Temiendo que el diálogo se eternizara, Aldo se volvió hacia Luisa Casati y se disculpó por no poder aceptar su amable invitación de acompañarla: la suerte acababa de poner en su camino a un viejo y muy querido amigo, al que pensaba dedicar su tiempo.

—Nos veremos cuando vuelva a Venecia. Yo sólo estoy aquí de paso.

—Yo no. Me quedo hasta el Grand Prix, y sabe perfectamente que nunca estoy en la laguna en verano. Hace demasiado calor.

—Entonces nos veremos más adelante. Muy a mi pesar, por supuesto. Mis más fervientes saludos, querida Luisa. Lady Mary…

Tras besar rápidamente la mano a las dos mujeres, se llevó casi en volandas a Buteau y cruzó con él la gran puerta acristalada del Hotel des Ventes.

—Se diría que la señora Casati tiene algo eterno —comentó el antiguo preceptor—. No envejece, y si he oído bien, sigue teniendo en Vésinet el bonito palacio Rosa que le compró al señor Montesquiou.

—Tengo la impresión de que su memoria está recuperando el tiempo perdido —dijo alegremente Aldo—. Le será muy útil para reanudar su gran obra sobre la sociedad veneciana del siglo XV. Lo está esperando.

Morosini paró un taxi que pasaba por allí y montó con sus dos adquisiciones del día, la más preciosa de las cuales —¡y con diferencia!— no era el aderezo de topacios destinado a la señora Rapalli.



Esa noche, en la calle Alfred-de-Vigny celebraron la resurrección inesperada de Guy Buteau. La señora Sommières, que lo conocía bien y siempre había apreciado su cultura, hizo en su honor una excepción a sus hábitos champaneras para brindar a la salud del borgoñón milagrosamente curado con un excepcional Chambolle-Musigny de finales del siglo anterior. El señor Buteau lo degustó con los ojos cerrados y lágrimas de beatitud. Él y su salvador tenían tantas cosas que contarse que ninguno de los dos durmió mucho esa noche. Aldo se sentía tan feliz que se olvidaba de sus costillas fracturadas y hasta del recuerdo de Anielka, de la que se abstuvo de hablar. No servía de nada cargar demasiado la mente de su viejo amigo, quizá todavía un poco frágil.

A lo largo del día siguiente, Aldo disfrutó infinitamente haciendo de madrina de Cenicienta, es decir, cambiando la imagen del señor Buteau de la cabeza a los pies gracias a una larga visita a Old England, donde escogieron un vestuario completo, y a otra más corta a un buen peluquero. Cuando hubo acabado, el anciano de la casa de subastas había rejuvenecido diez años y casi había recuperado su aspecto de otros tiempos.

Sin embargo, Morosini tuvo que batallar hasta conseguir que Guy Buteau aceptara su metamorfosis. El interesado no paraba de protestar, de decir que era demasiado, que aquello era una locura, pero su antiguo alumno tenía respuesta para todo.

—Cuando volvamos a casa, tendrá más cosas que hacer de las que imagina y no se limitará a escribir su gran obra. Tengo la intención de integrarlo en la firma Morosini, donde podrá hacerme grandes servicios. Tendrá un sueldo y, si se empeña, me pagará los gastos de ahora. ¿Le parece bien?

—No sé qué objeciones podría hacer. Me colma de alegría, querido Aldo. Y para que vea lo exigente que soy, voy a pedirle otro favor.

—Puede darlo por hecho.

—Quisiera que dejase de llamarme «señor Buteau», que es más largo que un día sin pan. Ya no es mi alumno, y puesto que vamos a trabajar juntos, hágame el honor de tratarme como a un amigo.

—¡Encantado! Bienvenido a casa, querido Guy. Está un poco diferente de como la ha conocido, pero estoy seguro de que se sentirá a gusto. Por cierto, tal vez pueda hacerme un primer servicio tomando posesión de su cargo ahora mismo. Como le he dicho, creo, tengo que quedarme unos días más aquí para asistir a la boda… de un importante conocido, y me iría bien que usted se fuese a Venecia mañana. Preferiría acompañarlo, claro, pero quisiera que el aderezo que compré ayer esté allí cuanto antes. Lo esperan con impaciencia.

—¿Quiere que lo lleve yo? Con mucho gusto.

—Estoy seguro de que se llevará muy bien con Mina van Zelden, mi secretaria, que no para de proclamar que tiene muchísimo trabajo. En cuanto a Celina y su esposo, echarán la casa por la ventana para celebrar su regreso. Voy a telefonear a Zaccaria y después llamaré a Cook para reservar una cabina.

