—Esperemos que haga bueno —había comentado Morosini cuando Vidal-Pellicorne le había detallado el programa, que lo irritaba prodigiosamente—. Si llueve, todo ese gran despliegue será ridículo. Suponiendo que no lo sea ya.

—Dios no se atrevería a hacerle eso al gran sir Eric Ferrals —había contestado Adalbert con una sonrisa de fauno—. De todas formas, ese ajetreo nos será muy útil: bastará con que nuestra joven novia aproveche un cambio de vestido para confundirse entre la multitud de invitados. Después no tendrá más que bajar hasta la orilla del río, donde Romuald la esperará con su barca para transportarla al otro lado.

—No me gusta mucho la idea de hacerle cruzar el Loira en plena noche. Es un río bastante peligroso.

—Confíe en Romuald. Es un hombre que siempre estudia el terreno, ya se trate de plantar lechugas o de atravesar un campo de minas.

Pese a esas garantías, el corazón de Aldo latía a un ritmo inusitado cuando detuvo el coche en el patio principal y, después de haberse quitado el guardapolvo y la gorra, lo dejó en manos de uno de los sirvientes encargados de aparcar los automóviles en la explanada contigua a las verjas.

El ornamento central de ese patio contiguo a las verjas, por lo demás bonito y armonioso, hizo sonreír a Morosini y lo ayudó a relajarse. Era una gran estatua de mármol que representaba al emperador Augusto. No cabía duda, estaba en casa de Ferrals.

—Esta estatua y los numerosos bustos de césares y otras divinidades diseminados por los jardines fue lo que decidió a nuestro inglés internacional a comprar este castillo —dijo detrás de Aldo la voz cansina de Vidal-Pellicorne, que estaba fumando un cigarrillo en la escalinata—. Al principio le parecía un poco modesto y hubiera preferido Chambord.

El veneciano se volvió con expresión divertida.

—¿Nos conocemos?

—¿Acaso ha olvidado, príncipe, aquella agradable velada que pasamos en Cubat? —pregonó el arqueólogo, que añadió en voz más baja—: Yo creo que ahora podemos declararnos conocidos. Eso simplificará las cosas. Además, nada nos impide simpatizar.

Acompañado del conde Solmanski, sir Eric recibía a sus invitados en uno de los salones cuyos grandes espejos habían reflejado los satenes nacarados y la gracia exquisita de madame de Pompadour. Mientras que el saludo del polaco se redujo a una breve inclinación del busto y un vago estiramiento de labios, el novio tendió a Morosini una mano ancha y franca que este no estrechó sin una ligera vacilación, súbitamente incómodo ante ese recibimiento inesperado.

—Me alegra ver que se ha repuesto —dijo Ferrals— y me alegra todavía más darle las gracias: su bronce es uno de los regalos más bonitos que me han hecho. Me ha gustado tanto que lo he puesto en mi mesa de trabajo, así que no lo verá entre los presentes expuestos en la biblioteca.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Adalbert mientras se perdía con Aldo entre los invitados—. Ha sido un recibimiento inolvidable. ¡Ese hombre lo adora!

—Empiezo a temer que así es y no le oculto que me incomoda.

—Si le hubiera regalado unas pinzas para el azúcar, no se habría emocionado tanto. Pero, dicho esto, pongamos las cosas en su sitio: usted se dispone a quitarle su mujer, de acuerdo, pero él tiene una joya que es suya y usted sabe que mataron a su madre para que él pudiera conseguirla. Así que déjese de escrúpulos.

—¿Qué quiere que haga? Cada uno es como es —suspiró Morosini—. Pero, cambiando de tema, ¿cómo es que no veo a su amigo Sigismond? Debería estar pictórico de entusiasmo en este día glorioso que restablece sus finanzas presentes y futuras.

—Está durmiendo la mona —dijo Adalbert—. Anoche tuvimos una de esas cenas que dejan huella en la vida de un hombre. El apuesto joven ingirió la ración de un rey solamente en Château-Yquem, Romanée-Conti y champán, así que tardaremos en verlo aparecer.

—Ésa sí que es una buena noticia. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora?

—La ceremonia no empieza hasta dentro de una hora. Podemos escoger entre refrescarnos en uno de los bufés o ir a admirar los regalos de boda. Si me lo permite, yo me inclinaría más por la segunda opción. Seguro que la exposición le gusta.

