—Habrían podido escoger peor —masculló el arqueólogo, aunque, pese a este comentario irónico, no parecía muy dispuesto a sonreír—. ¿Sabe quién ha sido?
—La misma persona que me apaleó o me hizo apalear en el parque Monceau. He oído una risa muy característica. Esto de vapulearme empieza a convertirse en una costumbre de lo más irritante.
—¿Y cómo ha salido?
—Derribando la puerta cuando he oído el estruendo abajo. Por cierto, ¿y si me contara lo que ha ocurrido? No habrá sido usted quien ha hecho caer a lady Clementine…
Vidal-Pellicorne adoptó una expresión contrita.
—Confieso que he sido yo el culpable. Una zancadilla involuntaria…, ya sabe lo torpe que soy con las extremidades inferiores. Sin embargo —añadió bajando la voz y en un tono mucho más alegre—, va a ponerse usted muy contento: el zafiro auténtico está en mi bolsillo. Lo que acaban de guardar en su estuche es la copia de Simon.
La noticia era tan buena que Aldo hubiera podido gritar de alegría.
—¿De verdad? —dijo.
—Más bajo. Por supuesto que de verdad. Podría enseñárselo, pero este no es el sitio más indicado.
Los invitados empezaban a salir del castillo para dirigirse a las sillas dispuestas en la terraza. La señora Kledermann, con una ligera capa sobre los hombros, se hallaba entre ellos.
—Estaba buscándolos —dijo—. Ha ocurrido una cosa un poco rara: no sé qué imbécil ha considerado oportuno derribar la puerta de mi habitación.
—¿Un admirador excesivamente impetuoso quizá? —sugirió Morosini entre bromas y veras—. Espero que le hayan dado otra habitación.
—Es imposible; están todas ocupadas. Pero están reparando la puerta. Ferrals se ha puesto furioso cuando ha visto los desperfectos en el momento que iba a buscar a su preciosa esposa para que presida al menos los fuegos artificiales antes de embarcar para Citera. Por cierto, si queremos conseguir un buen sitio, tenemos que darnos prisa —añadió, al tiempo que hacía el gesto de asirlos a cada uno de un brazo, gesto que Morosini esquivó hábilmente.
—Vayan delante, por favor. Quisiera lavarme las manos.
—Yo también —dijo Adalbert—. Me he arrastrado por el suelo buscando esa maldita joya.
En realidad, los dos querían asistir a la aparición de sir Eric, con o sin su mujer. Con toda seguridad, sin ella, puesto que Anielka debía aprovechar los fuegos artificiales para escapar. Para ello, era preciso convencer a Ferrals de que la dejara descansar un poco más.
En el vestíbulo todavía quedaba mucha gente. La anciana duquesa, un poco cansada, estaba sentada en un gran sillón en el hueco de la escalera, ante la cual el conde Solmanski, visiblemente nervioso, caminaba arriba y abajo dirigiendo vivas miradas hacia la planta superior. Al ver acercarse a los dos hombres, esbozó una sonrisa imprecisa.
—¡Qué estupidez haber venido aquí! —dijo—. Esta boda tan lejos de París no me hacía presagiar nada bueno, pero mi yerno no quiso atender a razones. Con el pretexto de que a su prometida le encantan los jardines, quería ofrecerle una boda campestre. ¡Ridículo!
El suegro estaba ostensiblemente de muy mal humor. Vidal-Pellicorne le dedicó su expresión más seráfica.
—Es muy poético —dijo, suspirando—. ¿A usted no le gusta el campo?
—Lo detesto. Rezuma aburrimiento.
—Entonces no debe de ser un polaco típico. A los que yo conozco les encanta…
Se interrumpió. Sir Eric acababa de aparecer en lo alto de la escalera y Morosini observó con secreta alegría que estaba solo y parecía preocupado.
—¿Y bien? —preguntó Solmanski—. ¿Dónde está mi hija?
Suspirando, sir Eric bajó para reunirse con él.
—Están acostándola. Creo que vamos a tener que pasar la noche aquí. Su doncella me ha dicho que ya ha perdido el conocimiento dos veces.
—Voy a ver qué pasa —decidió el padre empezando a subir, pero Ferrals lo retuvo.
—Déjela tranquila. Necesita sobre todo descansar, y mi secretario está telefoneando a París para que mañana por la mañana esté aquí un especialista. Mejor ayúdeme a acabar esta maldita velada yendo a contemplar los cohetes; después, cada uno se irá a su casa. Dirigiré unas palabras a nuestros amigos —añadió, acercándose a la duquesa, a la que ofreció su brazo antes de volverse hacia Aldo y Adalbert, que no sabían muy bien qué pensar—. Vamos, señores, acompáñennos. Creo que el espectáculo que nos espera será magnífico.
Mientras estrellas, cohetes, soles y luces de bengala iluminaban el cielo nocturno ante las exclamaciones admirativas de los invitados, que olvidaban su reserva para dejar emerger a los niños que habían sido, los dos amigos se morían de ganas de bajar a la orilla del río para ver qué sucedía allí, pero su anfitrión parecía desear su compañía. Hubo que esperar a que la fiesta terminara y Ferrals pronunciase un pequeño discurso pidiendo disculpas en nombre de su mujer y dando las gracias a los invitados por haber tenido tanta paciencia. Siguió el ritual de la partida para los que no se alojaban en el castillo.
