El sillón del señor de la casa tenía el respaldo contra el gran ventanal y, por lo tanto, estaba de espaldas a la luz, pero Aldo sólo necesitó una mirada para reconocer en el hombre que se levantó cortésmente para dirigirse a su encuentro al personaje que seguía a Anielka en el parque Monceau, el hombre de ojos negros y cabellos blancos.
—Me parece que ya nos hemos visto —dijo Ferrals con una sonrisa divertida— y también que somos admiradores de las mujeres bonitas.
El tono de voz de aquel hombre era soberbio y le recordaba el de Simon Aronov; desprendía el mismo calor aterciopelado, la misma magia, y sin duda era el mayor encanto de ese curioso personaje. Asimismo, la mano que le tendía —y que Morosini estrechó sin vacilar— era firme, y la mirada, directa. El visitante sonrió también, aunque unos vagos celos le hicieron notar una punzada en el corazón: quizá querer a Ferrals resultaba más fácil de lo que había supuesto.
—Las circunstancias de aquel encuentro me obligan a presentar mis disculpas al prometido de la señorita Solmanska —dijo—, aunque no tengo conciencia de haber incurrido en falta. Resulta que viajamos juntos en el Nord-Express e incluso compartimos una cena. Yo deseaba simplemente saludarla, charlar un momento, pero parece que mi visión en el parque la asustó y no quiso reconocerme, hasta el punto de que llegué a preguntarme si un increíble parecido me había inducido a error.
—Un parecido imposible. Mi prometida, en mi opinión, es única y no se la puede comparar con ninguna mujer —dijo sir Eric con orgullo—. Pero, por favor, tome asiento y dígame a qué debo el placer de su visita.
Aldo se sentó en una de las dos sillas antiguas dedicando una atención especial a la raya de sus pantalones, lo que le dio unos segundos más para pensar.
—Perdone que continúe hablando sobre la joven condesa —dijo con una lentitud calculada—. Cuando llegamos a París el otro día, me quedé deslumbrado por su esplendor, pero sobre todo por el del colgante que llevaba en el cuello, una joya preciosa que llevo casi cinco años buscando.
Bajo las pobladas cejas de Ferrals apareció un destello, pero el hombre siguió sonriendo.
—Reconozca que lo lleva de maravilla —dijo en un tono suave que irritó a Morosini, asaltado de pronto por la impresión de que el otro estaba burlándose de él.
—Mi madre también lo llevaba de maravilla… antes, por supuesto, de que la asesinaran para robárselo —dijo con una rudeza que borró la sonrisa del negociante.
—¿De que la asesinaran? ¿Está seguro de no equivocarse?
—Lo estoy, a no ser que una fuerte dosis de hioscina administrada en una golosina le parezca un tratamiento médico saludable. Mataron a la princesa Isabelle, sir Eric, para robarle el zafiro ancestral escondido en una de las columnas de su cama gracias a un dispositivo que sólo ella y yo conocíamos.
—¿Y no lo denunció?
—¿Para qué? ¿Para que la policía lo revolviera todo, profanara el cuerpo de mi madre y organizara un horrible estropicio? Desde hace siglos los Morosini nos sentimos bastante inclinados a hacer justicia nosotros mismos.
—Es una reacción comprensible, pero ¿me hará el honor de creerme si le aseguro que no sabía nada, absolutamente nada de ese drama?
—¿Sabe al menos cómo ha llegado a manos del conde Solmanski? Su prometida parece creer que el zafiro es una herencia de su madre y yo no tengo ningún motivo para dudar de su palabra.
—¿Le ha hablado de él? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En el tren…, después de que le impidiera arrojarse por una de las portezuelas.
Una súbita palidez se extendió por el rostro mate de Ferrals, dándole un curioso tono grisáceo.
—¿Quería suicidarse?
—Cuando alguien quiere bajar de un tren lanzado a toda velocidad, sus intenciones me parecen claras.
—Pero ¿por qué?
—¿Quizá porque no está totalmente de acuerdo con su padre sobre este matrimonio? Usted es un partido excepcional, sir Eric, capaz de deslumbrar a un hombre cuya fortuna ya no es lo que era… pero una jovencita ve las cosas de otro modo.
—Me sorprende lo que dice. Hasta ahora me ha parecido bastante satisfecha.
—¿Tanto como para no atreverse a reconocer a un compañero de viaje porque usted estaba detrás de ella? Tal vez tenga miedo.
