—Deje mi edad tranquila —masculló Aldo, más divertido que ofendido. Era evidente que ante aquella chiquilla sus sienes ligeramente plateadas debían de darle aspecto de patriarca—. Y ahora, ¿qué piensa hacer? ¿Probar el agua del Sena cuando llegue a París? ¿O arrojarse bajo las ruedas del metro?

—¡Qué horror!

—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que habría pasado si hubiera conseguido abrir la puerta hace un momento? El resultado habría sido exactamente el mismo: podía haber acabado bajo las ruedas… o quedarse lisiada. El suicidio es un arte, si uno quiere dejar tras de sí una imagen soportable.

—¡Calle!

Se había quedado tan pálida que Aldo se preguntó si no debería llamar al empleado para pedirle otra ración de coñac, pero ella no le dejó tiempo para tomar una decisión.

—¿Quiere ayudarme? —preguntó de pronto—. Se ha interpuesto dos veces entre mis planes y yo, lo que me lleva a la conclusión de que le intereso un poco. En tal caso, deseará acudir en mi auxilio.

—Deseo ayudarla, claro que sí. Si es que está en mi mano…

—¿Ya empieza a poner reparos?

—No es eso. Si tiene alguna sugerencia, expóngala y la discutiremos.

—¿A qué hora llega el tren a Berlín?

—Hacia las cuatro de la madrugada, creo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque será mi única oportunidad. A esa hora, todo el mundo estará durmiendo…

—Salvo el empleado ferroviario, los viajeros que bajen y los que suban —dijo Morosini, a quien el giro que estaba dando la conversación empezaba a inquietar—. ¿Qué está tramando?

—Un plan sencillo y fácil: usted me ayuda a bajar de este tren y desaparecemos juntos en la noche.

—¿Quiere que…?

—Que nos vayamos juntos, usted y yo. Es una locura, lo sé, pero ¿no vale la pena cometer una locura por mí? Incluso podrá casarse conmigo, si quiere.

Sintió un mareo mientras su imaginación le ofrecía toda una galería de estampas encantadoras: ella y él huyendo en un coche hasta Praga para tomar allí un tren que los llevaría a Viena y luego a Venecia, donde ella sería suya… ¡Sería una princesa Morosini adorable! El viejo palacio quedaría completamente iluminado por su rubia cabellera… El problema era que ese futuro novelesco tenía más de sueño que de realidad, y siempre llega un momento en que el sueño acaba y en que la caída resulta más dolorosa cuanto más arriba se ha subido. Anielka era sin duda alguna la tentación más seductora que había tenido desde hacía mucho tiempo. Su imagen le había permitido luchar en igualdad de condiciones con Dianora, pero otra imagen borró súbitamente su encantador rostro: la de un hombrecillo vestido de negro y tendido en medio de un charco de sangre, un hombrecillo que ya no tenía rostro; y luego oyó una voz profunda y suplicante que nunca había pronunciado las palabras que Aldo escuchaba: «Ahora sólo le tengo a usted. No abandone mi causa.»

Sin embargo, algo le decía que huir con la joven sería dar la espalda al hombre del gueto y renunciar quizás a desenmascarar algún día al asesino de su madre. ¿La amaba lo suficiente para llegar a ese extremo? ¿La amaba siquiera? Le gustaba, lo atraía y excitaba su deseo, pero, tal como ella decía, ya no tenía la edad de los amores novelescos.

Su silencio impacientó a la joven.

—¿No se le ocurre nada que decir?

—Reconocerá que semejante propuesta merece algo de reflexión. ¿Qué edad tiene, Anielka?

—La de ser desdichada. Tengo diecinueve años.

—Me lo temía. ¿Sabe qué sucedería si la raptara? Su padre estaría en su derecho de llevarme ante cualquier tribunal de cualquier país de Europa por incitación al libertinaje y corrupción de una menor.

—Oh, haría mucho más que eso. Es capaz de pegarle un tiro en la cabeza.

—A no ser que yo se lo impida matándolo primero, lo que nos pondría en una situación más complicada aún.

—Si me amara, eso no tendría ninguna importancia.

¡Inefable inconsciencia de la juventud! Aldo se sintió de golpe mucho más viejo.

—¿He dicho yo que la ame? —repuso con una gran dulzura—. Si le dijera lo que me inspira, seguramente se sentiría… muy contrariada. Pero pongamos los pies en el suelo, si no le importa, y tratemos de examinar la situación con realismo.

—¿No quiere bajar en Berlín conmigo?

