El tasador, el señor Lair-Dubreuil, asistido por los señores Falkenberg y Linzaler, iba a anunciar con su mazo el comienzo de la venta cuando se produjo un revuelo entre la muchedumbre. Morosini vio avanzar hacia unos asientos de primera fila, que dos jóvenes se apresuraban a dejar libres, un extravagante sombrero dorado envuelto en un mar de tul negro con pintas de oro, bajo el que aparecía el rostro lívido —debido a un curioso maquillaje blanco veteado de verde— y los ojos ardientes de la marquesa Casati. Fiel a su particularísima forma de vestir y a su pasión por el orientalismo, llevaba unos amplios pantalones dorados de sultana bajo una capa de terciopelo negro.

«¿Luisa Casati aquí? —pensó Morosini, abatido—. Va a costarme lo indecible librarme de ella.»

Apenas le sorprendió ver, tras la estela de la reina de Venecia, la elegante y fina silueta de lady Saint Albans, vestida con un conjunto de Redfern de crespón de China azul cielo y blanco, mucho más discreto, y un sombrero a juego. Su contrariedad se vio incrementada, pues no guardaba un buen recuerdo de la visita que le había hecho la bella Mary. «Parece que esas dos se han vuelto inseparables —rezongó—. ¡Quiera Dios que no me vean!»

Pero ese deseo era tan piadoso como absurdo: el pequeño monóculo con diamantes engastados de Luisa Casati ya apuntaba a la concurrencia a la manera del periscopio de un submarino. No tardó en localizar a Aldo, y una mano negra y dorada se levantó para hacerle señas. La suerte quiso que en ese preciso instante el señor Lair-Dubreuil reclamara la atención de la sala: la venta iba a empezar.

El primer rato pasó sin pena ni gloria. Una pulsera de veintisiete brillantes, un par de pendientes formados cada uno por una esmeralda rectangular rodeada de brillantes, un anillo compuesto de dos preciosos diamantes, un collar de ciento cincuenta y cinco perlas y un broche adornado con tres esmeraldas se vendieron sin dificultad a precios elevados, aunque la fiebre de la puja aún no había hecho su aparición. Esas piezas eran magníficas, pero recientes: se esperaban las joyas históricas.

El primer estremecimiento recorrió al público con el aderezo de oro, topacios y turquesas recomendado por Mina. Constituido por un collar, dos pulseras, unos pendientes y una pequeña y deliciosa diadema, era un conjunto muy atrayente que el zar Alejandro I había regalado a una de las bisabuelas de la princesa Apraxina a cambio de algunos favores.

«Mina debe de estar loca —se dijo Morosini—. Es demasiado bonito para la señora Rapalli. ¡Va a cumplir setenta años y es horrorosa!»

Sin embargo, enseguida se reprochó ese juicio poco caritativo. El hecho de que Rapalli fuera un nuevo rico no le impedía adorar a su mujer, que de hecho era una anciana encantadora. Conociéndola, seguro que nunca llevaría ese aderezo principesco entero, pero, al verlo como una prueba de amor de su esposo, lo convertiría en un precioso tesoro que contemplaría con tanta devoción como si fuera una imagen de la Virgen. Un destino más envidiable para unas joyas de esa clase, según Morosini, que ser exhibidas en la cabeza de una cortesana de moda en orgías organizadas en reservados del Café de París o de La Perouse. Precisamente el protector de una de esas damas estaba pujando con ardor, y de pronto, Aldo entró en la batalla. Batalla que ganó sin grandes dificultades, lo que le valió los aplausos frenéticos de Luisa Casati y de la colonia rusa, rápidamente informada acerca del ilustre apellido del comprador.

La sala estaba despertando. Tan sólo un pequeño círculo de habituales permanecía al margen del tumulto. Eran personas de edad avanzada que iban casi todos los días como si se tratara de un espectáculo. Permanecían en un rincón de la sala sin preocuparse de los aficionados ricos. Unos consultaban el catálogo, otros se limitaban a contemplar las piezas todavía sin vender. Entre esas personas había un hombre mayor —al menos a juzgar por sus cabellos blancos— que no se movía y parecía perdido en un sueño. Aldo sólo veía de él un perfil impreciso entre el borde de un viejo sombrero abollado y una chaqueta gris gastada, pero cuyo corte indicaba que había conocido días mejores.

El personaje permanecía tan inmóvil que se hubiera podido creer que estaba muerto. Había algo en él que intrigaba a Morosini, una vaga reminiscencia tan lejana que no lograba precisarla. Le habría gustado verle la cara, pero desde su sitio era prácticamente imposible.

