Lo que era casi verdad, pues la señora Sommières detestaba un utensilio que consideraba indiscreto, poco digno e irritante. «No soporto que me "llamen" como si fuera una sirvienta —decía—. Ese aparato jamás entrará en mi casa.» En realidad, se había instalado uno para las necesidades de la casa, pero en la garita del portero.

Tras dejar la calle Jouffroy, Morosini tomó el camino de regreso. Sin embargo, al llegar ante la verja de la Rotonda, que comunicaba el parque Monceau con el bulevar de Courcelles, se dejó tentar por un paseo bajo las enramadas del jardín, que antaño animaban con su gracia las bellas amigas de los duques de Orleans. A través de las hojas de los castaños en flor, dardos de sol alcanzaban el césped y los paseos poblados de niñeras con uniforme azul y blanco, que empujaban cochecitos de lujo con bebés mofletudos en su interior o vigilaban a niños bien vestidos que corrían detrás de aros.

Aldo prefería un rincón más romántico y se dirigió a la Naumaquia, cuya columnata en semicírculo delimitaba una alameda. Allí, los rayos dorados jugaban a placer con el agua espejeante del pequeño lago que el paseante se disponía a rodear cuando apareció una clara silueta que identificó con una sola mirada: vestida con un traje de chaqueta gris claro, animado por un alegre fular de seda con pintas verdes, Anielka caminaba directamente hacia él aunque ajena por completo a su presencia, distraída observando los retozos de una familia de patos.

Dominado por una súbita alegría Aldo se las arregló para cerrar el paso a la joven. Luego, viendo que parecía de ánimo melancólico y dejando a un lado sus sospechas, la saludó como lo hubiera hecho el Arlequín de la comedia del arte y no se resistió al placer de parodiar a Moliere:

—Encontraros en este lugar me hace sentir feliz en él, condesa. ¿Será realmente esto el jardín encantado?

Anielka ni siquiera sonrió. Sus grandes ojos dorados miraron con una especie de inquietud al hombre de aspecto despreocupado que tenía enfrente, sin parecer ni por asomo sensible al brillo insolente de sus iris azules y de sus blancos dientes.

—Le pido perdón, señor, pero ¿acaso nos conocemos?

Parecía tan sorprendida que la inexplicable alegría de Morosini desapareció de golpe.

—No íntimamente —dijo este con una gran dulzura—, pero esperaba que se acordase de mí.

—¿Debería?

—¿Ha olvidado los jardines de Wilanow y su viaje en el Nord-Express? ¿Ha olvidado… a Ladislas?

—Disculpe, pero no conozco a nadie que se llame así. Ha cometido una equivocación, señor.

Con su mano enguantada en fina piel clara, hizo un gesto para apartarlo de su camino esbozando una triste sonrisa.

Insistir habría sido la mayor de las groserías, de modo que Morosini se resignó a dejarle el paso libre. Sin moverse del sitio y con una ceja arqueada a causa del estupor, la miró alejarse a su paso lento y gracioso, admirándola finura de su línea y de sus largas piernas, que el movimiento revelaba bajo la estrecha falda.

Lo que acababa de suceder era tan sorprendente que Aldo llegó a preguntarse si se habría equivocado de persona, pero un parecido tan grande y a unos cientos de metros de la casa donde vivía Anielka era impensable. Además, la extraña muchacha se dirigía en línea recta hacia el lugar del parque donde se hallaba la casa de Ferrals. Y él había percibido el fresco perfume de violetas cuyo recuerdo conservaba.

Perdido en sus conjeturas, Morosini estaba a punto de decidirse a seguir a su enigma viviente cuando oyó una voz burlona:

—Un mujer muy guapa, ¿eh? Pero no se puede ganar siempre.

Morosini se sobresaltó y miró con hosquedad al hombre que acababa de llegar a su altura. Tirando a bajo pero de complexión robusta, el intruso tenía la piel morena, la nariz agresiva y los ojos negros, hundidos bajo las cejas, que contrastaban con la espesa cabellera plateada que sobresalía del sombrero de fieltro negro con los bordes levantados. Vestía un buen traje cuya chaqueta gris antracita, de corte perfecto, realzaba sus anchos hombros, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de ámbar y oro. Pero Aldo, que estaba de demasiado mal humor para detenerse en tales detalles, se limitó a gruñir:

—No creo haber pedido su opinión.

Luego, volviendo la espalda al personaje, se alejó a zancadas.

