Ninguna firma; no era necesaria.
Una súbita alegría invadió a Aldo y le devolvió el buen humor. Decididamente, a Anielka le gustaban los jardines: después de Wilanow, los del Bois de Boulogne. Pero, aunque lo hubiera citado en las alcantarillas o en las catacumbas, el feliz destinatario de la nota las habría adornado con todas las gracias del Paraíso. Iba a verla, iba a hablar con ella, y de pronto se sentía el alma de Fortunio.
Para pasar el rato y que no se le hiciera la tarde interminable, fue a la vivienda del conserje a telefonear a su amigo Gilles Vauxbrun. Este, que ya había regresado de su expedición, contestó invitándolo a cenar esa misma noche: irían a saborear los platos de Cubat, un antiguo cocinero del zar recientemente instalado en los Campos Elíseos, en lo que había sido el hotel de la Païva.
—Se come bien —precisó Vauxbrun— y, sobre todo, se come tranquilo, cosa que no se puede hacer en todas partes. Nos vemos allí a las ocho.
Como los dos amigos profesaban el mismo respeto a la puntualidad, se disponían a cruzar juntos la puerta del restaurante cuando el petardeo de un coche interrumpió sus saludos. Junto a la acera acababa de parar un Amilcar descapotable de dos plazas, de color rojo vivo, a cuyos ocupantes Morosini reconoció con cierta sorpresa: la pelambrera rubia de Vidal-Pellicorne, que iba al volante, estaba al lado de la del joven Sigismond Solmanski, esta mucho más ordenada.
—¿Conoces a ese arqueólogo chiflado? —preguntó el anticuario, a quien el estupor de su amigo no había pasado inadvertido.
—He coincidido una o dos veces con él. ¿Dices que está loco?
—En lo tocante a egiptología, delira. La única vez que me decidí a exponer un par de vasos canopes, invadió mi tienda para obsequiarme con una conferencia magistral sobre la XVIII dinastía. Jamás volveré a interesarme en el mobiliario funerario egipcio por miedo a verlo aparecer otra vez. Vamos a cenar. Con un poco de suerte, no nos verá.
Si esperaba escapar a la mirada investigadora de Adalbert, Gilles Vauxbrun se equivocaba: los escasos cabellos, el buen tamaño de la nariz, la mirada imperiosa y los párpados caídos le daban cierto parecido con Julio César o con Luis XI, según la luz. Esa cabeza característica, llevada sobre un gran cuerpo mullidamente acolchado pero siempre vestido con una elegancia perfecta y una flor en el ojal, hacía que no pasara inadvertido. Como su compañero era igualmente notable, aunque en otro estilo, las cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron en el restaurante, cuyo maître se deshacía en atenciones, y varias manos se levantaron para saludar a Vauxbrun. Incluso tuvieron que detenerse en una mesa, en la que una mujer muy guapa tendía una menuda mano cargada de perlas exigiendo al anticuario que le presentara a Morosini. El resultado fue que, cuando por fin se sentaron a su mesa, los dos hombres se percataron de que Adalbert y Sigismond eran sus vecinos inmediatos; no hubo más remedio que saludarse, pero, gracias a Dios, la cosa quedó ahí y para los dos amigos la cena se desarrolló agradablemente hasta el postre.
No obstante, Aldo no pudo evitar percatarse de la atención que el joven Solmanski le prestaba. No paraba de mirar hacia él y de vez en cuando sonreía con una expresión de complicidad que tenía la virtud de irritarlo y hasta de inquietarlo un poco, pues era evidente que el muchacho bebía demasiado. Tan evidente, por lo demás, que Adalbert no se sentía nada cómodo. Aceleró el ritmo de la cena con la intención de acabar antes que los otros y obtuvo sin demasiados esfuerzos el resultado deseado. Aldo lo vio levantarse y asir a su compañero del brazo para conducirlo hacia la salida, pero Sigismond se desasió con un gesto brusco, efectuó un ligero viraje y se plantó delante del objetivo que parecía haberse fijado pese a los esfuerzos de su compañero por alejarlo. La sonrisa que exhibía, a pesar del aspecto idiota propio de los borrachos, era amenazadora.
—Decididamente… ¡hip!… no se puede dar… un paso sin encontrarse con usted, príncipe… de lo que sea. Lo encontramos… en el tren… al lado de la puerta cuando mi… hermana decide acabar para siempre. Lo en… encontramos otra vez en la estación… y ahora aquí… Me pa… parece que quiere estar en demasiados sitios.
