porque esa mañana le recordaba a Italia. La gran plaza que se extendía entre el hotel Europa y un cuartel en plena actividad se parecía bastante a una piazza italiana. Estaba llena de niños, de conductores de coches de punto y de jóvenes oficiales que paseaban sus grandes sables con la misma gravedad que sus iguales de la Península.

Repentinamente impaciente por mezclarse con ese amable bullicio y por montar en uno de esos vehículos, Morosini se apresuró a asearse, tomó un desayuno que le pareció lamentablemente occidental y, desechando el gorro de piel del día anterior, salió a la luz dorada.

Mientras bajaba, por un momento había pensado ir a pie, pero cambió de nuevo de opinión: si quería tener una visión de conjunto, lo mejor era tomar un coche, y le indicó al portero con galones que deseaba ver la ciudad.

—Búsqueme un buen cochero —le pidió.

El hombre se apresuró a hacer señas a un coche de punto con buen aspecto, conducido por un cochero barrigón, jovial y bigotudo, que dedicó una sonrisa desdentada pero radiante a Morosini cuando este le pidió en francés que le enseñara Varsovia.

—¿Es usted francés, señor?

—A medias. En realidad, soy italiano.

—Es prácticamente lo mismo. Será un placer mostrarle la Roma del norte. ¿Sabía que la llaman así?

—Lo he oído decir, pero no comprendo por qué. Anoche di un paseo y no me pareció que tuviera muchos vestigios antiguos.

—Lo comprenderá enseguida. Boleslas conoce la capital mejor que nadie.

—Y yo añado que habla francés muy bien.

—Aquí todo el mundo habla esa hermosa lengua. Francia es nuestra segunda patria. ¡Adelante!

Dicho esto, Boleslas se encasquetó la gorra de paño azul adornada con una especie de corona de marqués de metal plateado y chascó la lengua para que el caballo se pusiera en marcha. Como todos los cocheros, llevaba varios números de hierro sujetos a un botón situado cerca del cuello y que le colgaban sobre la espalda como una etiqueta. Morosini, intrigado, le preguntó el motivo de esa curiosa exhibición.

—Es un recuerdo de la época en que la policía rusa actuaba aquí —gruñó el cochero—. Servía para identificarnos mejor. Otro recuerdo son los faroles que ha debido ver por la noche colgados delante de las casas. Como estamos acostumbrados, no hemos cambiado nada.

Y la visita empezó. A medida que se desarrollaba, Morosini consideraba cada vez más acertada la elección del portero del hotel. Boleslas parecía conocer todas las casas ante las que pasaban. Sobre todo los palacios, que dieron al visitante la clave del sobrenombre de Varsovia: había tantos como en Roma. En la Krakowskie Przedmiescie, la gran arteria de la ciudad, eran numerosísimos, algunos construidos por arquitectos italianos aunque sin el aspecto macizo de las grandes mansiones romanas. Edificados muchos de ellos sobre planta rectangular y flanqueados por cuatro pabellones, vestigios de antiguos bastiones fortificados, tenían grandes patios y altos tejados recubiertos de cobre oxidado que contribuían no poco al encanto multicolor de la ciudad. Boleslas le mostró los palacios Tepper, donde Napoleón conoció a María Walewska y bailó con ella una contradanza; Krasinsski, donde el futuro mariscal Poniatowski hizo bendecir las banderas de los nuevos regimientos polacos; Potocki, donde Murat dio fiestas soberbias; Soltyk, donde vivió un tiempo Cagliostro; Pac, sede de la embajada de Francia durante el reinado de Luis XV, donde se escondió Stanislas Leczinski, el futuro suegro del rey; Miecznik, cuya dama fue la musa de Bernardin de Saint-Pierre… Aldo acabó por protestar:

—¿Está seguro de que no me está enseñando París? —dijo—. Todo está relacionado con Francia y con los amores de los franceses.

—Porque entre Francia y nosotros hay una historia de amor que perdura, y no me diga que a un italiano no le gusta el amor. Sería el mundo al revés.

—El mundo seguirá al derecho; yo soy tan sensible al amor como mis compatriotas, pero ahora me gustaría visitar el castillo.

—Tiene tiempo antes de comer. Podrá ver también la casa de Chopin y la de la princesa Lubomirska, una mujer encantadora que, por amor, fue a Francia durante la Revolución sabiendo que la ejecutarían.

—¿Otra vez el amor?

—No escapará a él. Esta tarde, si sigue confiando en mí, lo llevaré a ver el castillo de Wilanow, construido por el rey Sobieski para su esposa… francesa.

—¿Por qué no?

A mediodía, el viajero decidió comer en la cukierna de la plaza del castillo, una pastelería cuya florida terraza quedaba sobre la calle. Unas muchachas vestidas como enfermeras le sirvieron un surtido de cosas deliciosas que regó con té. Siempre le habían gustado los pasteles y a veces le parecía divertido hacer una comida a base de esos caprichos, pero Boleslas, a quien había invitado, se negó a acompañarlo porque prefería alimentos más sustanciosos y prometió volver a buscar a su cliente dos horas más tarde.

Aldo se alegró de que hubiera rechazado su propuesta; el cochero era hablador y el rato de aislamiento de que disfrutó en aquel lugar, entre café y salón de té, le resultó muy grato. Morosini degustó unos mazurki, especie de pasteles de estilo vienes cuyo relleno parecía variar hasta el infinito, y unos nalesniki, tortitas calientes con mermelada, admirando algunos encantadores rostros. Era muy agradable no pensar en nada y tener la impresión de estar de vacaciones.