Siguió a la joven pensando que, si no era Anielka, en uno u otro momento se desviaría, pero no fue así: como atraída por un imán, fue directa hacia la mansión Ferrals, a la que accedió por la verja del jardín que comunicaba con el parque. Cuando la hubo visto desaparecer, Aldo se volvió para comprobar si el hombre del bastón seguía el mismo camino, pero no lo vio por ninguna parte.

Examinó los alrededores de la mansión como si esperase encontrar una forma de entrar en ella. Debía de ser interesante visitar ese monumento, sobre todo sin permiso del propietario. Desgraciadamente, sus conocimientos en el arte de penetrar en casas ajenas eran nulos: en la escuela suiza, nadie le había enseñado a hacer una ganzúa ni a manejar la palanqueta. Una laguna que quizás habría que pensar en cubrir recurriendo a la experiencia de un cerrajero. Aunque le costaba verse yendo a pedir a Fabrizzi, el dueño y señor desde hacía años de las cerraduras de su palacio, que le diera unas clases prácticas.

Como estas ideas lo habían llevado a Venecia, se dijo que quizá podría dar noticias suyas a Mina, consultó el reloj, dedujo que todavía tenía tiempo antes de comer y se dirigió a paso vivo a la oficina de correos del bulevar Malesherbes para enviar un telegrama destinado a tranquilizar a los de casa. Hubiera preferido telefonear, pero temía una espera demasiado larga. Se conformó, pues, con redactar un mensaje dando su dirección actual y anunciando su intención de pasar unos días en París, donde tenía algunos clientes importantes.

Hecho esto, regresó a la calle Alfred-de-Vigny, donde la señora Sommières le tenía reservada una noticia recién llevada por Marie-Angéline: Ferrals daba esa noche una recepción para anunciar su compromiso y presentar a su prometida, ya que la boda estaba prevista para el martes 16 de mayo.

—¿Tan pronto, cuando anteayer Ferrals no había visto nunca a la condesa Solmanska?

—Parece que nuestro traficante de armas tiene prisa. Según dicen, ante la sorpresa general, ha sido víctima de un auténtico flechazo.

—Eso no tiene nada de sorprendente, ni siquiera tratándose de un soltero recalcitrante —suspiró Morosini evocando los cabellos de oro claro, el encantador rostro y la silueta exquisita de Anielka—. ¿Qué hombre normal no se sentiría seducido por esa adorable criatura?

Guardándose de señalar la ligera melancolía delatada por el tono de Aldo, la marquesa se limitó a comentar:

—Al parecer es muy guapa. La ceremonia y la recepción tendrán lugar en el castillo que Ferrals posee en el Loira.

Esta precisión en la información confundió a Morosini, que no pudo evitar preguntar:

—Pero bueno, ¿de dónde saca su Plan-Crépin todo eso? Se diría que tiene el poder de levantar los tejados, como el demonio Asmodeo.

La marquesa ahogó una risita detrás de sus impertinentes.

—Si mi virgen loca te oyera compararla con un demonio te ganarías una o dos oraciones de exorcismo. Sobre todo teniendo en cuenta que eso lo saca, empleando tu expresión, de Saint-Augustin, en concreto de la misa matinal.

—¿Quién la informa?

—La señora Quémeneur, la imponente cocinera de sir Eric.

—Creía que la señorita Plan-Crépin se sentía demasiado orgullosa de su sangre azul para comprometerla codeándose con la plebe.

—¡Oh, vaya palabra! —exclamó la anciana, escandalizada—. ¿Se te ocurriría equiparar a Celina con la plebe?

—Celina es un caso aparte.

—Igual que la señora Quémeneur, que también es una gran cocinera. En cuanto a Marie-Angéline, no te imaginas hasta qué punto se democratiza cuando está en juego su curiosidad. Sea como sea, ya estás al corriente. ¿Qué vas a hacer?

—Por el momento, nada. O más bien sí: pensar.

En cualquier caso, una cosa era segura: se las arreglaría para echar un vistazo, de uno u otro modo, a la recepción del vecino. Pasar del jardín de su tía al suyo no debía de presentar muchas dificultades, y cuando la fiesta estuviera en pleno apogeo sería fácil observar a través de las altas ventanas de los salones lo que ocurriera en el interior.

