Su breve desfallecimiento salvó a Morosini de reaccionar irreflexivamente. Si se hubiera dejado guiar por su indignación y su furor, se habría precipitado sobre la joven para arrebatarle el colgante y escupirle a la cara su desprecio, pero recuperó a tiempo la sensatez. Lo que hacía falta era averiguar adónde iba aquella familia y vigilarla de cerca. Cogiendo sus maletas, que no había dejado en manos de ningún mozo de equipajes, se lanzó tras los pasos del trío.
No resultaba difícil: los sombreros brillantes de los dos hombres sobresalían por encima de las cabezas. Al llegar a la entrada de la estación, Morosini los vio dirigirse hacia un suntuoso Rolls-Royce con chófer y lacayo, junto al cual esperaba un joven con aspecto de secretario. Entre tanto, los sirvientes y los porteadores se encaminaban hacia un vasto furgón destinado al equipaje.
Aldo, por su parte, corrió hacia un taxi en el que se metió con las maletas al tiempo que ordenaba:
—¡Siga a ese coche y no lo pierda bajo ningún pretexto!
El chofer volvió hacia él un bigote de estilo Clemenceau y una mirada burlona.
—¿Es policía? No lo parece.
—Lo que soy da igual. Haga lo que le digo y no lo lamentará.
—Tranquilo, amigo. Vamos allá.
Y el taxi, girando con una maestría y una rapidez que estuvieron a punto de tirar a su pasajero al suelo, se impuso el deber de seguir al gran coche.
Segunda Parte
los habitantes del parque monceau
5
Lo que puede encontrarse en un arbusto
El taxi de Aldo no tuvo ninguna dificultad en seguir a la limusina. Esta circulaba a la velocidad serena y majestuosa apropiada para tan noble vehículo, preocupada sin duda por zarandear lo menos posible a unos viajeros que acababan de soportar un largo trayecto. Por el bulevar Denain y la calle La Fayette, accedieron al bulevar Haussmann y lo siguieron hasta la calle de Courcelles para llegar finalmente a las inmediaciones del parque Monceau. Morosini había ido demasiadas veces a París como para no orientarse. Suponía que el largo coche negro debía de pertenecer a lo que llamaban los barrios buenos, pero aun así le sorprendió ver que ante él se abría la verja de una gran mansión de la calle Alfred-de-Vigny, contigua a otra a la que había ido en varias ocasiones: la de la marquesa de Sommières, su tía abuela, que era madrina de su madre y que, hasta la muerte de esta, había ido todos los otoños a pasar unos días a Venecia por el placer de abrazar a su ahijada, por la que sentía ternura.
Como hombre conocedor de su oficio, el chófer de Aldo dejó atrás la casa donde acababa de entrar el Rolls-Royce y se detuvo un poco más lejos, delante de la puerta de la señora Sommières.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, dirigiéndose a su cliente.
—Si no tiene prisa, déjeme pensar un momento.
—Yo tengo todo el tiempo del mundo, y mientras el contador funcione… ¡Mire! Parece que las personas que le interesan van a vivir ahí. Lo que llega ahora son las maletas, ¿no?
En efecto, la especie de ómnibus que esperaba delante de la estación y hacia el que se habían dirigido los porteadores y las carretillas cargadas de baúles, guiados por el gigantesco Bogdan, se había detenido frente a la puerta cochera esperando que la abrieran. Esto sumió a Morosini en profundas reflexiones.
Cuando iba a París acostumbraba a hospedarse en el hotel Ritz, debido a las múltiples atenciones del establecimiento, a su encanto y también a que estaba cerca de la tienda de su amigo Gilles Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, pero esa noche el príncipe se habría inclinado sin vacilar por un hotel modesto, suponiendo que hubiera habido uno frente a la casa que acababa de engullir su zafiro y a la bella Anielka, En caso necesario, una tienda de peón caminero instalada en la calle habría servido, pues le producía repugnancia alejarse de un lugar que lo atraía tanto. Incluso el hotel Royal-Monceau, que estaba a tiro de piedra, le parecía demasiado alejado.
Lo ideal habría sido instalarse en casa de la anciana marquesa, pero estaban a finales de abril y desde hacía lustros la señora Sommières, apegada a sus costumbres, cerraba su mansión parisiense el 15 de ese mes e iniciaba lo que ella llamaba su «gira por los castillos». Primero los de la familia, a los que la noble dama dedicaba primavera y verano, con una breve estancia en Vichy a modo de suplemento, mientras que el otoño lo reservaba a los viajes al extranjero: Venecia siempre, y a veces Roma, Viena, Londres o Montreux.
