Morosini, con las manos en los bolsillos, lo miró alejarse a la luz blanca de una farola y llegar a la majestuosa entrada de la mansión Ferrals, donde montaban guardia dos agentes de policía, prueba evidente de la consideración en que la República del presidente Millerand tenía al vendedor de cañones.

Al entrar en el vestíbulo, Aldo encontró la mirada interrogativa de Cyprien, que llevaba las copas a la cocina, y sonrió.

—Tranquilo, por esta noche hemos terminado. Creo que voy a ir a acostarme, y usted se ha ganado hacer lo mismo. Que duerma bien, Cyprien.

—Le deseo lo mismo al príncipe.

¿Dormir? Aldo hubiera querido, pero no tenía ningunas ganas. Apagó la luz de su habitación, encendió un cigarrillo y salió al balcón. La necesidad de seguir oyendo los ruidos de la casa vecina lo empujaba afuera. El concierto debía de haber terminado. Tan sólo el rumor de las conversaciones, salpicadas de risas, llegaba hasta él, y envidió a su nuevo amigo porque iba a ver a Anielka, a hablar con Anielka, a cenar con Anielka… Se reprochó no haber hecho ninguna pregunta sobre la prometida. Sólo sabía de ella, en lo concerniente a esa noche, dos cosas: estaba encantadora —aunque eso no era una novedad— y llevaba el zafiro; pero ignoraba lo más importante: cómo iba vestida, peinada, y sobre todo si sonreía al hombre con el que la obligaban a casarse.

Ante él se extendía el parque abandonado por los niños y devuelto a su magia de obra de arte. La luna, medio tapada por una nube, bañaba en una luz tenue el césped y las arboledas, las estatuas de músicos y de escritores que parecían monumentos funerarios. Pero los globos de luz opalescente, que velaban sobre las espléndidas verjas negras y doradas forjadas por Gabriel Davioud, abiertas siempre hasta muy tarde, sólo iluminaban ya el baile misterioso de las sombras, un baile al que el insomne solitario le hubiera gustado llevar a un hada rubia, cuyo flexible talle doblaría sobre su brazo al ritmo solemne de un vals lento.

El cigarrillo, olvidado, se vengó quemándole los dedos. Lo tiró para encender otro cuando, de pronto, un escalofrío le recorrió la espalda y empezó a estornudar. Trasladado bruscamente de las brumas de su sueño a la más deprimente realidad se puso a reír solo, de sí mismo. Desear a una criatura de diecinueve años y pillar tontamente un resfriado yendo a mojarse los pies bajo sus ventanas en un jardín mojado era el colmo del ridículo.

Entró en el dormitorio, cerró la puerta del balcón y se tumbó en la cama completamente vestido. Para su sorpresa, se durmió casi en el acto.


6

Las cartas sobre el tapete

—Lo que no acabo de entender —dijo Vidal-Pellicorne con un suspiro— es por qué Ferrals tiene tanto empeño en conseguir su zafiro, hasta el punto de aceptar casarse siendo como es un soltero empedernido. Las joyas no le han interesado nunca. A no ser que hayan pertenecido a Cleopatra o a Aspasia, claro.

Habían terminado de comer. Refugiados en el gabinete para fumadores, los dos hombres, arrellanados en profundos sillones de piel estilo club inglés, ya estaban con el café, los licores y los puros.

—Eso es un enigma —dijo Morosini encendiendo el suyo con la llama de una vela—, pero le confieso que preferiría enterarme de cómo una piedra que pertenece a mi familia desde Luis XIV se ha visto transformada en precioso tesoro ancestral de una condesa polaca.

—Lo uno no es incompatible con lo otro; quizás haya una relación entre ambas cosas. La bella Anielka le dijo que su padre quería que se casara con Ferrals para asegurarle, y asegurarse a sí mismo, una parte no desdeñable de una fabulosa fortuna, ¿no? Debió de enterarse de que sir Eric buscaba el zafiro y se las arregló para conseguirlo a sus expensas.

—¿Y ha esperado cinco años para poner su plan en práctica?

—No podía obrar de otro modo. Para empezar, había que aprovechar su ausencia forzosa de Venecia, y después, esperar a que su hija estuviera en edad de casarse. Era difícil ofrecer una niña de trece años, que seguramente no era tan guapa como ahora. A mí me parece que mi historia se sostiene bastante bien. Algo me dice que Solmanski es capaz de todo.