—Y usted parece tener muchas dificultades para estar en el suyo —dijo Morosini con desprecio—. Cuando uno no quiere encontrarse con la gente, se queda en su casa.
—Yo voy adonde… adonde quiero… y…
—Yo también.
—Y hago lo que quiero…, y lo que quiero… es matarlo porque me parece que se ocupa demasiado… ¡hip!… de mi hermana.
—Señor Vidal-Pellicorne —intervino Vauxbrun—, ¿quiere que lo ayude a sacar a este majadero, si no puede usted solo?
—Debería poder. Vamos, Solmanski, venga conmigo. Ha bebido demasiado y está dando un espectáculo. Lo llevaré a su casa.
—¡Ni… ni hablar! Te… tenemos que ir a jugar… al Círculo.
—Me extrañaría que lo dejasen entrar en ese estado —dijo Aldo riendo.
—Y a mí. ¡Vamos, Sigismond, en marcha! Buenas noches, señores.
—He dicho que quería… matar a ese hombre —insistió el polaco—. ¡En duelo!
—Más tarde. Primero tiene que recuperarse y luego volveremos a salir.
Con la colaboración del maître, que había acudido en su ayuda, Adalbert consiguió sacar a Solmanski del restaurante ante la mirada pensativa de Morosini, que intentaba comprender por qué razón Vidal-Pellicorne había empezado a mantener una relación tan estrecha con el hermano de Anielka. En cuanto a su actitud hacia él, había sido perfecta: la de un hombre que se encuentra con alguien a quien apenas conoce. Era mucho mejor mantener su incipiente amistad en secreto el mayor tiempo posible.
Al cabo de un momento, el petardeo del Amilcar se oyó de nuevo y Gilles Vauxbrun se encogió de hombros.
—No me gustaría llevar a un pasajero como ese. Pero, dime por qué ese polaco…, porque es polaco, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué ese polaco está empeñado en matarte? ¿Qué le has hecho a su hermana?
—Nada. Nos hemos visto una o dos veces y… ella ha sido amable conmigo. No hay más, pero es posible que un borracho no lo vea igual.
—Seguramente —dijo el anticuario con aire pensativo—, pero el famoso in vino veritas se ha visto muchas veces confirmado. Ese joven te odia, y harías bien en llevar cuidado.
—¿Qué puede hacer? La gente ya no se bate en duelo.
—Hay otros medios, pero al menos después de esto estás sobre aviso.
En términos apenas diferentes, fue más o menos lo que Adalbert dijo cuando llamó a Aldo por teléfono a la mañana siguiente.
—No creía que el joven Sigismond le tuviera tanta ojeriza. Nada más verlo, su persona y sus actos fueron su único tema de conversación y se puso a beber como una esponja.
—Ya me di cuenta. Pero ¿cómo es que tiene usted una relación tan cordial con él?
—Por pura estrategia. Es conveniente para nuestros planes estar introducido en el círculo familiar. Y ha sido fácil, bastó con llevarlo al Círculo de la calle Royale. Como tuvo un poco de suerte, me adora. ¿Ya usted cómo le van las cosas?
—Vi a Ferrals ayer, pero, como tengo otra cita importante esta tarde, se lo contaré más tarde. ¿Dónde podríamos quedar, ya que, si entendí bien su actitud de anoche, se supone que no nos conocemos?
—Es preferible por el momento. Lo mejor es que venga a mi casa bastante tarde, cuando haya anochecido.
—¿Debo ponerme un sombrero y un abrigo del color de las paredes? ¿O quizás una máscara, al estilo de Venecia?
—Ustedes, los venecianos, son los últimos románticos. Venga hacia las nueve. Comeremos algo y analizaremos la situación.
Situado en el recinto del Bois de Boulogne, entre la puerta de Sablons y la de Madrid, el Parque Zoológico había sido creado en 1860 para «reunir las especies animales que puedan dar preferentemente su fuerza, su carne, su lana, sus productos de todo tipo a la industria y al comercio, o servir para nuestro solaz». Había varios departamentos interesantes: un criadero de gusanos de seda, una gran pajarera, un gallinero, una jaula de monos, un acuario, un estanque para las focas, un inmenso invernáculo y cien «maravillas» más que atraían diariamente al público infantil de los alrededores e incluso de mucho más lejos. Un encantador salón de té-restaurante al aire libre ofrecía a la glotonería de pequeños y mayores pastelillos rellenos de crema de chocolate ó de café, bizcochos borrachos, helados y sultanas, deliciosos pasteles rellenos de crema de vainilla. Todo eso se saboreaba escuchando la música del quiosco vecino, donde, durante el verano, una orquesta de sesenta músicos daba conciertos muy concurridos entre las tres y las cinco. Por último —divina distracción para los niños—, era posible hacer un recorrido montado en un burro, un poney, una cebra, un camello, un elefante o incluso un avestruz. A este edén se accedía en tren desde la puerta Maillot, pero Morosini fue en taxi.
