—Bien, ¿qué es eso tan importante que tiene que decirme para haberme pedido que nos veamos… a escondidas? —preguntó con mucha dulzura.
—Mi padre y mi hermano me matarían si se enterasen de que he estado con usted. Lo detestan.
—No sé por qué razón.
—Está relacionado con la conversación que sostuvo ayer con sir Eric. Después de que usted se fuera, creo que mi padre y Sigismond tuvieron una escena bastante desagradable con mi… prometido sobre el zafiro familiar. Al parecer, usted se atrevió a decir…
—¡Un momento! No tengo la menor intención de hablar sobre este asunto con usted. Y me sorprende mucho que sir Eric haya pedido una explicación delante de usted.
—Yo no estaba delante… pero he aprendido a escuchar detrás de las puertas cuando necesito enterarme de algo.
Morosini se echó a reír.
—¿Así es como educan a las jovencitas en la aristocracia polaca?
—Desde luego que no, pero descubrí hace tiempo que a veces hay que distanciarse un poco de los grandes principios y las buenas maneras.
—No puedo decir que esté equivocada. Pero, por favor, dígame ya cuál es el motivo de esta cita encantadora.
—He venido a decirle que estoy enamorada de usted.
La declaración fue hecha con toda sencillez, casi tímidamente, en voz baja pero firme, aunque sin que Anielka se atreviera a mirar a Aldo. Este se quedó, de todas formas, estupefacto.
—¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? —preguntó, intentando deshacer el nudo que empezaba a formársele en la garganta.
La bella mirada dorada que se había posado unos instantes en el rostro de Morosini se apartó de él.
—Es posible—susurró Anielka, ruborizada— que esté cometiendo otro atentado contra las reglas de la compostura. Sin embargo, hay momentos en los que uno debe expresar lo que anida en su corazón. Yo acabo de hacerlo. Y es cierto que lo amo.
—Anielka —susurró Aldo, profundamente emocionado—, desearía tanto creerle…
—¿Y por qué no va a creerme?
—Pues…, por cómo empezaron nuestras relaciones. Por lo que vi en Wilanow. Por Ladislas.
Ella hizo un gracioso ademán con la mano que ahuyentaba ese recuerdo como si se tratara de una mosca inoportuna.
—Ah, ¿él?… Creo que lo olvidé desde el momento en que lo conocí a usted. Como sabe, cuando uno es muy joven —prosiguió aquella anciana de diecinueve años—, busca la evasión a toda costa y casi siempre se equivoca. Eso me pasó a mí, y mi situación ahora es esta: lo amo y quisiera que usted me amara.
Reprimiendo todavía las ganas de abrazarla, Aldo se acercó a la joven y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Recuerde lo que le dije en el Nord-Express. Amarla es lo más fácil, lo más natural del mundo. ¿Qué hombre digno de tal nombre podría resistirse a su presencia?
—Pues eso es lo que hizo cuando se negó a bajar conmigo en Berlín.
—Quizá porque aún no estaba bastante loco —dijo Aldo con una sonrisa burlona, apartando el guante para posar sus labios sobre la sedosa piel de la muñeca.
—¿Y ahora lo está?
—En cualquier caso, mucho me temo que he empezado a perder el juicio. Pero no me haga soñar en vano, Anielka. Usted está prometida, y ha aceptado ese compromiso.
Con un gesto brusco, ella retiró la mano y se quitó el guante para hacer refulgir al sol el soberbio zafiro, de un azul aciano satinado y coronado de diamantes, que adornaba su dedo anular.
—¡Mire qué hermoso es el vínculo que me ata a ese hombre! Me horroriza… Dicen que esta piedra garantiza la paz espiritual, destierra el odio del corazón de quien la lleva…
—… E invita a la fidelidad —acabó Morosini—. Sé lo que dice la tradición.
—Pero yo rechazo las tradiciones, yo quiero ser feliz con el hombre que he elegido, quiero entregarme a él, tener hijos con él… ¿Por qué no me acepta, Aldo?
Había lágrimas en sus bellos ojos, y sus labios frescos como el coral recién extraído del agua temblaban al alzarse hacia él.