—Hablando de eso, me gustaría, ya que usted tiene acceso a la casa de Ferrals, que intentara enterarse de algo más sobre ese polaco al que yo le veo aspecto de oficial prusiano. Yo pienso atacar a Ferrals.

—¿Cómo?

—Voy a descubrir las cartas y a preguntarle por qué quiere esa joya y no otra. Quizá también por qué no se ha dirigido a mí.

El arqueólogo reflexionó un instante acariciando con la yema de un dedo una estatuilla del dios halcón Horus que descansaba sobre un taburete alto.

—El método directo puede tener sus ventajas con él, pero aun así me pregunto si es el adecuado. Es un hombre hábil, bastante seductor, y es capaz de darle gato por liebre.

—No me tome por un inocentón, querido Adal. Es más difícil de lo que supone.

—Estoy convencido, pero ¿cómo espera conseguir una cita? Ferrals es muy desconfiado.

—No lo dudo, pero me concederá una entrevista. Incluso podría hacerlo ir a casa de la señora Sommières si quisiera. ¿Le he dicho que no para de hacerle ofertas de compra de su mansión para ampliar su propiedad? Pero prefiero desplazarme, en parte por ese deseo que sigo teniendo de visitar su casa.

—Es verdad que, para colocar todos los sarcófagos, estatuillas, estelas y otros objetos con los que arrambla, necesita cada vez más sitio. Su mansión está a rebosar, y la que posee en Londres se encuentra en la misma situación. Pero, tras ese gran deseo de visitar la cueva del brujo, ¿se esconde quizá la esperanza de ver a su adorable prometida? Algo me dice que no es usted insensible a su encanto.

—Parece que sus rebeldes mechones de pelo no le impiden ver con claridad. Es cierto, me gusta, pero le ruego que no hablemos de ello. Me siento bastante ridículo.

—No hay ningún motivo. Teniendo en cuenta la proposición que ella le hizo en el tren, apostaría a que le atrae bastante. Sin embargo, dadas las circunstancias, creo que debería olvidarla. Ferrals no suelta fácilmente lo que tiene. O lo hace pagar muy caro. Si consigue verlo, háblele del zafiro pero no de la futura lady. Sería un poco excesivo hablar de las dos cosas a la vez.

—No se preocupe, no soy tonto, y tengo una prioridad.

—Bien. Dejémoslo así. Ah, me había dicho que Aronov le ha dado la copia del colgante, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué quiere hacer con ella?

—Guardarla en un lugar seguro. A partir del momento en que hable de la piedra, es posible que deje de estar seguro —dijo fríamente Vidal-Pellicorne—. Sería una desgracia que perdiera la vida en esto, pero es importante que este medio de recuperar la joya no desaparezca con usted.

Aldo miró absolutamente atónito a su compañero.

—¿Habla en serio?

—Totalmente. Si va a reclamar el zafiro, estoy convencido de que estará en peligro. Esa gente se ha tomado muchas molestias para apropiarse de él. Sólo pensarán en una cosa: eliminarlo.

—¿Esa gente? ¿Se refiere a Ferrals?

—No forzosamente. Se puede vender lo necesario para destruir a la humanidad sin rebajarse a utilizar el cuchillo y el revólver. A esa escala la muerte de los demás se convierte en una noción abstracta. Además, sir Eric goza de una reputación bastante buena; es duro en los negocios, pero recto y honrado. A mí me preocuparía más Solmanski. El trato que ha hecho con Ferrals no dice mucho en su favor.

—Estoy de acuerdo, pero de ahí a asesinar…

—Si la chica estuviera libre, me inclinaría a creer que quiere ser considerado con su futuro suegro. Piense. Viene de Varsovia, donde Simon reside… por el momento, y en Varsovia es donde acaban de matar a Élie Amschel y de donde le aconsejaron que huyera lo antes posible.

—Si el culpable es él, lo tenía muy fácil para deshacerse de mí en el tren: estaba yo solo contra tres hombres.

—No simplifique demasiado las cosas; quizás entonces habría sido inoportuno. ¿No quiere dejarme actuar primero a mi manera?

—¿Cómo?

—Tratando de cambiar las joyas: la falsa por la auténtica. Soy bastante torpe con los pies, pero con las manos soy muy hábil —concluyó Adalbert, contemplando sus largos dedos con una viva satisfacción.

—¿Y está seguro de conseguirlo?

Se produjo un silencio, al que siguió un suspiro.

—No. Depende de las circunstancias.

