—No necesitaba hacerlo. Pero tú no tenías mucha prisa por venir a verme.

—Nunca la tengo cuando no me invitan. Si me hubieras llamado, habría venido inmediatamente.

—Entonces, ¿por qué has venido, si no te he llamado?

—He sentido un vivo deseo de charlar contigo. Antes no tenías la costumbre de acostarte pronto, y tu reunión no se ha prolongado mucho. En realidad, has vuelto temprano. ¿Tan aburrida era?

—Más de lo que puedas imaginar. El conde Solmanski es sin duda un perfecto caballero, pero tan divertido como la puerta de una calabozo, y en su casa se respira un ambiente glacial.

—En ese caso, ¿por qué has ido? Tampoco tenías la costumbre de relacionarte con personas que te desagradaban o te aburrían.

—He aceptado ir a esa cena para complacer a mi marido, con quien Solmanski está en tratos. Por cierto, creo que no te he dicho que he vuelto a casarme.

—Me he enterado por el camarero del bar, con cierta sorpresa, claro; aunque, en definitiva, es una forma como cualquier otra de ser informado. Y hablando de sorpresa, supongo que era ésa la que me reservaba Luisa Casati la otra noche. ¿Ese feliz acontecimiento ha sido reciente?

—No mucho. Llevo casada dos años.

—Mis más sinceras felicitaciones. De modo que ahora eres suiza —añadió Morosini con una sonrisa impertinente—. No es de extrañar que hayas vuelto al hotel tan pronto. La gente se acuesta temprano en ese país; además, es excelente para la salud.

Dianora no pareció apreciar la ironía. Volvió la espalda a su visitante, permitiéndole así admirar la perfección de su silueta en un largo vestido de interior, de fina lana blanca ribeteado de armiño.

—Te conocía como un hombre con más delicadeza —murmuró—. Si deseas decirme cosas desagradables, no voy a tardar en arrepentirme de haberte recibido.

—¿De dónde sacas que quiero desagradarte? Simplemente pensaba que conservabas el sentido del humor de antes. Pero hablemos como buenos amigos y cuéntame cómo te convertiste en la señora Kledermann. ¿Fue un flechazo?

—De ningún modo, al menos en lo que a mí se refiere. Conocí a Moritz en Ginebra, durante la guerra. Enseguida me hizo la corte, pero entonces yo deseaba conservar mi libertad. Seguimos viéndonos y al final acepté casarme con él. Es un hombre que está muy solo.

Morosini encontró la historia un poco corta, y sin embargo sólo se creyó una parte: nunca había conocido a un coleccionista que se sintiera solo; la pasión que alimentaba siempre era suficiente para llenar sus ratos libres, suponiendo que tuviera muchos. Lo cual no debía de ser el caso de un hombre de negocios de su envergadura. No obstante, se guardó sus reflexiones para sí y se limitó a decir indolentemente:

—¿Muy solo, dices? En el mundo en el que ahora me muevo, el de los coleccionistas, tu esposo es bastante conocido, y me parece haber oído comentar que tiene una hija.

—Sí, pero no la conozco mucho. Es una criatura extraña, muy independiente. Viaja sin parar para satisfacer su pasión por el arte. De todas formas, no nos tenemos demasiada simpatía.

Eso, Morosini no lo ponía en duda. ¿Qué hija sensata desearía ver a su padre atrapado por una sirena tan enloquecedora? Dianora se acercó de nuevo a él y su resplandor lo impresionó más que antes, a pesar de que se había quitado todas las joyas para lucir ese sencillo vestido blanco que, al abrirse al caminar, le recordaba que la joven poseía las piernas más bonitas del mundo. Para disfrutar un poco más del espectáculo, retrocedió hacia la chimenea y se apoyó en ella. Se sorprendió preguntándose qué llevaría debajo del vestido. Seguramente no gran cosa.

Para romper el encanto, encendió un cigarrillo y luego preguntó:

—¿Sería una indiscreción preguntarte si te encuentras a gusto en Zurich? Te veo más en París o en Londres. Aunque es cierto que Varsovia es más alegre de lo que creía. Ha sido una sorpresa encontrarte aquí.

—Y para mí también lo ha sido. ¿Qué has venido a hacer?

—Ver a un cliente. Nada apasionante, como ves… No has perdido esa costumbre que tenías de responder a una pregunta con otra pregunta.

—¡No seas pesado! Ya te he respondido. Unos amigos y yo decidimos hacer un viaje por Europa central, pero a ellos no les tentaba venir a Polonia. Así que los dejé en Praga y vine sola para hacerle esta visita a Solmanski, pero me reúno de nuevo con ellos mañana en Viena. ¿Satisfecho esta vez?

