Anielka no intentó seguirlo. Se acodó en la balaustrada, se inclinó hasta dejar que su cabeza descansara sobre sus brazos y se puso a llorar. Aldo, por su parte, permaneció inmóvil sin saber muy bien qué hacer. No se veía yendo a ofrecer banales palabras de consuelo a la desesperada, pero, por otro lado, le resultaba imposible marcharse y dejarla allí, sola con su pena.

La joven se incorporó y permaneció un rato de pie, con las manos apoyadas en la piedra, muy erguida, mirando el paisaje que se extendía a sus pies; luego se resolvió a irse. En cuanto a Aldo, decidió seguirla. Pero, en lugar de dirigirse hacia la entrada del castillo, la muchacha tomó la escalera que llevaba a orillas del río, cosa que no dejó de inquietar a Morosini, presa de un extraño presentimiento.

A pesar de que el paso del príncipe era ligero y silencioso, ella se percató enseguida de su presencia y echó a correr con una rapidez que le sorprendió. Sus finos pies, calzados con zapatos de ante azul, volaban sobre la grava del camino. Iba directa al río y esta vez, disipada su última duda, Aldo se lanzó en su persecución. Él también corría deprisa; desde su vuelta de la cautividad había tenido tiempo de hacer deporte —natación, atletismo y boxeo— y se encontraba en plena forma física. Sus largas piernas disminuyeron la ventaja de la chica, pero no logró alcanzarla hasta llegar a la orilla misma del Vístula. Ella profirió un grito estridente y se debatió con todas sus fuerzas pronunciando palabras incomprensibles, aunque no parecían muy amables. Él la zarandeó con la esperanza de que callaría y se tranquilizaría.

—¡No me obligue a abofetearla para conseguir que se calme! —dijo en francés, esperando que perteneciera a la mayoría francófona de su país. Su deseo se cumplió.

—¿Quién le ha dicho que necesito que me calmen? Además, ¿por qué se entromete? ¡Vaya idea, dedicarse a perseguir a la gente y abalanzarse sobre ella!

—Cuando la gente se dispone a cometer una solemne tontería, es un deber impedírselo. ¿O acaso va a decirme que no tenía intención de arrojarse al agua?

—Y si fuera así, ¿qué? ¿A usted qué le importa? ¿Lo conozco acaso?

—Reconozco que somos unos desconocidos el uno para el otro, pero quiero que sepa por lo menos una cosa: soy un hombre con gusto y no soporto ver destruir una obra de arte. Eso es lo que usted estaba a punto de hacer, de modo que he intervenido. Y doy gracias a Dios por haberme permitido alcanzarla antes de que se zambullera; no me habría hecho ninguna gracia meterme en esa agua gris que debe de estar helada.

—¿La obra de arte soy yo? —preguntó la joven en un tono un poco más sosegado.

—¿Ve a alguien más? Vamos, jovencita, ¿y si intentara contarme sus penas? Sin querer, al salir del castillo he sido testigo involuntario de una escena que parece haberle causado un gran disgusto. No hablo su lengua, así que no he entendido gran cosa, salvo quizá que usted ama a ese muchacho y que él la ama a usted, pero quiere hacerlo poniendo sus propias condiciones. ¿Me equivoco?

Anielka alzó hacia él una mirada titilante de lágrimas. ¡Qué ojos tan bonitos tenía! Eran exactamente del mismo color que un río de miel al sol. Morosini sintió de pronto un furioso deseo de besarla, pero se contuvo pensando que, después del apasionado beso del enamorado, el suyo sin duda le resultaría desagradable.

—No se equivoca —dijo ella suspirando—. Nos amamos, pero si no puedo ir con él es porque no soy libre.

—¿Está casada?

—No, pero…

La frase quedó en el aire y una expresión de angustia marcó el encantador rostro de la muchacha, que miraba algo por encima del hombro de Morosini. Un tercer personaje acababa de hacer su aparición. Aldo tuvo la certeza de que así era al oír el ruido de una respiración a su espalda. Se volvió. Un hombre tremendamente corpulento y vestido como un sirviente de buena casa estaba detrás de él, con su sombrero hongo en la mano. Sin siquiera dirigirle una mirada, pronunció unas palabras con voz gutural. Anielka bajó la cabeza y se apartó de su compañero.

—¡Qué desagradable es no entender nada! —exclamó este—. ¿Qué ha dicho?

—Que están buscándome por todas partes, que mi padre está muy preocupado… y que debo volver a casa. Discúlpeme.

—¿Quién es?

—Un sirviente de mi padre. Déjeme pasar, por favor.

—Me gustaría volver a verla.

