Sabía que lo que podía pasar poco después, en el corazón de la dulce noche de mayo, lo volvería loco. Se sentía como Otelo imaginando, con un realismo típicamente masculino, a Ferrals desnudando a Anielka y poseyéndola. La imagen apareció con tanta claridad en su mente que trató de apartarla.

—¡No! —masculló—. ¡Eso no!

Él codo de la señora Kledermann se clavó de pronto en sus costillas mientras la dama miraba con estupor e inquietud el semblante crispado de su compañero.

—¿Se puede saber qué te pasa? —susurró—. ¿Te encuentras mal?

Aldo se estremeció y se pasó una mano poco firme por la frente, repentinamente húmeda, pero se obligó a sonreír.

—Perdón. Estaba pensando en otra cosa.

—Creía que ibas a levantarte para poner un impedimento a la boda. Parecías un perro al que acaban de quitarle su hueso.

—¡Qué estupidez! —dijo él, prescindiendo de toda cortesía superflua—. Mi pensamiento estaba a cien leguas de aquí.

—Mucho mejor. En tal caso, no vale la pena que te enfades. Hemos llegado al meollo de la cuestión.

En efecto, el momento del «sí» había llegado. Allá, al fondo de la caracola de pétalos y de llamas, el sacerdote avanzó hacia los novios y sus manos extendidas los acercaron. Se hizo el silencio; todo el mundo estaba atento para captar los matices del juramento mutuo. El de sir. Eric, firmemente pronunciado, sonó como una campana de bronce. En lo que se refiere a Anielka, se la oyó balbucir unas palabras en una lengua incomprensible —sin duda polaco— y a continuación se desmayó con gracia mientras el oficiante pronunciaba confiadamente las palabras sacramentales.

La hermosa ceremonia se estaba yendo al traste. En medio de un concierto de exclamaciones que hizo callar al órgano y los violines, Ferrals se había precipitado hacia su joven esposa para sujetarla al tiempo que llamaba a voz en grito a un médico. Un miembro del Instituto que lucía en el chaqué el distintivo de la Legión de Honor fue a prestar su ayuda, acompañado de una dama engalanada con encajes malva que chillaba gesticulando. Unos minutos más tarde, un robusto lacayo se llevaba a la joven al castillo, seguido del esposo, del médico, de la mujer del médico y del conde Solmanski.

—¡No se muevan! —ordenó sir Eric a sus invitados—. Enseguida volveremos. No es más que un ligero mareo.

En medio de la consternación general, Dianora se permitió una risita insolente.

—¡Qué divertido! —dijo, haciendo como si aplaudiera—. Esto sí que se sale de lo normal. Me recuerda una velada en la Scala de Milán en que la diva fue víctima del primer mareo del embarazo en el escenario. Por suerte, pudo volver y continuar la interpretación. Tenía mal color, pero, como cantaba La Traviata, le quedaba tan bien que tuvo un éxito arrollador. Apuesto a que nuestra novia también lo tendrá.

—¿No te da vergüenza? —gruñó Morosini, furioso—. Esa pobre chica está enferma y a ti te divierte. Me entran ganas de ir a ver…

La mano de la joven asió su brazo y lo apretó con una fuerza sorprendente.

—¡Estate quieto! —susurró entre dientes—. Nadie entendería tu solicitud, y el marido menos aún. No sabía que eras tan sensible al encanto juvenil, querido.

—Yo soy sensible a todo el sufrimiento.

—Aquí hay bastante gente para ocuparse de este. Además, voy a ir yo a informarme.

—¿Con qué derecho?

—Uno: soy una mujer. Dos: soy una amiga de la familia. Y tres: tengo una habitación en el castillo y resulta que no llevo encima pañuelo para llorar contigo. Espérame aquí.

Recogiendo con una mano la muselina azul y quitándose con la otra la capelina, la joven abandonó su sitio y se dirigió al castillo. Vidal-Pellicorne aprovechó la circunstancia para reunirse con su amigo. Él, que estaba siempre seguro de sí mismo, parecía preocupado.



—No entiendo nada —dijo sin pensar en bajar la voz, pues a su alrededor todo el mundo hablaba animadamente—. Ese desvanecimiento no estaba previsto en el programa. Por lo menos en este momento.

—¿Había decidido que sufriría una indisposición?