—No de mí, espero. Estoy dispuesto a ofrecerle una vida de reina y a ser con ella tan amable y paciente como sea necesario.
—No lo dudo. Yo incluso diría que conocerlo ha debido de causarle una agradable sorpresa. Su padre, en cambio, me parece que tiene un carácter bastante agrio, y está muy interesado en que se celebre esta boda. Por lo menos tanto como usted en mi zafiro. Por cierto, me gustaría que me aclarase algo. Usted no es coleccionista de piedras históricas. ¿Por qué quiere entonces esa joya a toda costa?
Sir Eric se levantó del sillón, se apoyó en el mármol de la mesa, juntó las manos por la yema de los dedos y se acarició la línea saliente de la nariz.
—Es una vieja historia —dijo, suspirando—. Usted dice que lleva cinco años buscando la Estrella Azul…, así es como siempre la han llamado en mi familia. Yo la busco desde hace tres siglos.
Morosini se esperaba cualquier cosa menos eso y por un instante se preguntó si aquel hombre estaba volviéndose loco. Pero no, parecía hablar en serio.
—¿Tres siglos? —dijo—. Confieso que no lo entiendo; debe de tratarse de un error. Para empezar, nunca he oído decir que al zafiro visigodo o zafiro Montlaure lo llamaran de otra forma.
—Porque los Montlaure, cuando se apoderaron de él, se apresuraron a cambiarle el nombre. O quizá no lo conocían.
—¿Se da cuenta de que está acusando a mis antepasados maternos de ladrones?
—Usted acusa a mi futuro suegro de asesino o poco menos. Estamos empatados.
El tono de ambos había cambiado. Aldo percibía que ahora se trataba de un duelo: las espadas estaban desenfundadas. No era momento de cometer un error, de modo que obligó a su voz a recuperar un registro más sereno.
—Es una forma de ver las cosas —dijo, suspirando—. Cuénteme su historia sobre la Estrella Azul y ya veremos qué opinión merece. ¿Qué puede tener en común su familia con los Montlaure?
—Debería haber especificado: los «duques» de Montlaure —dijo Ferrals con sarcasmo, insistiendo en el título—. Toda la altanería de sus antepasados se ha refugiado por un instante en su voz… Bien, preste atención: los míos son originarios del Alto Languedoc, igual que los suyos, pero los unos eran protestantes y los otros católicos. Cuando, el 18 de octubre de 1685, su glorioso Luis XIV revocó el edicto de Nantes, dejando fuera de la ley a todos los que se negaran a rezar como él, mi antepasado Guilhem Ferrals era médico y veguer de una pequeña ciudad del Carcasses cercana a un poderoso castillo ducal. La Estrella Azul le pertenecía por derecho de herencia desde el fin de la época de los reyes visigodos. La piedra tenía su historia, incluso su leyenda; se la consideraba sagrada, portadora de suerte, y hasta aquellos tiempos terribles nada había desmentido su reputación…
—Salvo toda la sangre derramada desde que se la habían llevado del Templo de Jerusalén. Pero, por favor, continúe.
—Los hugonotes emigraban a cientos de miles para tener derecho a vivir y a rezar en paz…, doscientos mil creo que partieron. La familia de Guilhem le suplicaba que hicieran lo mismo: el porvenir aún podía sonreírles puesto que se llevarían con ellos la Estrella Azul. Ella los guiaría, al igual que aquella otra luz celeste había guiado a los Reyes Magos en la noche de Belén… Pero Guilhem era más terco que una mula; no quería abandonar la tierra que amaba, y para protegerse y proteger a los suyos contaba con el heredero de los Montlaure, a quien lo unía lo que él creía una antigua amistad. ¡Como si la amistad fuera posible entre un señor tan grande y un simple burgués! —exclamó en tono sarcástico Ferrals, encogiéndose de hombros—. El futuro duque, deseoso de destacar en la corte de Versalles, cosa que la avaricia de su padre hacía imposible, logró convencer a Guilhem de que le entregara la piedra jurándole que, haciendo depositario de ella a cierto ministro real, garantizaría una tranquilidad absoluta a todos los Ferrals presentes y futuros. Y Guilhem, sin duda pecando de ingenuidad, creyó a ese miserable. Al día siguiente fue arrestado, sometido a juicio sumario por contumacia en sus convicciones y trasladado a Marsella para ser encadenado a los remos de la galera real. Allí murió bajo el látigo de los cómitres. Su mujer y sus hijos consiguieron huir y llegar a Holanda, donde recibieron la acogida que su desgracia merecía. En cuanto a la Estrella Azul, estuvo en manos de un usurero hasta que, tras la muerte del anciano duque, fue desempeñada y recuperada. Desde entonces pasó a formar parte del tesoro de sus antepasados, príncipe Morosini. Bien, ¿qué le parece mi historia?