Prolongó esa sensación fumando un aromático puro mientras el trote alegre del caballo lo conducía al sur de la capital. Su automedonte, reducido momentáneamente al silencio, hacía la digestión dormitando y dejaba que su vehículo avanzara prácticamente solo por un camino habitual. El buen tiempo de la mañana empezaba a cambiar. Se había levantado un poco de viento que empujaba hacia el este unas nubes grisáceas, tras las cuales el sol desaparecía de vez en cuando, pero el paseo era agradable.

A Morosini le gustó Wilanow. Con sus terrazas, sus balaustres y sus dos graciosas torrecillas cuadradas, cuyos tejados de varios pisos se daban aires de pagoda, el castillo barroco erigido en medio de los jardines no carecía de encanto. Poseía lo necesario para seducir a una mujer bonita y coqueta, como sin duda era Marie-Casimire de la Grange d'Arquien, perteneciente a la alta nobleza nivernesa, a quien el amor, por hablar como Boleslas, convirtió en reina de Polonia cuando, en principio, no era ese su destino.

Aldo conocía su historia por su madre, cuyos antepasados eran primos de los duques de Gonzaga: una de sus más bellas flores, Louise-Marie, tuvo que casarse, por orden de Luis XIII, con el rey Ladislas IV cuando estaba perdidamente enamorada del apuesto Cinq-Mars. Llevó con ella a Marie-Casimire, su dama de honor preferida. Una vez en Polonia, esta se casó primero con el anciano pero rico príncipe Zamoyski y, tras enviudar al poco tiempo, con el gran mariscal de Polonia Juan Sobieski, en quien despertó una ardiente pasión. Cuando este último se convirtió en rey con el nombre de Juan III, elevó al trono a la mujer que amaba y mandó construir para ella ese palacio de verano mientras él se iba a conquistar una gloria si no universal, al menos europea, cerrando a los turcos en Viena el paso hacia Occidente y haciéndolos volverse a sus tierras.

Un guía refrescó la memoria del visitante, quien, escuchándolo, entendía cada vez menos los arrebatos líricos de su cochero sobre ese «amor de leyenda». Sobieski era legendario, desde luego, pero no podía decirse lo mismo de Marie-Casimire, mujer ambiciosa e intrigante que influyó de forma desastrosa en la política de su marido, lo enemistó con Luis XIV y, tras su muerte, no paró hasta que la Dieta polaca la envió a su país natal.

El interior del castillo resultó ser bastante decepcionante. Los rusos se habían llevado mucho de lo que contenía inicialmente. Tan sólo algunos muebles —y numerosos retratos— recordaban al gran rey. No obstante, el anticuario admiró sin reserva una encantadora arquimesa florentina, regalo del papa Inocencio IX, un espejo espléndidamente trabajado que había reflejado el evidentemente bonito rostro de la reina y una tabla de Van Iden procedente de un clavecín que la emperatriz Leonor de Austria le había regalado a aquella.

A medida que recorría las estancias, muchas de ellas vacías, Aldo se sentía invadir por una extraña melancolía. Era prácticamente el único visitante y aquel lugar profundamente silencioso estaba acabando por producirle una especie de congoja. Se preguntó qué había ido a hacer allí y lamentó no haberse quedado en la ciudad. Pensando que los jardines, bañados de nuevo por el sol, le devolverían el buen humor, decidió salir a la terraza desde la que se dominaba un brazo del Vístula para admirar, al borde del agua, los árboles gigantes que según decían había plantado Sobieski en persona. Fue entonces cuando vio a la chica.

No debía de haber cumplido los veinte años, pero poseía una belleza sorprendente: alta y espigada, con cabellos de un rubio de oro puro, ojos claros y una boca arrebatadora, llevaba con una elegancia perfecta un abrigo de paño azul ribeteado de piel de zorro blanco y un gorro a juego que le daba la apariencia de un personaje de Andersen. Parecía presa de una viva emoción y hablaba exaltadamente con un muchacho moreno, Romántico y con la cabeza descubierta, que no tenía aspecto de ser más feliz que ella pero en cuya presencia Aldo, acaparada su atención por la desconocida, ni siquiera había reparado.

Por lo que podía deducir de la actitud de los dos jóvenes, se trataba de una escena de ruptura o algo similar. La chica parecía rogar, suplicar. Tenía lágrimas en los ojos, y el muchacho también, pero, aunque hablaban bastante fuerte, Morosini no entendía una palabra de lo que decían. Lo único que comprendió fue el nombre de los protagonistas. La bella joven se llamaba Anielka, y su compañero, Ladislas.

Parapetado por discreción detrás de un tejo podado, siguió con interés el apasionado diálogo. Anielka imploraba sin parar a un Ladislas encastillado más firmemente que nunca en su dignidad. ¿Se trataría quizá de la clásica historia entre la muchacha rica y el chico pobre pero orgulloso, que quiere compartir su miseria pero no la fortuna de la amada? Con sus ropas negras y amplias, la imagen de Ladislas se acercaba bastante a la de un nihilista o un estudiante iluminado, y el espectador escondido no comprendía por qué aquella encantadora jovencita estaba tan interesada en él; sin duda era incapaz de ofrecerle un porvenir digno de ella, o simplemente un porvenir sin más. ¡Y ni siquiera era muy guapo!

De pronto, el drama alcanzó su punto álgido. Ladislas estrechó a Anielka entre sus brazos para darle un beso demasiado apasionado para no ser el último; luego, apartándose de ella pese a una tentativa desesperada de la joven por retenerlo, se alejó a toda prisa, haciendo ondear al frío viento un abrigo demasiado largo y una bufanda gris.