Los dos hombres siguieron al río de invitados que se dirigía hacia ese lado, aunque con intenciones diferentes: unos querían ver si su regalo ocupaba un buen sitio y comparar; otros —la mayoría— iban por curiosidad, para ver lo que los periódicos ya anunciaban como un auténtico tesoro.

Los presentes se encontraban reunidos en una vasta sala prácticamente desnuda que tiempo atrás había sido una biblioteca. Era una estancia sin ventanas, iluminada por un techo acristalado y cuya única puerta, custodiada por dos policías de paisano, daba al gran vestíbulo.

La presencia de dos ministros en ejercicio, de varios embajadores, de dos príncipes reinantes, uno en un principado europeo y el otro en un lugar del Rajputana, justificaba por sí sola la vigilancia oficial, aunque tal vez menos que la acumulación de riquezas en la antigua biblioteca. Al entrar, Morosini creyó por un momento que se encontraba en la cueva de Alí Baba. Largas mesas cargadas de vajilla de plata o esmaltada, de cristalería, de grabados raros, de jarrones antiguos y de una infinidad de objetos preciosos enmarcaban otra, redonda y cubierta de terciopelo negro, donde estaban expuestas magníficas joyas sobre las que convergía la luz de varios focos potentes. Había de todos los colores, joyas antiguas y aderezos modernos, pero, a pesar de la atracción que ejercían sobre él las piedras preciosas, Morosini sólo vio una, la que, colocada en la cima de una pirámide, parecía reinar sobre las demás: el gran zafiro estrellado que no había contemplado desde hacía muchos años. Y que no pintaba nada en aquel escaparate puesto que era la dote de Anielka y no un regalo.

Esa gema maravillosa por la que se habían cometido crímenes estaba allí como un desafío, como una venganza. Y de repente, los remordimientos que Morosini sentía desde el apretón de mano de sir Eric desaparecieron. El zafiro visigodo estaba expuesto para provocarlo y no había que buscar más lejos la explicación de una invitación en definitiva insólita.

Un arrebato de cólera invadió súbitamente a Morosini, junto con el violento deseo de derribar ese pretencioso escaparate para llevarse lo que había sido un tesoro familiar y que tenían la osadía de exhibir ante sus ojos.

Adalbert se percató de lo que le sucedía a su amigo y lo asió del brazo susurrando:

—No nos quedemos aquí. Le daría una satisfacción demasiado grande si lo sorprendiera contemplando lo que le ha robado.

—Y que ya no tengo muchas esperanzas de quitarle. Aquí, a la vista de todo el mundo y bajo la vigilancia de policías sin duda armados, está mejor protegido que en una caja fuerte. Pobre amigo mío, no tiene usted ninguna posibilidad ni siquiera de acercarse a él.

—¡Hombre de poca fe! Tengo un plan del que lo pondré al corriente cuando llegue el momento. Así que no piense más en ello, sonría y venga a tomar una copa. Algo me dice que la necesita.

—Empieza a conocerme casi demasiado bien… ¡Señor! ¡Sólo faltaba ella!

Esta última exclamación la había provocado la pareja que estaba entrando en la sala y a cuyo paso se alzaba un murmullo halagador. Se trataba del conde Solmanski llevando del brazo a una mujer deslumbrante a la que Morosini acababa de reconocer con consternación: Dianora en persona. Y lo peor era que iba directamente hacia él y que le resultaba imposible escapar.

Envuelta en muselina azul, aureolada por una capelina transparente a juego, una catarata de perlas deslizándose desde su cuello y rodeando sus delgados brazos, respondía con gracia a los saludos que le dirigían sin perder de vista a la persona a la que había decidido que quería acercarse. Aldo oyó a Adal silbar quedamente y luego exclamar entre dientes:

—¡Cielos, qué belleza!

—Alégrese. Va a tener el honor de serle presentado.

Un momento después era cosa hecha y la joven envolvía a los dos hombres en su radiante sonrisa.

—Encantada de conocerlo, señor —le dijo a Pellicorne—, pero comprenderá que esté más encantada todavía de ver a un amigo de juventud.

—No es mi caso —repuso el arqueólogo—, porque es un amigo de esta mañana.

—Es usted encantador. La verdad, Aldo, es que cuando el conde Solmanski me ha dicho que estaba aquí no daba crédito a mis oídos. No tenía ni idea de que se encontraba en Francia.