—Entonces —dijo Aldo levantándose—, seguiré mi plan. Al menos tendrá el mérito de hacer que las cosas se muevan.

—¿La política de la provocación? Después de todo, ¿por qué no? Pero, créame, antes debe entregarme la copia.

—La tendrá esta noche.

En la antecámara, después de que el sirviente le hubiera dado el sombrero, el bastón y los guantes, Morosini no pudo evitar obsequiar a su anfitrión con su sonrisa más impertinente:

—Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, ¿me permite una pregunta… un poco indiscreta?

—¿Por qué no? La indiscreción es muy instructiva.

—¿Es usted arqueólogo?

Los ojos de Adalbert, de un azul purísimo, se clavaron en los de Aldo con determinación.

—La arqueología es mi pasión. Si la muerte de Amschel no hubiera convertido en un deber para mí ayudar a Simon de forma prioritaria, estaría en Egipto en compañía del bueno de Loret, que está a cargo del museo del Cairo y en estos momentos probablemente asiste con envidia a las excavaciones que lord Carnavon y Howard Carter realizan en el Valle de los Reyes… con unos medios de los que nosotros no dispondremos jamás. ¿Es mi alusión a mis manos y la expedición de anoche lo que le preocupa?

—No estoy preocupado. Simplemente soy curioso.

—Es una cualidad que comparto. Dicho esto, no tengo nada de ladrón, aunque mi destreza como cerrajero supera la de nuestro buen rey Luis XVI. Hace mucho que comprendí lo tremendamente útil que podía llegar a ser.

—Tendré que recordarlo. Ahora, deséeme buena suerte. Y gracias por la comida, era excelente.



Por la tarde, Cyprien, con bombín y largo abrigo negro abotonado, como si fuera testigo de un duelo, llevó a la mansión Ferrals una tarjeta de Aldo solicitando una entrevista. La respuesta llegó una media hora más tarde: sir Eric se declaraba muy honrado de reunirse con el príncipe Morosini y proponía recibirlo al día siguiente a las cinco.

—¿Vas a ir? —preguntó la señora Sommières, a quien la cita no hacía ni pizca de gracia—. Habría sido preferible que lo hicieses venir.

—¿Para que crea que está dispuesta a rendirse? No voy a Canossa, tía Amélie, sino a hablar de negocios, y no quiero que usted se vea involucrada en esto.

—Sé prudente. Ese maldito zafiro es un tema peligroso y mi vecino no me inspira ninguna confianza.

—Es natural teniendo en cuenta el estado de sus relaciones, pero, tranquilícese, no me comerá.

Su tranquilidad era total. Mientras iba a casa de Ferrals, tenía mucho más la impresión de participar en una cruzada que de meterse de cabeza en una trampa, y a pesar de que esa misma mañana había visitado a un famoso armero para no desdeñar los consejos de Adalbert, la Browning 6,35 que había comprado, aunque de dimensiones reducidas, no amenazaba con romper la línea sumamente elegante de su traje gris confeccionado en Londres: la había dejado en casa.

Por lo demás, dicho traje se encontró en terreno conocido cuando un lacayo con uniforme inglés, después un mayordomo y por último un secretario recibieron al visitante: todos olían a Londres a una legua. En cuanto a la casa, era una mezcla del Museo Británico y el palacio de Buckingham. Sin duda era la morada de un hombre rico, pero no la de un hombre con gusto, y Morosini contempló con sensación de agobio aquella acumulación de obras maestras de la antigüedad, algunas de una increíble belleza, como el Dioniso de Praxiteles al lado de un toro cretense y de dos vitrinas llenas a rebosar de admirables vasos griegos. En aquellos salones había lo suficiente para llenar uno o dos museos y tres o cuatro tiendas de antigüedades.

«Empiezo a creer que le falta sitio —pensó Morosini siguiendo la figura envarada del secretario—, pero, con la modesta mansión de tía Amélie no tendría bastante. Debería intentar comprar el Grand Palais o una estación de tren fuera de uso.»

Subieron una escalera poblada de matronas y de patricios romanos para desembocar en un vasto gabinete de trabajo —seguramente la estancia en la que había entrado Vidal-Pellicorne—, y allí el delirio cesó al tiempo que avanzaban varios siglos: paredes forradas de libros y sólo cuatro muebles sobre una inmensa y suntuosa alfombra persa de un rojo a la vez profundo y luminoso. Una gran mesa de mármol negro con patas de bronce y tres poltronas españolas del siglo XVI dignas del Escorial completaban el mobiliario.