—Sí, durante la cena. Debía encontrarse mal y decir que se iba a descansar hasta la hora de la partida. Ferrals no podría quedarse con ella; tiene invitados demasiado importantes y debe atenderlos. Durante los fuegos artificiales, Anielka, ayudada por Wanda, que nos apoya, debía vestirse como una doncella y, evitando la terraza, bajar hasta el río, donde la esperaría Romuald. Me pregunto qué ha podido pasar. ¿Me entendería mal?

—¿Y si estuviera realmente enferma? Cuando ha llegado para la ceremonia, estaba pálida y triste.

—Quizá tenga razón. Hay algo que no encaja. Hasta ahora, experimentaba una alegría infantil al pensar en la aventura de esta noche. Además, empiezo a creer que lo ama.

—Es la única noticia buena del día. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Nada. Nos han pedido que esperemos. Pues esperaremos. Entre tanto pensaré en la continuación de las operaciones. Verá, yo contaba con el intermedio de la cena para ocuparme de la mesa de las joyas y tengo que idear otra cosa.

Mientras Vidal-Pellicorne se abismaba en sus pensamientos, Aldo se esforzaba en mantener la calma, aunque no le resultaba fácil, pues la paciencia no era su virtud dominante. Intuía una catástrofe y la atmósfera de la capilla artificial no contribuía a apaciguarlo. Se percibía cierto malestar, como si aquellas personas fueran náufragos abandonados en una isla desierta. La música ya no sonaba; el sacerdote había desaparecido y las damas de honor, sentadas en los peldaños del altar o incluso sobre la alfombra, jugaban con las flores y las cintas. Algunas empezaban a llorar, mientras que los asistentes que se conocían se interrogaban con la mirada: ¿debían quedarse?, ¿debían irse? La espera se eternizaba y, poco a poco, la paciencia cedió el paso a cierta agitación, sobre todo por parte de las personalidades oficiales, ministros y embajadores. Se oían fragmentos de frases: «¡Es inconcebible!… Un desvanecimiento no dura tanto… Por lo menos podrían preocuparse por nosotros… Yo jamás había visto nada parecido, ¿y usted?…»

Aldo sacó su reloj.

—Si dentro de cinco minutos no ha venido nadie a darnos una explicación, voy a informarme.

No había terminado de hablar cuando el conde Solmanski, tan frío y solemne como siempre pero visiblemente contrariado, entró en la capilla. Se dirigió al altar, ocupó el lugar del oficiante y, después de disculparse en nombre de sir Eric y en el suyo propio, tranquilizó a los invitados sobre el estado de salud de su hija.

—Se encuentra mejor, pero está demasiado cansada para asistir a la misa, que debía ser cantada. Se trata de un detalle sin importancia, puesto que el matrimonio ya se ha celebrado. El intercambio de los anillos se hará más tarde en la intimidad, pero la fiesta tendrá lugar tal como nuestro anfitrión había previsto. Si tienen la bondad de acompañarme al castillo, todos necesitamos recuperar la atmósfera alegre que reinaba hace un rato.

El conde fue a ofrecer su brazo a una dama sentada en la primera fila. Era una inglesa de edad avanzada pero de gran porte, la duquesa de Danvers, íntima y vieja amiga de Ferrals. Tras ellos, con un entusiasmo en el que había una gran dosis de alivio, los invitados salieron comentando el suceso. Algunos se preguntaban si una boda tan chapucera era válida, ya que nadie había entendido lo que decía Anielka antes de perder el conocimiento. Aldo compartía esa opinión.

—¿De dónde se ha sacado Solmanski que su hija ya está casada? Aun suponiendo que el sacerdote haya entendido lo que Anielka ha dicho antes de desmayarse, el ritual no ha llegado hasta el final. En Venecia no sería válido.

—Yo no soy experto en la materia, pero a Ferrals eso le tiene sin cuidado —dijo Adalbert—. Él es protestante.

—¿Y qué?

—Amigo mío, sir Eric ha montado este decorado teatral y accedido a esta ceremonia sólo para complacer a su prometida, que exigía que la casaran según el rito católico, pero para él lo único que cuenta es la discreta bendición que un pastor les dio anoche después de la boda civil y antes de la cena.

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba usted presente?

—No. Me lo contó Sigismond antes de ahogarse en las viejas botellas de su cuñado.

—¿Y me lo dice ahora?

—Ya estaba bastante nervioso sin saberlo. Además, como después iba a haber una bendición católica, ese episodio no tenía tanto interés. Sin embargo, después de lo que acabamos de presenciar, las cosas se presentan de un modo diferente… y quizás explican un desmayo tan inesperado.