—Pues yo no tengo ningunas ganas, de modo que no hay más que hablar. No le perdonaré nunca que se haya interpuesto en mi camino. De no ser por usted, a estas horas estaría tranquila… Ya voy, Bogdan.

Durante el breve diálogo, el hombre no se había movido, limitándose a tender a la joven el gorro de piel que había perdido mientras corría. Ella lo cogió, pero no se lo puso. Echándose hacia atrás con gesto cansado los largos y sedosos mechones de su cabellera suelta, al tiempo que con la otra mano se ajustaba el abrigo, se dirigió sin volverse hacia la verja del castillo.

Morosini, impresionado, se dio cuenta de que el día se había vuelto gris, oscurecido por la bruma que subía del río. Ninguna mujer lo había tratado nunca con esa mezcla de desprecio y descaro, y había tenido que hacerlo precisamente la única que le había gustado desde su ruptura con Dianora. Ni siquiera sabía su apellido; sólo su encantador nombre de pila. Claro que ella no se había molestado en averiguar el suyo. Aldo se sintió todavía más intrigado que humillado.

Las dos siluetas empezaban a desaparecer en la gran alameda cuando se decidió por fin a ir tras ellas. Echó a correr como si su vida dependiera de ello.

Cuando llegó al imponente pórtico de los pilares rematados por estatuas, a través del cual se accedía al castillo y ante el que el cochero y su vehículo lo esperaban, vio a la joven montar en una limusina negra mientras Bogdan le mantenía abierta la portezuela. Después, este se instaló en el asiento del conductor y arrancó. Morosini ya había llegado a la altura de Boleslas, que, sin duda a falta de otras distracciones, observaba también la partida de la limusina fumando un cigarrillo, y montando en el vehículo ordenó:

—¡Deprisa! ¡Siga a ese coche!

El cochero se echó a reír a carcajadas.

—No creerá que mi caballo puede seguir a un monstruo como ese, ¿verdad? Está muy sano y no quiero matarlo… aunque me ofreciera una fortuna. Pídame otra cosa.

—¿Qué voy a pedirle? —refunfuñó Morosini—. A no ser que sepa de quién es ese coche…

—Eso es algo razonable, ¿ve? Pues claro que lo sé. Habría que estar ciego y ser tonto para no conocer a la chica más guapa de Varsovia. El coche pertenece al conde Solmanski y la señorita se llama Anielka. Debe de tener dieciocho o diecinueve años.

—¡Fantástico! ¿Y sabe dónde viven?

—Por supuesto. ¿Quiere que se lo indique de vuelta al hotel?

—Si lo hace, le estaré muy agradecido —dijo Morosini, tendiéndole un billete que el hombre se guardó sin complejos.

—Eso se llama comprender el agradecimiento —dijo este riendo—. Los Solmanski no viven en la zona del Europa, sino en la Mazowieka.

Volvieron al mismo paso que a la ida, lo que dio a los ocupantes de la limusina tiempo de llegar. Así pues, cuando el coche de punto pasó sin detenerse por delante de su casa, allí todo estaba en calma. Morosini se limitó a apuntar el número y a fijarse en los ornamentos del porche, prometiéndose regresar por la noche. Tal vez fuera una tontería, teniendo en cuenta que se marchaba al día siguiente, pero sentía el vivo deseo de saber un poco más sobre Anielka y de conseguir ver de nuevo su encantador rostro.

Sin embargo, en el hotel lo esperaba una doble sorpresa. Primero en su habitación, donde un rápido vistazo le indicó que había sido visitada. No faltaba nada en su equipaje, todo estaba en orden, pero para un hombre tan observador como él no cabía ninguna duda: habían registrado sus cosas. ¿En busca de qué? Ésa era la cuestión. El único objeto de algún interés, la copia del zafiro, no salía de sus bolsillos. ¿Entonces…? ¿Quién podía tener interés en un viajero que había llegado el día anterior —y por añadidura desconocido— hasta el punto de registrar sus cosas? Era bastante absurdo, pero Morosini se negó a darle más vueltas al asunto. Quizá se tratara de un vulgar ratero de hotel en busca de una ganga en la habitación de un cliente que por su aspecto parecía adinerado. En tal caso, podía resultar instructivo observar un poco la fauna del Europa.

Aldo decidió cenar allí mismo, se aseó rápidamente, se cambió el traje por un esmoquin, salió de la habitación y bajó al vestíbulo, ese corazón palpitante de todo gran hotel que se precie, donde pidió un periódico francés antes de ir a sentarse en un sillón protegido de las corrientes de aire por una enorme aspidistra. Desde allí podía vigilar la puerta giratoria, el mostrador de la recepción, la gran escalera y la entrada del bar.