—¿He dicho yo alguna vez semejante tontería? —repuso, atrayéndola hacia sí—. Por supuesto que la amo, por supuesto que la acepto…, la…
El beso sofocó la última palabra y Morosini se olvidó de todo, consciente de perderse en un ramo de flores, de sentir contra sí un joven cuerpo vibrante que parecía estar llamándolo. Era a la vez delicioso y angustioso, como un sueño que se sabe que es sólo un sueño y que al despertar se va a interrumpir. El encantamiento se prolongó unos instantes antes de que Anielka dijera, suspirando:
—Entonces tómeme. Hágame suya para siempre.
La proposición era tan inesperada que el sentido de la realidad se impuso.
—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —repuso él, acompañando sus palabras con una risa a la que la joven se sumó dejando que su boca rozara la de su compañero.
—Claro que no —contestó alegremente—, pero sin esperar mucho.
—¿Todavía quieres que te rapte? Creo que esta noche sale un tren para Venecia.
—No, esta noche no. Sería demasiado pronto.
—¿Por qué? Me parece que no eres muy lógica, amor mío. Entre Varsovia y Berlín, querías que te llevara conmigo inmediatamente, aunque fuese en salto de cama, y cuando te propongo irnos me dices que es demasiado pronto. Piensa en lo que rechazas. El Orient-Express es un tren divino, hecho para el amor…, como tú. Tendremos una cabina de terciopelo y caoba…, o mejor dos, para respetar las normas que impone el decoro, y esta misma noche serías mi mujer, en espera de que en Venecia nos case un sacerdote. Anielka…, Anielka…, si has decidido volverme loco, tienes que perder el juicio tú también y no pensar en las consecuencias.
—Si queremos ser felices, hay que tener en cuenta eso que llamas las consecuencias. Dicho de otro modo, a mi padre y mi hermano.
—No pretenderás que los llevemos con nosotros.
—Desde luego que no. Lo que pretendo es que retrasemos el viaje en el Orient-Express unos días. Hasta la noche del día de mi boda, por ejemplo.
—¿Cómo dices?
Aldo se apartó todo lo que la longitud del banco le permitía, para observarla mejor mientras se preguntaba si no había en aquella adorable muchacha más locura de la que él deseaba. Pero ella lo miraba con una sonrisa divertida que le hacía fruncir la nariz.
—No tienes por qué espantarte —dijo con la indulgencia de un adulto sensato hacia un niño corto de alcances—. Es lo único inteligente que podemos hacer.
—¿De verdad? Pues explícamelo.
—Yo incluso diría más: no sólo es inteligente, sino que de este modo tus intereses coinciden con los de mi familia. ¿Qué quiere mi padre? Que me case con sir Eric Ferrals, que el día antes de la boda firmará un contrato garantizándome una bonita fortuna, y no tengo ninguna razón para negarle esa alegría. ¡El pobre necesita dinero!… Por otro lado, yo no quiero de ninguna manera pertenecer a ese viejo. No quiero que me desnude, ¡me horroriza que ponga su piel contra la mía!
Reducido al silencio por los planes de futuro de la joven polaca y su realismo en la descripción de su noche de boda, Aldo apenas consiguió pronunciar un «¿Entonces…?» con voz un poco ronca.
—La boda tiene que celebrarse en un castillo en el campo, pero con gran pompa. Habrá muchos invitados a la cena que seguirá a la ceremonia y a los fuegos artificiales. No tendrás más que esperarme al fondo del parque con un coche rápido. Yo me reuniré contigo y desapareceremos los tres.
—¿Los tres?
—¡Claro! Tú, yo… y el zafiro. Tu zafiro, nuestro zafiro. Bueno, el que reclamas. Como nunca sabré a quién pertenece exactamente, creo que será la mejor manera de zanjar el asunto: será nuestro y punto.
—Porque supones que Ferrals lo llevará al castillo…
—No lo supongo, lo sé. No quiere separarse de él. Después de la boda civil, el día antes, habrá una recepción, y yo llevaré un vestido del color de la luna, como en Piel de asno, con la Estrella Azul por todo ornamento. Así que será facilísimo.
—¿Tú crees? Pobre inocente, pero si en cuanto te hayas marchado lo primero que hará Ferrals, sobre todo si el zafiro ha desaparecido contigo, es pedir la anulación del matrimonio, y tu querido papá no verá ni un céntimo.
—¡Que sí! ¡Y más del que crees! Nos las arreglaremos para que parezca que me han secuestrado unos bandidos que exigen un rescate. Dejaremos una nota en este sentido. Me buscarán por todas partes, y como no me encontrarán, creerán que mis raptores me han matado. Todo el mundo se pondrá muy triste y sir Eric no podrá hacer otra cosa que llorar y tratar de consolar a los míos. Mientras tanto, nosotros dos seremos felices —concluyó Anielka—. ¿Qué te parece mi idea?