—Sería la peor locura que podríamos cometer. La Alemania actual es el país menos Romántico del universo.

—Entonces bajaré sola —dijo ella, tozuda.

—¡No diga tonterías! Por el momento, lo único inteligente que puede hacer es volver a su compartimento y descansar unas horas. Yo necesito pensar. Es posible que en París pueda ayudarla, mientras que en Alemania ni siquiera podría ayudarme a mí mismo.

—Muy bien. Yo sé qué es lo que tengo que hacer.

Se había levantado, había tirado la pelliza con rabia y se precipitaba hacia la puerta. Morosini la atrapó justo a tiempo y consiguió dominarla de nuevo estrechándola contra sí.

—Deje de comportarse como una niña y escuche esto: es fácil amarla…, demasiado fácil quizá, y cuanto más la conozco, menos soporto la idea de su matrimonio.

—Si pudiera creerlo…

—¿Creerá esto?

La besó con un ardor y una avidez que a él mismo le sorprendieron. Tuvo la sensación de beber de una fuente fresca después de una larga carrera bajo el sol, de sumergir la cara en un ramo de flores… Tras una breve resistencia, Anielka se abandonó con un leve suspiro de felicidad, dejando que su joven cuerpo se ciñera al de su compañero. Eso la salvó de ser tumbada en la litera y tratada como una chica cualquiera en una ciudad tomada. Una especie de alarma se encendió en el cerebro de Aldo, que la apartó de sí.

—Es justo lo que yo decía —dijo con una sonrisa que acabó de desarmar a la joven—. Amarla es la cosa más natural del mundo. Ahora váyase a dormir y prométame que nos veremos mañana. Vamos, prométalo.

—Se lo juro.

Esta vez fue ella quien rozó con sus labios los de Aldo, cuya mano descorrió el pestillo antes de abrir la puerta. Y en el momento en que la cruzaba, se dio de bruces con su padre. Profiriendo un débil grito, trató de cerrarla, pero Solmanski ya había entrado.

Cabía esperar una explosión de furor, pero no sucedió nada parecido. Solmanski se limitó a mirar de hito en hito a su hija, que temblaba como una hoja al viento, y a ordenar:

—Vuelve a tu camarote y no salgas de allí. Wanda te espera y tiene órdenes de no apartarse de ti ni de día ni de noche.

—Es imposible —balbució la joven—. Sólo hay una litera y…

—Se acostará en el suelo. Por una noche, no se morirá, y así estaré seguro de que tu puerta no volverá a abrirse. Vete.

Anielka salió con la cabeza gacha del compartimento, dejando a su padre frente a un Morosini más despreocupado de lo que hubiera cabido esperar en semejantes circunstancias: estaba encendiendo un cigarrillo y tomó la iniciativa de abrir fuego.

—Aunque las apariencias no abogan en mi favor, puedo asegurarle que se equivoca sobre lo que acaba de suceder aquí. No obstante, estoy a su disposición —concluyó fríamente.

Una sonrisa burlona distendió un poco el semblante pétreo del polaco.

—En otras palabras, ¿está dispuesto a batirse por una falta que no ha cometido?

—Exacto.

—No será necesario, y tampoco voy a exigirle que se case con mi hija. Sé lo que ha pasado.

—¿Cómo es posible?

—Por el empleado. Hace un momento, quería decirle una cosa a Anielka y he ido a su cabina. Al encontrarla vacía, le he preguntado a él. Me ha contado que usted había impedido que mi hija cometiera un acto irreparable y después había tratado de reconfortarla. De modo que lo que le debo es mi agradecimiento. Se lo doy —añadió en el mismo tono con el que habría anunciado que iba a enviar a sus testigos—. Sin embargo, necesito saber cómo ha justificado Anielka su intento ante usted.

—Sus intentos —rectificó Morosini—. Es la segunda vez que impido a la joven condesa destruirse. Mientras visitaba anteayer el castillo de Wilanow, tuve la suerte de sujetarla en el momento en que iba a arrojarse al Vístula. Creo que debería prestarle más atención; está llevándola a un matrimonio que la sume en la desesperación.

—Se le pasará pronto. El hombre que le destino tiene todo lo necesario para ser el mejor de los esposos y dista mucho de ser repugnante. Más adelante reconocerá que yo tenía razón. Por el momento se ha encaprichado de una especie de estudiante nihilista del que sólo puede esperar sinsabores y tal vez la infelicidad. Ya sabe lo que pasa con esos amores adolescentes.

—Desde luego, pero pueden acabar de forma dramática.