La venta continuaba. Como no tenía intención de comprar nada más, Aldo seguía las pujas distraídamente, prefiriendo observar la sala en plena ebullición. Entre los más exaltados enseguida vio a lady Saint Albans. Transformada por su pasión puesta al desnudo, la joven inglesa parecía presa de una especie de furia incontrolable. En aquel momento competía con el Aga Kan por la posesión de un colgante italiano del siglo XVI, compuesto por una enorme perla barroca y piedras multicolores, y pujaba mientras retorcía, nerviosa, los guantes entre las manos.

«¡Señor! —pensó Morosini—. He visto muchos chiflados en mi vida, pero hasta este punto… Es una suerte que lord Killrenan haya puesto dos o tres mares entre ellos.»

La cosa empeoró cuando el príncipe oriental ganó la partida. Unas lágrimas de rabia brotaron entonces de los bonitos ojos grises, que Luisa Casati, en un alarde de solicitud, se esforzaba en enjugar susurrando algo mientras señalaba la mesa del tasador: las lágrimas de diamante acababan de hacer su aparición sobre un cojín de terciopelo negro, saludadas por una especie de suspiro general.

Morosini también se vio sometido a su fascinación: eran dos piedras espléndidas, montadas en unos pendientes que titilaban con un brillo suave y rosado. Un estremecimiento de admiración recorrió la sala como una ráfaga de viento sobre el mar y, al fondo, el señor mayor se levantó para ver mejor, pero volvió a sentarse enseguida dando muestras de una gran agitación.

Desde todas partes se hacían ahora pujas. El propio Aldo se dejó arrastrar, aunque sin esperanzas de victoria. Cuando un Rothsehild se metía por en medio, la lucha se volvía demasiado desigual. En cuanto al hombre mayor, no paraba de levantarse y sentarse, de modo tan repetido y ostensible que para Morosini fue evidente que el señor Lair-Dubreuil le atribuía pujas. No sin reticencias, por lo demás, pues el aspecto casi miserable del personaje debía de inspirarle dudas. Hasta el punto de que, en cierto momento, hizo una pausa y se dirigió directamente a él:

—¿Desea continuar pujando, señor?

Se oyó entonces una voz tímida y un poco aturullada que balbucía:

—¿Yo? Pero si yo no he pujado…

—¿Cómo? No para de moverse, de levantar las manos, y debe de saber que una simple señal basta.

—Perdone…, no… no me he dado cuenta. Es que soy tan feliz en estos momentos… Verá, hace mucho que no había contemplado unas piedras tan maravillosas y…

Se oyeron unas carcajadas y el señor se volvió, muy triste pero con mucha dignidad.

—¡Por favor, no se rían! Lo que he dicho es totalmente cierto.

Morosini no reía. Perplejo, miraba ese rostro surgido de pronto de su pasado más querido: el de Guy Buteau, su antiguo preceptor desaparecido durante la guerra. Pero la alegría que lo invadió al reconocerlo se vio inmediatamente empañada por el estado en que se hallaba: ese semblante pálido con profundas arrugas, esos cabellos demasiado largos y sin color, esa mirada lejana y sufriente. Un rápido cálculo lo llevó a concluir que ese anciano no tenía más de cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años. A partir de ese momento, la venta perdió todo interés para él; sólo quería una cosa: que acabara para reunirse con su amigo.

Su deseo se hizo realidad enseguida: el barón Edmond se llevó las «lágrimas», y los asistentes, comentando el acontecimiento, comenzaron a dispersarse. Un rápido vistazo tranquilizó a Morosini sobre una posible llamada de la marquesa Casati: estaba muy ocupada consolando a su amiga, que había sufrido el suplicio de Tántalo, ya que no había podido comprar nada, y lloraba, derrumbada sobre su silla. En unas zancadas, se acercó a su antiguo preceptor, que seguía sentado, seguramente en espera de que pasase la aglomeración. Él también lloraba, pero en silencio. Aldo se sentó en el asiento contiguo.

—Señor Buteau —dijo con una gran dulzura—, cómo me alegro de volver a verlo.

Le había cogido las manos, abandonadas sobre las rodillas, y las estrechaba entre las suyas. Los ojos castaños, que había conocido tan vivos, se volvieron entonces hacia él para contemplarlo con una especie de admiración.

—Me reconoce, ¿verdad? Soy Aldo, su alumno.