—Yo podría decirle lo mismo. Creía que estaba usted en Viena.

—Lo estaba, pero ninguna mujer puede dejar de venir a París en primavera, aunque sólo sea por los modistas. De todas formas, aunque hubiera estado en la otra punta del mundo, habría venido para asistir al enlace de dos amigos.

El sonido grave y musical de una campana interrumpió esta conversación. El conde Solmanski se inclinó ante Dianora.

—Le pido disculpas, querida, pero ha llegado el momento de que conduzca a la novia al altar.

Como un mar que se retira, la riada de invitados retrocedió hacia las cristaleras para salir a la terraza y su asombrosa capilla de flores, que convergían hacia un coro tapizado de orquídeas en medio de las cuales ardía un centenar de velas. La visión era mágica.

La señora Kledermann se apoderó con autoridad del brazo de Morosini.

—Querido, vas a ser el compañero ideal para soportar el aburrimiento de una ceremonia nupcial. En mi opinión, es todavía más pesado que un entierro, donde al menos puedes distraerte evaluando el grado de hipocresía de las lágrimas de la familia.

Con gesto firme, Aldo apartó la mano enguantada apoyada sobre su brazo.

—No me permitiría usurpar el puesto de tu marido. ¿O acaso debo deducir que en esta ocasión también estás sola?

—Mientras podamos vernos, nunca estaré sola —susurró ella con esa voz cálida e íntima que antes lo turbaba pero que ahora no le producía ningún efecto.

—Eso no es una respuesta. Si no supiera lo que representa en el mundo financiero europeo, me preguntaría si existe realmente, ¡Ese hombre es la Arlesiana!

—¡No digas tonterías! —repuso Dianora en tono disgustado—. ¡Pues claro que existe! Créeme, Moritz está bien vivo y muy aferrado a una existencia de la que sabe sacar el mejor partido. Lo que ocurre es que para él el mejor partido no reside en este tipo de manifestaciones. Estas me las deja a mí encantado.

—¿Y a ti te gustan?

—No siempre, sólo algunas veces. Como hoy, por ejemplo: el romance de Ferrals me fascina. Esa máquina de hacer dinero dominada por la pasión tiene algo mágico… Bueno, ¿vamos o prefieres quedarte plantado en este salón hasta el día del juicio final?

En esta ocasión Aldo no tuvo más remedio que ofrecer su brazo si no quería ser grosero. Su compañera y él se sumaron a los invitados que estaban repartiéndose a ambos lados de una larga alfombra verde sobre la cual, al cabo de un instante, dos muchachas arrojarían pétalos de rosa. Una orquesta invisible tocó una marcha solemne: el cortejo de la novia se acercaba. Compuesto de niñas con vestidos de organdí que tendían entre ellas largas cintas de satén blanco, símbolos de pureza, anudadas a ramilletes redondos, era encantador, pero Aldo sólo vio a Anielka.

Cautivadora y pálida, fluida como un chorro de agua dentro de su largo vestido blanco centelleante de cuentas de cristal, con una pequeña y adorable corona de diamantes sobre su cabellera rubia, avanzaba del brazo de su padre con los ojos clavados en la punta de sus zapatos de satén blanco. Su aire triste y ausente hizo que a Aldo se le encogiera el corazón. Le costó mucho luchar contra el deseo de abalanzarse entre las niñas para llevarse a la mujer que amaba lejos de aquellos indiferentes que habían ido a disfrutar del espectáculo de una virgen de diecinueve años entregada a cambio de dinero contante y sonante a un coetáneo de su padre.

Fue todavía peor cuando pasó por delante de él y Aldo la vio alzar sus dulces párpados. Los enormes ojos de oro cargados de auténtica angustia se detuvieron un instante sobre los suyos antes de desviarse, con un destello de cólera, hacia su excesivamente bella compañía. Después volvieron a bajar la mirada. La larga cola brillante sobre la que espumeaba el denso vapor del velo de tul se alargó interminablemente hasta el reclinatorio de terciopelo verde junto al que esperaba el novio.

Tal como Ferrals había dispuesto, el sol poniente incendiaba el río real mientras comenzaba a celebrarse la solemne liturgia de la boda, cada palabra de la cual intensificaba la desazón de Morosini. «Deberíamos habernos llevado a Anielka anoche —pensó con rabia—. La boda civil no tenía importancia, pero la bendición de ahora…»