Como eran parientes, Aldo empezaba a acariciar la idea de llamar a la vivienda del portero y pedirle hospitalidad, aun a riesgo de tener que acampar entre sillones cubiertos con fundas, cuando en el silencio de la calle sonaron unos pasos firmes acercándose hasta que se detuvieron entre el taxi y la puerta de la marquesa. Una cabeza se inclinó entonces para ver quién estaba en el interior de aquel vehículo. Aldo contuvo un grito de entusiasmo: la cara que había aparecido tras el cristal era la de Marie-Angéline du Plan-Crépin, lectora, señorita de compañía y chica para todo de la señora Sommières. Si ella estaba allí, eso significaba que la anciana dama no andaba lejos.
Morosini salió del coche después de haber pedido al taxista que esperase un poco más y se precipitó hacia ella con tanta alegría como si hubiera sido el Santo Grial y él el caballero Galaad.
—¿Usted aquí? ¡Qué suerte tan inesperada, Dios mío!
Como había empezado a oscurecer, ella no lo reconoció enseguida y retrocedió hasta la puerta santiguándose varias veces.
—Pero, señor, su comportamiento es inconcebible…
Por suerte, el farolero acababa de llegar y la escena se encontró enseguida mejor iluminada. De pronto, la solterona indignada se transformó en tórtola arrulladora.
—¡Jesús bendito! ¡El príncipe Aldo! —dijo en un tono cercano al éxtasis—. ¡Qué increíble sorpresa! Nuestra querida marquesa se va a poner contentísima.
—Entonces, ¿está todavía aquí? Yo creía que ya se había ido a hacer su recorrido habitual.
—Me temo que este año va a ser difícil. Nuestra querida marquesa sufrió una desgraciada caída en el cuarto de baño y se rompió tres costillas; debe hacer todo el reposo posible, lo que no contribuye a mejorar su humor.
—En tal caso, quizá no sea un momento adecuado para importunarla. Debe de necesitar mucha tranquilidad.
Empezaban a caer una gotas, y la señorita Angéline, después de levantar una mano desenguantada para asegurarse de que llovía, abrió el gran paraguas puntiagudo que llevaba.
—Eso es lo que dice el médico, pero no lo que ella cree. Su visita va a colmarla de alegría. Se aburre mortalmente.
—¿De verdad? ¿Cree que aceptará albergarme aquí unos días? Acabo de llegar de Polonia, no reservé habitación en mi hotel habitual y resulta que está completo, y la verdad es que no tengo muchas ganas de probar otro.
—¡Virgen Santa, se va a volver loca de alegría! ¡Lo bien que nos lo vamos a pasar! Usted va a ser un verdadero rayo de sol para ella. Entre, entre.
Marie-Angéline casi se ahogaba mientras registraba frenéticamente su bolso en busca de la llave, complicada operación que hizo caer el paraguas, atrapado al vuelo por Morosini. Desesperada, tiró de la campanilla para llamar al portero.
—Tómese el tiempo que necesite —aconsejó Aldo—. Yo voy a pagar al taxista y a coger las maletas.
Mientras este se alejaba, lleno de admiración por un cliente capaz de alojarse donde quería dirigiéndose a la primera persona que encontraba en la calle, el portero, recién salido de un dibujo de Daumier, hacía su aparición y al ver al visitante se deshacía en manifestaciones de alegría, tal vez nacidas en parte del hecho de que veía asomar en el horizonte algunas agradables gratificaciones. En la casa se conocía la generosidad de Morosini. Después le tocó a Cyprien, el mayordomo de la señora Sommières, que en toda su vida sólo la había querido a ella y a las escasas personas por las que ella sentía cariño.
Cyprien era todo un personaje. Nacido en el castillo de Faucherolles, donde vivían los padres de la señora Sommières, unos años antes que esta, desde su nacimiento profesaba por la futura marquesa una especie de devoción deslumbrada que no había decaído. «La señorita Amélie» había sido y seguía siendo —aunque sólo cuando no había peligro de que ella lo oyera— «nuestra pequeña señorita». A la interesada, que no lo ignoraba, le producía una irritación teñida de vaga ternura: «¡Viejo loco! —decía—. Ser a los setenta y cinco años bien cumplidos la "pequeña señorita" de un octogenario es el colmo del ridículo.»