Levantando los ojos, que había mantenido bajados, Aldo clavó su mirada grave en la de su adversario.
—Que es terrible, pero que, desde la noche de los tiempos, los hombres no han cesado de acumular historias similares. En lo que a mí me concierne, solo sé una cosa: mataron a mi madre para poder robarle más cómodamente. El resto no me interesa.
—Se equivoca. Yo creo que eso sucedió en justa compensación por lo ocurrido en el pasado. Era preciso que la sangre de un inocente pagara por la de un hombre de bien, y aunque a usted le resulte difícil de entender, yo creo que el espectro de Guilhem ahora debe de haberse apaciguado.
Aldo se levantó tan bruscamente que la pesada silla española se tambaleó, aunque sin llegar a caerse.
—Los manes de mi madre no. Entérese de esto, sir Eric: quiero a su asesino, sea quien sea. Rece a Dios para que no sea alguien muy cercano a usted.
El inglés volvió a encogerse de hombros.
—La mujer con la que voy a casarme es el único ser que me importa, pues la amo… apasionada y ardientemente. Los demás me son indiferentes, y aunque tuviera usted que matar a toda su parentela, me daría lo mismo. Ahora, ella es mi bien más precioso.
—Entonces devuélvame el zafiro. Estoy dispuesto a comprárselo.
El vendedor de cañones desplegó lentamente una sonrisa en la que malicia y desdén se mezclaban.
—No es usted suficientemente rico.
—Lo soy menos que usted, desde luego, pero más de lo que imagina. Las piedras, históricas o no, son mi especialidad, y conozco su valor a la cotización actual. Diga un precio y lo acepto… Vamos, sir Eric, sea generoso: usted tiene la felicidad, devuélvame la joya.
—Las dos cosas van unidas. Pero voy a ser generoso, como usted me pide: seré yo quien le pague la suma de dinero que representa la Estrella Azul, a modo de indemnización.
Morosini estuvo a punto de enfadarse. Ese advenedizo sin duda pensaba que su fortuna se lo permitía todo. Para calmarse sacó sin prisas del bolsillo su pitillera de oro con el escudo de armas grabado, extrajo un cigarrillo y dio unos golpecitos con él sobre la brillante superficie antes de colocárselo entre los labios, encenderlo y dar una lenta bocanada. Todo ello sin apartar su mirada glacial de su adversario, al que observaba con una semisonrisa indolente, como si examinara a un animal curioso.
—Sus presuntas tradiciones familiares no impiden que sea un simple comerciante. Lo único que sabe hacer es pagar: por una mujer…, por un objeto. Incluso para conjurar la muerte. ¿Cree que se puede poner precio a la vida de una madre? Parece que en este momento la suerte lo acompaña, pero eso podría cambiar.
—Si espera que monte en cólera, pierde el tiempo. En cuanto a mi suerte, no se preocupe por ella; dispongo de los medios necesarios para hacer que no se tuerza.
—¿El dinero otra vez? Es usted incorregible. Pero tenga en cuenta esto: la piedra que acaba de adquirir empleando unos medios muy discutibles y que ve como un talismán ha sido la causa de demasiados dramas para que pueda dar suerte. Recuerde mis palabras cuándo la suya lo abandone. Adiós, sir Eric.
Y, sin querer oír nada más, Morosini se dirigió hacia la puerta del gabinete de trabajo, salió y bajó al vestíbulo, donde dos lacayos le dieron su sombrero, su bastón y sus guantes. Pero, al ir a ponerse éstos, notó que había algo dentro del guante de la mano izquierda y, sin pestañear, renunció a ponérselo y se lo guardó en el bolsillo. Cuando hubo llegado a casa de la señora Sommières, lo examinó y extrajo un papelito enrollado donde había unas frases escritas con mano un tanto trémula:
«Tengo previsto ir a tomar el té mañana, a las cinco, al Parque Zoológico. Podríamos vernos allí, pero no se acerque a mí hasta que no esté sola. Tengo que hablar con usted.»
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