Un destello de alegría brilló por fin en la mirada anegada de lágrimas.

—¿Estoy soñando todavía o es usted de verdad?

—No tema, soy yo. ¿Por qué nos dejó creer que había muerto?

—Yo también lo creí durante mucho tiempo… Perdí la memoria como consecuencia de una herida en la cabeza. Había un gran agujero en mi vida…, pero desde hace unos meses estoy curado… Bueno, eso creo. Pude salir del hospital y, con mi pensión, alquilé una habitación en la calle Meslay, bastante cerca de aquí.

—Pero ¿por qué no tomó un tren y fue a Venecia? ¿Por qué no volvió a nuestra casa?

—Verá, es que no estaba seguro de que esa parte de mi existencia fuera real. Podía haberla imaginado. Pasaron tantas cosas dentro de mi cabeza cuando no sabía quién era ni de dónde venía… Y Venecia está lejos, el viaje es caro. Si me equivocaba, si ustedes no existían, no habría podido volver a mi casa y…

—Su casa es el palacio Morosini, su habitación, su biblioteca…

Un empleado de Drouot fue a invitar al príncipe a tomar posesión de su adquisición y a pagarla.

—Voy. Espéreme un momento, señor Buteau, y no se le ocurra moverse.

Unos minutos más tarde regresó llevando bajo el brazo un gran estuche de piel, un poco gastado pero sellado con una corona principesca, que abrió delante del aparecido.

—Mire. ¿No es magnífico?

El rostro fatigado recuperó el color y una de las blancas manos se acercó para acariciar el collar.

—Desde luego. Me fijé en este aderezo cuando fui esta mañana a la exposición. Venir aquí es mi única alegría, por eso me he instalado en las cercanías. ¿Lo ha comprado quizá para su esposa?

—No estoy casado, amigo mío. Lo he comprado para un cliente. Sí, ya ve, ahora soy anticuario especializado en joyas antiguas, y se lo debo a usted. Cuando era pequeño, me transmitió su pasión. Pero, venga, no nos quedemos aquí. Tenemos muchas cosas que contarnos… Lo acompaño.

—¿Me acompaña a casa?

—Sí, pero no para dejarlo allí. Tengo demasiado miedo de que escape. Vamos a coger un taxi para ir a la calle Meslay a recoger sus cosas y pagar lo que tenga que pagar, y luego iremos a casa de la señora Sommières. ¿Se acuerda de ella?

Una sonrisa abierta, incluso teñida de un poco de humor, apareció e hizo brillar los ojos castaños.

—¿De la señora marquesa? ¿Quién podría olvidar una personalidad como la suya?

—Ya verá, no ha cambiado nada. Voy a estar unos días en su casa; después, usted y yo volveremos a Venecia. Celina se pondrá loca de alegría cuando lo vea… y lo dejará como nuevo en un santiamén.

—A mí también me alegrará mucho verla a ella y sobre todo ver a la princesa. Por cierto, no me ha dicho nada de ella.

—Porque nos dejó. Le contaré su muerte junto con todo lo demás. Pero, dígame, cuando compré esto, el tasador dijo mi nombre. ¿No le llamó la atención?

—No. Perdone, pero había venido sobre todo a ver los diamantes de la emperatriz Isabel…, me fascinan…, y no pensaba que fuera a ocurrir un milagro.

Los dos hombres llegaron del brazo a la salida, pero Morosini se equivocaba si esperaba haber perdido de vista a Luisa Casati: ella y su compañera lo esperaban en la galería de acceso. La marquesa se precipitó hacia él, envolviéndolo en el vuelo de su capa de terciopelo igual que un torero al toro.

—¡Cuánto ha tardado en pagar esa fruslería! Estaba a punto de ir a buscarlo, pero ya lo tengo y no lo suelto. Mi coche está en la calle Drouot y voy a llevarlo a mi casa, a Vésinet.

—No va a llevarme a ninguna parte, querida Luisa. Permítame primero que salude a lady Saint Albans.

Esta le tendió con desgana una mano dirigiéndole una mirada cargada de rencor.

—Creí que no me reconocería, príncipe. ¿Ha cambiado de opinión acerca del brazalete de Mumtaz Mahal?

—¡Qué obstinación! —exclamó él, riendo—. Ya le dije que no lo tenía. ¿No ha intentado, entonces, como tenía intención de hacer, ponerse en contacto con lord Killrenan?

—Él no lo tiene y yo juraría que está en su casa.