Pero, consciente de que le daría un disgusto, se guardaba mucho de prohibírselo y cuando no había nadie lo tuteaba como en los tiempos de la infancia, escandalizando a su dama de compañía y prima, que veía el tratamiento como una muestra de reprensible intimidad. Cyprien, por su lado, profesaba a esta última una firme aversión en pago por sus malos pensamientos.
La llegada de Aldo emocionó al viejo sirviente. Este decidió ir de inmediato a anunciar al visitante a su señora, pero Marie-Angéline trató de impedírselo:
—He sido yo quien ha encontrado al príncipe y seré yo quien vaya a anunciar la buena noticia —dijo en el tono excitado de una niña caprichosa—. Usted limítese a ir a preparar una habitación y a advertir a la cocinera.
—Lo siento, señorita, pero anunciar a los visitantes es una de mis funciones y no renunciaré a ella. Sobre todo hoy. ¡Nuestra… la señora marquesa va a sentirse tan feliz!
—Precisamente por eso seré yo…
La discusión amenazaba con prolongarse, de modo que Morosini decidió anunciarse él mismo y empezó a cruzar las habitaciones de recepción para llegar al sitio donde estaba prácticamente seguro de encontrar a su anfitriona: el invernadero, que era donde se hallaba más a gusto cuando estaba en París.
La mansión databa del Segundo Imperio y los salones pertenecían a la misma época, pues su propietaria actual nunca había considerado necesario cambiar absolutamente nada. Guardaban a la vez cierto parecido con los de la princesa Mathilde y con el Ministerio de Finanzas. Era el triunfo del estilo «tapicero»: un cúmulo de felpas, terciopelos, flecos y pasamanería —borlas, galones, trencillas y entorchados— sobre un archipiélago de sillones acolchados, confidentes y divanes redondos que permitían extender armoniosamente los miriñaques, salpicado de mesas de ébano taraceado bajo enormes arañas con colgantes de cristal. Había también jarrones más o menos chinos de los que surgían aspidistras gigantes que ascendían hasta techos dorados y en ocasiones ocultaban las paredes igualmente doradas, repletas de anodinas alegorías debidas al pincel laborioso de émulos de Vasari.
Morosini detestaba ese conjunto pomposo. La señora Sommières también, y si, al morir su esposo, había decidido marcharse de la mansión familiar de Saint-Germain y dejarla a disposición exclusiva de su hijo para instalarse en esta, que había heredado, era por el parque Monceau, cuya exuberante vegetación se extendía bajo las ventanas traseras, más allá del pequeño jardín privado, así como por el retorcido placer de contrariar a su nuera y de fastidiar a la familia en general.
La donante de ese palacio neogótico, casada en el ocaso de la vida con uno de sus tíos, muy conocido en la jarana parisina, había sido una de esas «tigresas» cuyas alcobas perfumadas frecuentaban asiduamente los aristócratas franceses, belgas e ingleses, y los grandes duques rusos. Dotada de una belleza capaz de condenar a todo un monasterio de trapenses, Anna Deschamps había arruinado a más de un caballero y, antes de convertirse en la esposa de Gaston de Faucherolles, había amasado una significativa fortuna que le había permitido mimar en sus últimos días a un marido arruinado y despreciado por los suyos.
Naturalmente, el matrimonio no tuvo hijos. Pero la antigua cortesana conoció un día, por pura casualidad, a la pequeña Amélie y se encaprichó de ella, y cuando hizo testamento la nombró su heredera universal. Si Amélie hubiera sido menor, seguramente los Faucherolles habrían rechazado con altivez la sospechosa donación —aunque nadie puede asegurarlo—, pero ya estaba casada y su esposo veía el hecho con mirada divertida y mucho más benigna. Por consejo suyo, la señora Sommières aceptó el testamento, repartió el dinero entre obras de caridad y misas por el descanso del alma de la difunta pecadora y se quedó la casa, decisión por la que nunca dejó de felicitarse.
Mientras los entarimados recubiertos de alfombras crujían bajo sus pies, Morosini oyó salir una voz furiosa de la jaula de cristal decorada con pinturas japonesas —cañas, recolección de té, mujeres en kimono— que cerraba la noble hilera de estancias. Una voz acompañada, a modo de contrapunto, de enérgicos golpes de bastón en el suelo.
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