El repentino deseo de Morosini de mandar a Venecia a un hombre que se sentía tan feliz de haber encontrado no se explicaba por la urgencia de llevarle a Mina los futuros topacios de la señora Rapalli, sino por la proximidad de la boda de Anielka. Aldo, que aún no sabía cómo transcurriría una jornada que imaginaba tumultuosa, no quería que el señor Buteau se viera involucrado en los acontecimientos que se desarrollarían. Ese hombre tranquilo, apacible y enemigo de las grandes aventuras, con toda seguridad tendría bastantes dificultades para aprobar esta. Tal vez incluso para entender algo de la trama. De todas formas, Aldo deseaba evitar que se empañara, por poco que fuera, la nueva felicidad que irradiaba un ser al que quería y que había sufrido mucho.

Una vez que hubo instalado a Guy entre la caoba, los espejos grabados, las alfombras y el terciopelo del gran tren de lujo, sus preocupaciones volvieron a aparecer intactas. Estaba mucho mejor, pero seguía sin noticias de Vidal-Pellicorne, lo que tenía la virtud de irritarlo.

La señora Sommières llevó su nerviosismo al límite diciendo de pronto, como quien no quiere la cosa:

—¿Has pensado en el regalo?

—¿Regalo? ¿Qué regalo? —refunfuñó Aldo.

—¿Acaso no estás invitado la semana que viene a una boda? En esos casos, es costumbre ofrecer un presente a la joven pareja para ayudarla a montar la casa. Según los medios de que uno disponga y del grado de intimidad, puede ir desde la pala para tartas y las pinzas del azúcar hasta un cartel Regencia o un cuadro de un autor consagrado —sugirió, con un brillo de malicia en los ojos—. A no ser, claro, que renuncies a comprometer tu dignidad relacionándote con esa gente.

—Tengo que ir.

—¡Qué terquedad! No entiendo qué placer puede causarte esa boda… a no ser que tengas la intención de raptar a la novia al terminar la ceremonia —añadió la marquesa riendo, sin sospechar que estaba diciendo la verdad. Por suerte, en ese momento estaba ocupada sirviéndose una copa de champán, lo que le impidió ver que Aldo acababa de ponerse rojo como un tomate. Este, a fin de dar tiempo a su rostro para recuperar el color natural, decidió levantarse y dirigirse hacia la puerta.

—Perdone —dijo—. Tengo que telefonear a Gilles Vauxbrun.

La voz de tía Amélie lo alcanzó en el momento en que iba a cruzar el umbral:

—¿Te has vuelto loco? ¡No irás a arruinarte comprando a un gran anticuario algo para ese bandido de Ferrals! Además, tengo otra pregunta que hacerte: ¿a quién piensas enviar el regalo, a él o a ella?

—A los dos, puesto que viven bajo el mismo techo. Cosa que, a mi entender, no es muy apropiada.

—No te lo discuto; a mí me parecía escandaloso. Afortunadamente, hay novedades: anteayer los Solmanski emigraron al Ritz, donde ocupan la mejor suite. Parece ser que allí nunca han visto llegar tantas flores. Nuestro vendedor de cañones saquea las floristerías para agasajar a su amada.

Morosini emitió un silbido admirativo.

—¡Caramba, sí que sabe cosas! ¿Marie-Angéline tiene tantas amistades en la plaza Vendôme como en Saint-Augustin?

—Pues no. Ha sido cosa de esa vieja urraca de Clémentine d'Havré, que vino a tomar el té conmigo ayer después de haber comido en el Ritz. Olivier Dabescat fue a llorar sobre su hombro: ha tenido que anular la reserva de la suite real que había hecho no sé qué maharaja, para dársela a la novia. Así que ¿para quién es el regalo?

—Para él, por supuesto, pero no se preocupe, escogeré la pala para tartas.

En realidad, al día siguiente compró una pequeña figura romana de bronce del siglo I después de Jesucristo, que representaba al dios Vulcano forjando el rayo de Júpiter. Un símbolo perfecto para un fabricante de cañones. Además, habría sido mezquino escatimar con un hombre al que iba a quitarle a su joven esposa y una piedra que, con razón o sin ella, él consideraba ancestral.

—Lo malo —comentó Adalbert cuando se enteró del envío de la estatuilla— es que el pobre Vulcano, que estaba casado con Venus, no fue muy feliz en su matrimonio. ¿Lo había olvidado o lo ha hecho expresamente?

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Morosini con desenvoltura—. No se puede pensar en todo.