Morosini se detuvo en medio del paseo y obligó a su amigo a hacer lo mismo asiéndolo del brazo. Había recordado de pronto la expresión de sufrimiento de Anielka mientras se dirigía al altar.

—Dígame la verdad, Adal. ¿Eso es todo lo que el joven Solmanski le contó?

—¡Pues claro que es todo! Además, después de la cena era absolutamente incapaz de articular dos palabras con sentido. ¿Qué está imaginando?

—¿Por qué no lo peor? Pese al fasto de que se rodea y al título de barón que le concedió el rey Jorge V, Ferrals es un advenedizo, un patán capaz de todo…, incluso de haber ejercido anoche sus derechos de esposo. ¡Como se haya atrevido a hacer eso…!

Presa de una cólera tan súbita como una tromba de agua bajo los trópicos, se volvió hacia el castillo, ahora iluminado, como si fuera a abalanzarse para tomarlo por asalto. Vidal-Pellicorne sintió miedo de la violencia que percibía bajo la apariencia despreocupada y refinada de ese gran señor italiano.

—No siga por ahí —dijo, asiéndolo por los hombros—. Es inconcebible, ¿no se da cuenta? Piense en el padre. Jamás habría consentido que su hija fuese tratada de ese modo… Por favor, Aldo, cálmese. No es el momento de organizar un escándalo. Tenemos mejores cosas que hacer.

Aldo trató de sonreír.

—Tiene razón. Olvídelo, amigo. Ya va siendo hora de que este día acabe, porque estoy volviéndome loco.

—Aguantará hasta el final. Yo confío en usted. Además, se me ha ocurrido una idea.

No tuvo tiempo de decir más.

—¿Se puede saber qué hacen aquí? —dijo de pronto una voz alegre—. Todo el mundo ha entrado. ¿La gente se dispone a sentarse a la mesa y ustedes se quedan aquí charlando?

Fiel a su costumbre, Dianora Kledermann efectuó una de esas apariciones cuyo secreto parecía poseer. Se había cambiado de ropa, o más bien se había quitado buena parte de ella. Ahora llevaba un vestido de lamé plateado que la desnudaba suntuosamente y con ambigüedad, dejando al descubierto su espalda y sus hombros y cubriendo a duras penas sus magníficos pechos. Unos largos pendientes de diamantes y zafiros temblaban a ambos lados de su cuello, cuya armoniosa línea no era rota por ninguna joya. En cambio, sus antebrazos desaparecían bajo pulseras compuestas de las mismas piedras. Un solo anillo: un enorme solitario en la mano que sostenía un gran abanico de plumas de avestruz blancas. Estaba impresionante y la mirada de los dos hombres se lo dijo con claridad. Sin embargo, fue a Adalbert a quien ella dirigió una seductora sonrisa.

—¿Tiene la bondad de precedernos, señor Vidal-Pellicorne? Desearía decirle unas palabras en privado a nuestro amigo.

—¿Qué podría negarle, señora, a una sirena que se ha tomado la molestia de aprenderse mi apellido de memoria?

—¿Y bien? —dijo Morosini, a quien ese apartado no hacía ninguna gracia—. ¿De qué quieres hablarme?

—De esto.

En un segundo, sus brazos centelleantes rodearon el cuello de Aldo mientras su boca, a la vez fresca y perfumada, aspiraba la de él. Fue tan inesperado, y también tan refrescante —un auténtico bálsamo para sus nervios crispados— que este no reaccionó. Degustó el beso como hubiera saboreado una copa de champán. Tras lo cual, apartó a la joven.

—¿Eso es todo? —dijo en tono un tanto burlón.

—Por el momento, sí, pero más tarde tendrás mucho más. Mira a nuestro alrededor. Es un lugar de ensueño y hace una noche divina. Será nuestra cuando Ferrals se haya llevado a su palomita para enseñarle lo que es el amor.

Era lo último que había que decir.

—¿Es que sólo te interesa lo que pasa en una cama? —saltó Morosini—. No me imagino a ese zorro viejo como iniciador.

—Ah, saldrá del paso honorablemente. No es un maestro como tú, pero no carece de talento.

—No puedo creerlo. ¿Te has acostado con él? —preguntó Aldo, atónito.

—Mmm… sí. Justo antes de conocer a Moritz. Incluso por un momento pensé en casarme con él, pero decididamente los cañones no me gustan. Son demasiado ruidosos. Además, Eric no es un verdadero señor, mientras que mi esposo sí lo es.