Como todos los grandes hoteles de una generación que había visto la luz a principios del siglo XX, el Europa hacía gala de una falta total de imaginación en lo relativo a su decoración. Al igual que en su homónimo de Praga, los dorados se codeaban con las vidrieras modern style, los frescos y las estatuas, los apliques y las arañas de bronce. Sin embargo, había algo diferente y bastante simpático: un ambiente más cálido, casi familiar. Las personas que se sentaban en torno a las mesas o en los sillones se saludaban sin conocerse con una sonrisa o un ademán de la cabeza, lo que permitía suponer que pertenecían al pueblo polaco, uno de los más corteses y amables del mundo. Tan sólo una pareja norteamericana que parecía aburrirse prodigiosamente y un viajero belga, rollizo y solitario, que devoraba los periódicos bebiendo cerveza rompían un poco el encanto.

Morosini, que fingía leer, intentaba adivinar observando a aquellas personas —había algunas mujeres bonitas que parecían hermanas más rubias de las que uno se encontraba en París, en el Ritz o en el Claridge— quién podía ser su visitante, cuando de repente sucedió algo: todas las cabezas se volvían hacia la gran escalera, por cuyos peldaños, cubiertos con una alfombra roja, una mujer descendía lentamente. ¿Una mujer? Más bien una diosa a la que Aldo, trasladado muchos años atrás, identificó al primer golpe de vista. El fabuloso abrigo de chinchilla no era el mismo que el de la Navidad de 1913, pero el porte de reina, el rubio nacarado y los ojos de aguamarina eran exactamente igual que como los recordaba: quien se acercaba, dejando arrastrar tras de sí el largo vestido de terciopelo negro ribeteado de la misma piel, era ni más ni menos que Dianora.

Al igual que antes en Venecia, no se apresuraba, sin duda para saborear el silencio provocado por su llegada y las miradas de admiración que se alzaban hacia su luminosa imagen. Se detuvo a media escalera, con una mano apoyada en la barandilla de bronce, y examinó el vestíbulo como si buscara a alguien.

Desde el bar, un joven con frac se precipitó hacia ella subiendo los escalones de dos en dos, con la prisa un poco torpe de un cachorro que ve llegar a su ama. Dianora lo recibió con una sonrisa, pero no se movió; seguía mirando hacia abajo, y Aldo, cuya mirada se cruzó con la suya, se dio cuenta de que era a él a quien observaba, con una ceja un poco levantada por la sorpresa y una sonrisa en los labios.

Morosini dudó un instante sobre el comportamiento que debía adoptar; luego cogió de nuevo el periódico con mano un tanto trémula pero con determinación, totalmente decidido a no dejar traslucir ni un ápice su emoción. Sin embargo, si esperaba escapar a su pasado, se equivocaba. Mientras acababa de bajar la escalera, la joven dijo unas palabras al chico del frac, que pareció un poco sorprendido pero se inclinó y volvió al bar. Morosini, imperturbable, no se movió pese a que una ligera corriente de aire le llevaba una ráfaga de un perfume familiar.

—¿Por qué finges leer como si no me hubieras visto, querido Aldo? —preguntó la voz de sobra conocida—. No es una actitud muy galante. ¿O acaso he cambiado mucho?

Sin la menor prisa, él dejó la hoja impresa y se levantó para inclinarse sobre una pequeña mano en la que resplandecían unos diamantes.

—Sabes muy bien que no, amiga mía. Sigues siendo igual de bella —dijo en un tono sereno que lo sorprendió—, pero es posible que acercándote a mí corras cierto peligro.

—¿Cuál, Dios mío?

—El de no ser bien recibida. ¿No se te ha pasado por la cabeza que yo no desee nuevos encuentros?

—¡No digas tonterías! Hemos compartido momentos agradables, me parece. ¿Por qué no iba a causarnos placer volver a vernos?

Sonriente y segura de sí misma, tomó asiento en un sillón al tiempo que abría el abrigo, lo que permitió a Morosini constatar que había conservado el gusto por las gargantillas altas, que tan bien sentaban a su cuello flexible y delicado. Esta, de esmeraldas y diamantes, era de una rara belleza, y Aldo olvidó por un instante a la joven para admirar sin reserva la joya, una joya que recordaría si la hubiera visto antes y que Dianora no poseía cuando era la esposa de Vendramin. Si hubiera hecho lo que tenía ganas de hacer, habría buscado en su bolsillo la lupa de joyero de la que nunca se separaba para examinar el objeto más de cerca, pero la cortesía exigía que mantuviera la conversación.