Al llegar frente a la terraza del salón de té, vio enseguida a Anielka sentada a una mesa en compañía de su doncella. Un rayo de sol que pasaba a través de las hojas de los castaños iluminaba su cabeza, tocada con un gorrito de plumas de martín pescador. Distraídamente, comía un helado de fresa con una cucharilla.
Como por el momento no tenía otra cosa que hacer, Aldo se sentó en un lugar bien visible, pidió té y un bizcocho al ron, pero saboreó mucho más el placer de contemplar la tez de flor y el delicado perfil de la joven. En aquel entorno de vegetación y de alegría, lleno de gritos y risas infantiles sobre los que revoloteaba el vals de La viuda alegre interpretado por la orquesta, formaba un cuadro adorable. Era demasiado bonita para no suscitar pasión, incluso en un hombre rayano en la misoginia como Ferrals, y él mismo notaba que una profunda amargura lo invadía al pensar en la increíble felicidad que esperaba al vendedor de cañones la noche de su boda.
De pronto, la vio apoyarse en el respaldo del asiento, tras haber consultado el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca, y pasear la mirada por lo que había a su alrededor. Enseguida la joven vio a Morosini, parpadeó y esbozó una sonrisa; luego se puso a contemplar la orquesta. Morosini comprendió que debía esperar. Al cabo de un momento, cuando la música cesó, la doncella llamó al camarero y pagó la cuenta, tras lo cual las dos mujeres se levantaron en medio de la ligera algarabía que siempre se producía al finalizar el concierto. Aldo dejó un billete sobre la mesa y se dispuso a seguirlas.
Anielka se dirigió paseando hacia la zona de las llamas, luego atravesó un oasis de vegetación formado por un vivero de árboles enanos y llegó junto al estanque de las focas, donde había una peña artificial. Daba gusto pararse a mirar a esos animales bigotudos zambullirse desde lo alto de la roca y reaparecer, brillantes como el satén, escupiendo agua alegremente o incluso con un pez en la boca. Como había mucha gente, Aldo pudo acercarse a Anielka, momentáneamente separada de Wanda por una niñera inglesa que empujaba un voluminoso cochecito donde balbucían unos gemelos.
—¿Dónde podemos hablar? —susurró contra su espalda.
—Vaya al invernáculo grande. Me reuniré allí con usted.
Aldo dio media vuelta y tomó el camino del vasto recinto acristalado, que era el lugar más tranquilo del jardín. Allí reinaba una atmósfera de calor húmedo que emanaba de los helechos y las lianas, que parecían extenderse hasta el infinito. En la parte superior del invernáculo, unos pájaros revoloteaban por encima de los grandes bananos o se posaban sobre las grutas musgosas, tapizadas de culantrillo. Lo más bonito era el estanque cubierto de lotos y de nenúfares, rodeado de extensiones de césped de un verde resplandeciente.
Cuando unos pasos ligeros hicieron crujir la grava, se volvió y la vio ante él. Sola.
—¿Dónde está su cancerbero? —preguntó, sonriendo.
—No es un cancerbero. Me sirve con abnegación y se arrojaría a este estanque sin vacilar si yo se lo pidiera.
—Apenas se expondría a mojarse los pies, pero tiene razón, es una prueba. ¿Se ha quedado fuera?
—Sí. Le he dicho que quería pasear sola por aquí. Me espera frente a la entrada, junto al carrito del barquillero. Le encantan los barquillos.
—¡Bendita sea la glotonería de Wanda! ¿Quiere que paseemos un poco?
—No. Ahí, junto a las rocas, hay un banco donde podremos hablar con tranquilidad.
Por deferencia hacia el vestido blanco que llevaba Anielka, Morosini sacó un pañuelo y lo extendió sobre la piedra antes de que su compañera se sentara. Ella se lo agradeció con una sonrisa y cruzó pausadamente sobre el bolso, a juego con el azul verdoso de su sombrero, las manos enguantadas en la misma piel. De pronto parecía indecisa, como si no supiera por dónde empezar. Aldo acudió en su auxilio.
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