—¿Por qué no? Aunque me cuesta verte como una mujer de negocios.

—El término es excesivo. Digamos que soy para Moritz una… recadera de lujo. Soy algo así como su escaparate; está muy orgulloso de mí.

—¡Y con razón! ¿Quién podría llevar mejor que tú las amatistas de Catalina la Grande o la esmeralda de Moctezuma?

—Por no hablar de algunos aderezos comprados a una o dos grandes duquesas escapadas de la revolución rusa. El que llevaba esta noche es uno de ellos. Pero nunca he tenido el privilegio de lucir las joyas históricas; Moritz les tiene demasiado apego. Bueno, veo que sabes muchas cosas…

—Es mi oficio. Si no lo sabes, te lo digo: soy experto en joyas antiguas.

—Sí, lo sé… Pero ¿no podríamos hablar de otro tema que no sea mi marido?

Dianora se levantó del brazo del sillón en el que estaba apoyada, no sin mostrar un muslo escultural, y se dirigió hacia el príncipe sabiendo que le sería imposible escapar sin hacer una maniobra ridícula, pues la chimenea se lo impedía.

—¿Cuál, por ejemplo?

—Nosotros. ¿No estás impresionado por esta asombrosa coincidencia que ha hecho que volvamos a encontrarnos después de tantos años? Yo me siento inclinada a verla como… una señal del destino.

—Si el destino hubiera decidido intervenir en esto, nos habríamos encontrado antes de que te casaras con Kledermann. Tiene una presencia que debe tomarse en consideración.

—¡No hasta tal extremo! Por el momento está en la otra punta del mundo. En Río de Janeiro, para ser más exacta, y tú estás muy cerca de mí. Antes éramos grandes amigos, creo recordar.

Con una grosería deliberada, Aldo expulsó el humo del cigarrillo, aunque sin enviarlo hacia la cara de la joven, como si esperara que lo protegiese de ese encanto incomparable que emanaba de ella.

—Nunca hemos sido amigos, Dianora —dijo con dureza—. Éramos amantes… apasionados, creo, y fuiste tú quien decidiste romper. No es posible pegar los trozos de una pasión.

—Una hoguera que se cree apagada puede reavivarse con ardor. A mí me gusta aprovechar lo que ofrece cada instante, Aldo, y esperaba que a ti te ocurriera lo mismo. No te propongo una relación, sino un simple regreso momentáneo a un magnífico pasado. Nunca has estado tan seductor…

Dianora estaba contra él, demasiado cerca para la paz de su alma y de sus sentidos. El cigarrillo cayó a sus pies. —Estás guapísima…

Había sido un susurro, pero ella estaba tan cerca… Un instante después, el vestido blanco caía sobre el brazo con el que Aldo rodeaba la cintura de la joven, demostrándole que no se había, equivocado: no llevaba nada debajo. El contacto de aquella piel divinamente sedosa acabó de desencadenar un deseo que el hombre ya no tenía ningunas ganas de contener.



Mientras volvía a su habitación a la hora en que los sirvientes del hotel empezaban a colocar delante de las puertas los zapatos lustrosos de los clientes, Morosini se sentía molido de cansancio a la vez que ligero como una pluma. Lo que acababa de suceder lo rejuvenecía diez años, dejándole al mismo tiempo una extraordinaria impresión de libertad. Tal vez porque entre ellos ya no se trataba de amor, sino de la búsqueda de un acuerdo perfecto que se había producido con toda naturalidad. Sus cuerpos se habían vuelto a unir, se habían adaptado el uno al otro de un modo espontáneo y habían desgranado casi alegremente el rosario de caricias de antaño, que, sin embargo, les parecían completamente nuevas. Nada de preguntas, nada de promesas, nada de confesiones que ya no tendrían sentido sino el sabor a la vez áspero y delicado de un placer que seguramente eran el único que podían darse. El cuerpo de Dianora era un objeto artístico hecho para el amor. Sabía proporcionar raros deleites que Aldo, sin embargo, no trataría de repetir. Su último beso había sido realmente el último, dado y recibido en una encrucijada de caminos que se separaban sin que él, pese a todo, lo lamentara.

Tal como ella le había dicho riendo, «el tiempo pasado había vuelto», pero sólo por unas horas. El verdadero adiós seguía siendo el de la carretera a orillas del lago de Como, y Morosini descubrió que eso no le hacía sufrir. Tal vez porque en el transcurso de esa noche ardiente, otro rostro se superpuso como una máscara sobre el de Dianora.