Sin saber muy bien en qué ocupar la tarde, fue a tomar un taxi al bulevar Malesherbes y se hizo llevar a la plaza Vendôme con la intención de pasar un rato con su amigo Gilles Vauxbrun y tratar de sonsacarle lo que supiera sobre Ferrals. Si el hombre de los cañones era el coleccionista anunciado por Anielka —cosa que él dudaba, puesto que nunca había oído hablar de él—, el mejor anticuario parisiense tenía que saberlo. Pero estaba escrito en alguna parte que ese día Aldo no tendría suerte. En la magnífica tienda-museo de su amigo sólo encontró a un hombre delgado, de edad avanzada pero muy elegante y con un ligero acento inglés: el señor Bailey, el ayudante de Vauxbrun, al que ya había visto en varias ocasiones. Este caballero lo recibió con la tímida sonrisa que en él era muestra de una alegría exuberante, pero le dijo que el anticuario se había ido esa misma mañana a Touraine para realizar un peritaje y que no se esperaba que volviese antes de cuarenta y ocho horas.

Aldo estuvo un rato curioseando en medio de un admirable y rarísimo conjunto de muebles firmados por Henri-Charles Boulle y realzados por tres tapices flamencos en perfecto estado de conservación, procedente de un palacio borgoñón. Ver cosas hermosas era para él la mejor manera de animarse y olvidar las preocupaciones. Sin embargo, cuando hubo acabado su paseo a través de otras maravillas, no se resistió al deseo de interrogar al señor Bailey.

—He oído decir que han vendido recientemente a sir Eric Ferrals uno de sus sillones Luis XIV de plata y me ha sorprendido, dado el celo con el que Vauxbrun vela por esas piezas extraordinarias.

—No sé quién ha podido decirle algo semejante, príncipe. El señor Vauxbrun todavía no se ha resignado a partirse el corazón, y si llegara a hacerlo desde luego no sería en beneficio del barón Ferrals. A este señor sólo le interesan objetos de la Antigüedad. El último que le vendimos es una estatuilla de oro sacada hace unos siglos de un templo de Atenea.

—Me habrán informado mal o yo habré entendido mal —dijo Morosini sin darle importancia al asunto—. Confieso que no lo conozco como coleccionista, quizá porque nunca he tenido tratos con él.

El señor Bailey se permitió de nuevo sonreír.

—Dada su especialidad sería bastante sorprendente que los hubiera tenido. No le interesan en absoluto ni las piedras preciosas ni las joyas, a no ser que se trate de piedras grabadas en hueco o de camafeos griegos o romanos.

—¿Está seguro?

El hombre levantó una mano blanca y cuidada, que adornaba un sello con un escudo de armas.

—Lo sostengo categóricamente: ni sir Eric ni ninguno de sus representantes ha pujado nunca por una joya, aunque fuera famosa, en ninguna venta. Usted debería saberlo tan bien como yo —añadió en un tono de amable reproche.

—Es verdad —murmuró Morosini adoptando una actitud de ausente pesadumbre interpretada a la perfección—, pero hay momentos en que me falla la memoria. La edad, tal vez —añadió aquel viejo de treinta y nueve años.

Al salir de la tienda, como necesitaba reflexionar, decidió ir a tomar un chocolate a la terraza del Café de la Paix.

Lo que le había dicho Bailey le daba mucho que pensar. Únicamente un coleccionista empedernido podía aceptar el trato propuesto por Solmanski en relación con el zafiro: Ferrals sólo lo obtendría convirtiendo al mencionado Solmanski en su suegro. Ahora bien, pese a que las joyas no le atraían y a que era un soltero impenitente, había aceptado. En tal caso, ¿qué podía representar para él el zafiro visigodo para atribuirle tanto valor? Fuera cual fuese el punto de vista desde el que Aldo abordaba el problema, no llegaba a encontrar una solución satisfactoria.

Se le ocurrió la idea de pedir una entrevista al vendedor de cañones a fin de hablar con él de hombre a hombre, pero antes tenía intención de echar un vistazo a la morada donde se trataban asuntos tan curiosos.

De modo que esa noche, después de cenar, cuando hubo llevado a tía Amélie a la jaula de cristal decorada con flores pintadas que contenía el pequeño ascensor hidráulico, lento y suave, encargado de transportar a la anciana hasta la puerta de su habitación, anunció a Cyprien su intención de salir a fumar un puro al jardín.

—No vale la pena dejar los salones iluminados —indicó—. Mantenga encendidas sólo las luces necesarias para que encuentre el camino hasta la escalera y vaya a acostarse. Yo las apagaré cuando vuelva.