—Tenga la seguridad de que velaré para que no se produzca ningún drama. Gracias de nuevo. Ah, ¿puedo pedirle que no comente el incidente de esta noche? Mañana servirán a mi hija las comidas en su cabina; eso le evitará encuentros embarazosos.

—No es necesario que me pida silencio —dijo Morosini con tirantez—. No soy de los que van por ahí contando chismes. Si no tiene nada más que decirme, podríamos zanjar el asunto.

—Eso es exactamente lo que deseo. Buenas noches, príncipe.

—Buenas noches.

Cuando el Nord-Express entró en la estación de Berlín-Friedrichstrasse, la estación central donde debía parar una media hora, Morosini se puso unos pantalones, los zapatos y la pelliza y bajó al andén. Tras las cortinas corridas, el tren permanecía en silencio. A esa hora, la más oscura de la noche, hacía frío y humedad, el ambiente era el menos propicio posible para pasear, y sin embargo, incapaz de apartar de su mente una sorda inquietud, Morosini recorrió arriba y abajo el andén manteniéndose alerta, observando los movimientos, o más bien la ausencia de movimiento, en los diferentes compartimentos hasta que el empleado de los ferrocarriles fue a decirle que iban a ponerse en marcha. Sintió una viva satisfacción al regresar al suave calor de su alojamiento ambulante y la comodidad de su litera, en la que se tendió exhalando un suspiro de alivio. Anielka debía de dormir a pierna suelta y él se apresuró a hacer lo mismo.

Pese a las distracciones que ofrecía el paso por las diferentes aduanas, el viaje a través de Alemania por Hannover, Düsseldorf y Aquisgrán, después a través de Bélgica por Lieja y Namur, y finalmente a través del norte de Francia por Jeumont, Saint-Quentin y Compiègne, bajo un cielo uniformemente gris y tristón, le pareció de una gran monotonía. Había muy poca gente en el vagón restaurante cuando tomó el desayuno, y a mediodía, como decidió esperar al segundo turno para poder quedarse más tiempo sentado a la mesa, no coincidió con los Solmanski. Vio al joven Sigismond discutiendo en el pasillo con un viajero belga. El apuesto joven parecía de un humor de perros; si había jugado esa noche, debía de haber perdido. En cuanto a Anielka, tal como su padre había anunciado, no se dejó ver. Aldo lo lamentó, pues era un auténtico placer contemplar su encantador rostro.

Asimismo, se apresuró a bajar cuando el tren finalizó su largo recorrido en la estación del Norte, en París. Se apostó en la entrada del andén y, protegido por uno de los enormes pilares de hierro, esperó a que el río de pasajeros pasara. Como no sabía dónde iban a alojarse los Solmanski, esperaba poder seguirlos. Otra cosa le intrigaba también: el nombre del futuro esposo. Anielka había dicho que era uno de los hombres más ricos de Europa, pero no podía tratarse de un Rothschild, pues, como buena polaca, la joven debía de ser católica.

Estos pensamientos entretuvieron la larga espera. Las personas a las que acechaba no se apresuraban a aparecer. De pronto los vio acercarse, seguidos de Bogdan y de una doncella y rodeados de un buen número de porteadores, así como de curiosos atraídos por una elegancia realmente insólita fuera de los viajes oficiales. Los dos hombres llevaban chaqué y sombrero de copa. En cuanto a la joven, tocada con un encantador tricornio de terciopelo envuelto en un velo, era una sinfonía de terciopelos y zorro azul. Estaba tan guapa que Morosini no pudo evitar adelantarse un poco para admirarla mejor.

Y de repente, sufrió una auténtica conmoción: en la abertura del gran cuello de piel, sobre el delicado cuello de Anielka, una joya fastuosa brillaba lanzando destellos de un azul profundo, un colgante que Aldo reconoció perfectamente, el zafiro visigodo del que él tenía en el bolsillo una copia exacta.

Fue una visión tan brutal que tuvo que apoyarse un momento en el pilar y frotarse los ojos para asegurarse de que no estaba soñando. Luego, la sorpresa dejó paso a la cólera y olvidó que estaba a punto de enamorarse de esa mujer que se atrevía a lucir una piedra robada al precio de un asesinato, una «piedra roja», utilizando el lenguaje de los encubridores, que casi siempre se niegan a tocar un objeto por el que se ha matado. ¡Y había tenido la increíble desfachatez de afirmar que el zafiro era un legado de su madre, cuando no podía ignorar cuáles eran los bienes familiares!