«Mañana, mejor dicho, dentro de un rato —pensó mientras se metía bajo las sábanas para dormir un poco—, tendré que intentar volver a verla. Y si no lo consigo, regresaré a Varsovia.»

Era un pensamiento absurdo pero agradable. Esa sensación de libertad nueva no lo abandonaba. Sabía muy bien que tendría que contar con la misión que le había encomendado Simon Aronov y que esta no le dejaría mucho tiempo para correr tras unas faldas, por arrebatadoras que fuesen.

El delicioso sueño que acunó su descanso se interrumpió súbitamente con la bandeja del desayuno que hacia las nueve le llevó un camarero con uniforme negro. Entre la cafetera plateada y la cesta de brioches había una carta. Como en el sobre sólo ponía su nombre, la cogió con una sonrisa divertida: ¿tenía Dianora algo más que decirle, pese a sus últimas palabras? En el fondo, sería muy femenino.

Pero lo que leyó no se parecía en nada a un mensaje de Cupido. Eran unas pocas palabras escritas en una hoja blanca con una letra varonil:

«Élie Amschel fue asesinado anoche. No salga del hotel hasta el momento de ir a la estación y permanezca alerta.»

No había firma. Sólo la estrella de Salomón.


4

Los viajeros del Nord-Express

«Odjadz!… Odjadz!»

Amplificada por el altavoz, la voz vibrante del jefe de estación invitaba a los viajeros a montar en el tren. El Nord-Express, que dos veces a la semana ampliaba su recorrido de Berlín a Varsovia y a la inversa, estaba por arrancar, soltando un chorro de vapor, para trazar de un extremo a otro de Europa una raya de acero azul. Mil seiscientos cuarenta kilómetros recorridos en veintidós horas y veinte minutos.

Hacía tan sólo dos años que uno de los trenes más rápidos y lujosos de antes de la guerra había vuelto a realizar su recorrido. El conflicto había dejado numerosas y dolorosas heridas, pero la comunicación entre los hombres, las ciudades y los países debía renacer. Como el material había sufrido muchos daños, enseguida se dieron cuenta de que había que reemplazarlo, y ese año de 1922 la Compañía Internacional de los Coches Cama y los Grandes Expresos Europeos se enorgullecía de ofrecer a sus pasajeros largos coches nuevos, de color azul noche con una franja amarilla, recién salidos de fábricas inglesas y dotados de un confort que contaba con la aprobación general.

Acurrucado junto a la ventanilla de su compartimento individual, con las cortinas medio corridas, Morosini seguía con los ojos la actividad de los últimos instantes en el andén. El grito del jefe de estación acababa de inmovilizarlo todo. Algunas manos se agitaban todavía, y algunos pañuelos, pero en las miradas había esa especie de tristeza que tiñe las grandes despedidas. Ya no se hablaba casi —una palabra, una recomendación— y poco a poco se instauraba el silencio. El mismo que en el teatro cuando suena el tercer aviso.

Se oyeron unos portazos, luego un estridente toque de silbato, y el tren se estremeció, gimió como si le resultara doloroso separarse de la estación. Con una lentitud majestuosa, el convoy se deslizó sobre los raíles, su trepidación acompasada empezó a dejarse oír, se aceleró y, finalmente, al sonar un último toque de silbato, este triunfal, la locomotora se lanzó en medio de la noche en dirección oeste. Habían partido por fin.

Con una sensación de alivio, Morosini se levantó, dejó sobre los cojines de terciopelo marrón la gorra y el abrigo, después de habérselos quitado, y se estiró bostezando. Pasarse el día sin hacer nada, aparte de ir de un lado para otro en la habitación de un hotel, lo había cansado más que si hubiera corrido varias horas al aire libre. La causa era el nerviosismo. No el miedo. Si había decidido seguir las recomendaciones de Simon Aronov era porque hubiese sido una insensatez no tomárselas en serio. La muerte de su hombre de confianza debía de contrariar suficientemente al Cojo —tal vez incluso entristecerlo— para exponerse a hacerle perder, unas horas más tarde, al emisario en el que tenía depositadas todas sus esperanzas. Así pues, había sido preciso quedarse allí, privarse del placer de salir a vagar por la Mazowiecka o incluso de sentarse un rato en la taberna Fukier. Es cierto, que el tiempo, que había empeorado de nuevo, esta vez con abundantes chaparrones, no invitaba mucho a dar paseos, aunque fueran sentimentales.