Recuperado de su estupor pero incapaz de seguir conteniéndose, Morosini se echó a reír.
—Me parece que lees demasiadas novelas o que tienes una imaginación desbordante…, o las dos cosas. Pero sobre todo me parece que tienes en poca consideración la inteligencia de los demás. Ferrals es un hombre poderoso; en cuanto te lleve conmigo en mi fogoso corcel, tendremos detrás a la gendarmería en pleno. Las fronteras y los puertos estarán vigilados…
—Te equivocas. En la carta que dejemos, pondremos que podrían matarme si se avisa a la policía.
—Tienes respuesta para todo… o casi todo. Sólo olvidas una cosa: tú misma.
Anielka abrió forzadamente los ojos en señal de incomprensión.
—¿Qué quieres decir?
—Que eres una de las mujeres más encantadoras de Europa y que, convertida en princesa Morosini, estarás sobre un pedestal a cuyo alrededor Venecia se arrodillará. Tu fama cruzará las fronteras y lo más probable es que llegue a oídos de tus supuestamente desesperados familiares. Entonces no tardarán en encontrarnos y adiós felicidad.
—¿Sería menos grave si partiera esta noche contigo como me pides? Créeme, no tienes nada que temer. Y si quieres una prueba, hazme tu amante antes de la boda. Mañana…, el día que quieras seré tuya.
Por un momento se cegó, se sintió tentado de tomarle la palabra, de poseerla en un rincón de la selva virgen en miniatura. Afortunadamente, recuperó el juicio. Ya era embriagador saber que un día cercano sería suya…
—No, Anielka, mientras Ferrals esté entre nosotros, no. Cuando seamos el uno del otro, será con plena libertad, no a escondidas. Y en lo que se refiere a tu partida, preferiría que olvidaras esa historia fraudulenta del rescate. No puedo aceptarlo.
—Pero ¿no es acaso la única manera de apartar las sospechas de ti?
—Tiene que haber otra. Déjame pensarlo y volvamos a vernos pronto. Ahora es mejor que nos despidamos. Wanda debe de haber acabado con las existencias del barquillero.
—¿Cómo puedo citarte otra vez?
—Vivo en casa de tu vecina, la marquesa de Sommières, que es mi tía abuela. Echa una nota en su buzón. Iré a donde me digas.
Aldo acompañó esta afirmación con un ligero beso en la punta de la nariz de la joven. Luego la apartó de él con suavidad:
—Sintiéndolo en el alma, debo devolverte la libertad, mi bella ave del paraíso.
—¿Ya?
—Sí. Estoy de acuerdo contigo: siempre será demasiado pronto para separarnos.
Con la curiosa y desagradable sensación de estar en jaque mate, Aldo guardó silencio. Ella tenía razón. La enormidad de su plan lo había obligado a hacer de abogado del diablo, pero lo que él mismo había propuesto empujado por un súbito arrebato de pasión era igual de insensato. Por otro lado, ¿no valía la pena correr los mayores riesgos por esa exquisita criatura que lo había buscado para hablarle de amor? Tenía la impresión de ser una especie de cauto José ante una joven y adorable señora Putifar. En una palabra, se vio ridículo. Sin contar con que en ese plan delirante —aparentemente al menos— estaba quizá la solución de su problema: recuperar el zafiro para Simon Aronov, en espera de partir a la conquista de las otras piedras.
Se levantó, asió a la muchacha de las manos para ponerla en pie y la abrazó.
—Tienes razón, Anielka. Y yo soy un imbécil. Si aceptas vivir escondida algún tiempo, tal vez tengamos una posibilidad de conseguirlo.
—Aceptaré cualquier cosa para estar a tu lado —suspiró ella, apoyando el sombrero en el cuello de Aldo.
—Dame dos o tres días para pensar y ver cómo podemos hacer las cosas para que salgan bien. No dudes de que por ti seré capaz de las mayores audacias, de enfrentarme a todo con valor…, pero ¿estás segura de que nunca lo lamentarás? Vas a renunciar a una vida de reina.
—¿Para ser princesa? Es casi igual.
—Si te echaras atrás en el último momento, me harías mucho daño —dijo Morosini en un tono repentinamente grave. Pero ella se puso de puntillas para acercar los labios a los de él.
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