8

Una boda diferente

Dos días antes de la boda de sir Eric Ferrals con la encantadora condesa polaca de la que todo París hablaba, era imposible encontrar una habitación libre en los hoteles y las ventas situados entre Blois y Beaugency. Además de los invitados, demasiado numerosos para que fuera posible alojarlos en el castillo, estaba la prensa, nacional y local, ávida de imágenes y de cotilleos, por no hablar de la policía y de los curiosos, atraídos por una manifestación mundana que prometía ser fastuosa.

Aldo y Adalbert no tenían ese problema: estaban en primera línea desde la tarde del día 15. El primero fue albergado en una encantadora casa solariega de estilo renacimiento cerca de Mer por una antigua compañera de convento de tía Amélie y se trasladó al castillo en el «coche de petróleo» de la marquesa. El segundo, doblemente invitado por Ferrals y el joven Solmanski, efectuó en el castillo, donde iba a dormir, una ruidosa entrada montado en su pequeño Amilcar rojo. Gracias a ese bólido, que podía circular a ciento cinco kilómetros por hora pero cuyos frenos sólo accionaban las ruedas traseras, nadie permaneció ajeno a su llegada en todo el pueblo y poblaciones vecinas.

Quedaba un tercer personaje, al que el arqueólogo concedía una importancia capital porque debía encontrarse con Anielka y ponerla a buen recaudo durante el tiempo necesario para que no la encontraran. Este llevaba allí cinco días y se dedicaba a pescar lucios en la otra orilla del Loira en espera de interpretar su papel. Se llamaba Romuald Dupuy y era el hermano gemelo de Théobald, el fiel sirviente de Adalbert.

Un hermano tan gemelo que ni siquiera Vidal-Pellicorne acertaba a distinguirlos. Ambos profesaban por el arqueólogo la misma devoción desde que, durante la guerra, este había salvado la vida a Théobald arriesgando la suya. Para los gemelos era como si los hubiese salvado a los dos.

Desde hacía cinco días Romuald, que había llegado en motocicleta haciéndose pasar por periodista, se las había arreglado para alquilar a precio de oro una casita y una barca perteneciente a un pescador de la zona. Como una y otra se hallaban situadas casi enfrente del castillo, el emplazamiento le pareció ideal, y desde entonces mataba el tiempo sumergiendo el sedal y la plomada en el agua.

Desde su barca, protegida por sauces plateados, podía observar —a simple vista o con ayuda de unos gemelos— la larga construcción blanca de la que, en otros tiempos, los galanteadores de una amante real decían que era el palacio de Armida transportado por las nubes hasta la orilla del Loira.

Rodeado de un parque inmenso y dispuesto como una ofrenda a los dioses sobre admirables jardines divididos en terrazas que descendían hasta el río por dos rampas majestuosas, el castillo, cuyas tonalidades cambiaban con el cielo, era de una belleza casi irreal. Bajo la rápida carrera de las nubes, siempre parecía a punto de echar a volar. Era un espectáculo cautivador por sus incesantes cambios.

Sin embargo, cuando, la mañana del día de la boda, Romuald se asomó a la ventana de su casa, creyó que estaba soñando: frente a él todo estaba blanco, como si hubiera nevado durante esa noche de mayo. Los jardines escalonados rebosaban de flores inmaculadas y, sobre las alfombras de césped, grandes pavos reales todavía más blancos se paseaban majestuosamente. Era delirante y sublime a la vez, y el observador invisible lo admiró con ojos de experto. Semejante milagro debía de haber exigido un ejército de jardineros trabajando a la velocidad del viento, pues el castillo había permanecido iluminado hasta tarde con motivo de la recepción que había seguido a la boda civil. Lo que no había dejado mucho tiempo a los magos del plantador y el rastrillo antes de que se hiciera de día. Y Romuald, repentinamente pensativo, se dijo que debía de ser muy bella la mujer por la que un hombre, sin duda perdidamente enamorado, desplegaba tantas maravillas.

El ceremonial establecido por sir Eric era sorprendente: la boda religiosa se celebraría durante la puesta de sol en una capilla improvisada, un edificio construido para la ocasión al final de la larga terraza, delante de un pequeño templo dedicado al culto de la Antigüedad, y decorado con grandes rosales trepadores, hiedra, mirtos, azucenas y lilas blancas. A continuación habría una cena en el castillo, seguida de unos deslumbrantes fuegos artificiales, tras lo cual, escoltada por porteadores de antorchas y músicos tocando la trompa, la pareja iría en una calesa adornada con flores, digna de la Bella Durmiente del Bosque, al lugar secreto donde se consumaría el misterio nupcial.