Lo más extraño fue que sir Eric se empeñó en acompañar a Morosini hasta su coche, que un criado había ido a buscar. Eso contrarió sobremanera a la señora Kledermann, que no parecía muy dispuesta a separarse de su amigo, pero tuvo que ceder para no comprometer su reputación. No obstante, encontró la manera de decirle que pensaba ir a Venecia en un futuro próximo. Una perspectiva que no hizo vibrar de entusiasmo a Aldo, aunque, como tenía demasiadas preocupaciones para pensar en eso, decidió olvidarlo de inmediato. ¡Cada día trae su afán!
Ya se dirigía hacia la verja, donde, pese a la avanzada hora, se agolpaban periodistas y curiosos, cuando Vidal-Pellicorne lo alcanzó.
—Había olvidado preguntarle dónde está alojado.
—En La Renaudiére, en casa de la señora Saint-Médard. Está entre Mer y La Chapelle-Saint-Martin.
—Vaya directamente y no se mueva de allí. Yo iré a verlo mañana por la mañana.
El arqueólogo, tras soltar la portezuela del automóvil, regresó hacia el castillo gritando como si terminara una frase:
—… De todas formas, yo le mostraré una casi igual en el Museo del Louvre. ¡Hasta pronto!
Morosini tomó con gran pesar el camino de regreso. Los acontecimientos habían dado un giro muy extraño y no podía evitar sentir angustia debido a la curiosa expresión del rostro de Ferrals cuando había bajado. Algo le decía que la comedia, que se había transformado en farsa en el momento de las hazañas de Adal, tal vez ahora no estaba lejos de presentar aspecto de drama.
9
Entre la bruma
Incapaz de conciliar el sueño, Aldo se pasó el resto de la noche paseando arriba y abajo y fumando un cigarrillo tras otro. El amanecer lo sorprendió en el jardín, recorriendo las alamedas bordeadas de boj hecho un manojo de nervios y pensando en ese castillo del que se había tenido que marchar sin saber qué había pasado exactamente. La hermosa luz rosada lo convenció de que entrara para no preocupar a su anfitriona, una amable pero frágil criatura a quien el menor ruido sobresaltaba y que parecía siempre alerta. Seguramente Adalbert aún tardaría un buen rato en llegar; lo mejor sería pasarlo bajo la ducha y después pedir un buen desayuno.
La ducha estaba un poco oxidada, pero el desayuno era deliciosamente campestre, con grandes rebanadas de pan tostadas en su punto, mantequilla recién hecha, apetitosa mermelada de ciruelas claudias y café para resucitar a un muerto.
Así pues, las ideas de Morosini estaban recobrando el color del optimismo cuando el petardeo del Amilcar levantó bramidos de protesta en los alrededores y enterró bajo las almohadas a la pobre señora Saint-Médard, que todavía estaba en la cama.
—Espero que me traiga buenas noticias —dijo Morosini saliendo al encuentro de su amigo.
—Noticias tengo, pero no se puede decir que sean buenas. La verdad es que son incomprensibles.
—Deje a un lado su gusto por el misterio y antes que nada dígame dónde está Anielka.
—En su habitación, según parece. El castillo se halla sumido en el silencio para que ningún ruido turbe su descanso; los criados llevan zapatos con suela de fieltro. En cuanto a los invitados, a estas horas deben de estar marchándose. Ferrals les ha dado a entender que desaparecieran lo antes posible.
—¿Está enferma de verdad, entonces? Pero ¿qué le pasa? —se impacientó Morosini, alarmado.
—¡No tengo ni idea! Sir Eric y su nueva familia no sueltan prenda. Y como Sigismond todavía estaba en ayunas cuando me he marchado, no he podido sonsacarle nada. ¿No compartiría su ágape matinal con un infeliz que está en pie desde el alba? He salido del castillo al amanecer.
—Sírvase, por favor. Voy a pedir café caliente. Pero, por lo que dice, ha tardado mucho en recorrer una decena de kilómetros…
—He recorrido algunos más. Será mejor que le diga cuanto antes lo más inquietante: Romuald ha desaparecido.
Adalbert contó entonces que, antes de ir a acostarse, había dado una vuelta por el parque para «fumar un último puro» y, sobre todo, ver qué pasaba en la orilla del río. Y no pasaba nada. La barca estaba amarrada en el sitio convenido, pero dentro no había nadie; sólo los remos y la manta que Romuald debía de llevar para envolver a su pasajera. Acostumbrado por su oficio a examinar los terrenos y las cosas, el arqueólogo, gracias a la linterna que había llevado por precaución, consiguió descubrir varias huellas sospechosas: unas profundamente impresas en la tierra junto a otras más ligeras, como si una persona que transportara un gran peso se hubiera desplazado río abajo. También había otras marcas en la barca: fragmentos de madera y de pintura recientes, así como barro. Muy preocupado, Vidal-Pellicorne se esforzó en seguir las huellas muy marcadas, pero no lo llevaron muy lejos; se detenían al cabo de unos metros en el borde del agua y desaparecían. Seguramente allí había habido otra barca, pero ¿quién la había llevado y con qué finalidad?
Como esa noche era imposible averiguar nada más, volvió al castillo, lo rodeó antes de irse a su habitación y constató que las ventanas de lady Ferrals seguían iluminadas.
—Estaba dividido entre el deseo de ir a llamar a su puerta…, pero ¿con qué pretexto?…, y el de bajar al garaje a coger mi coche para ir a la otra orilla del Loira a visitar la casa alquilada por Romuald, lo que habría sido una imprudencia estando todavía el zafiro en mi poder. Así que esperé hasta esta mañana sin cerrar los ojos ni un solo minuto.
—Si le sirve de consuelo, yo tampoco los he cerrado —dijo Aldo, sirviéndole un gran tazón de café mientras su invitado hacía desaparecer una inmensa tostada con la mitad del tarro de mermelada—. Evidentemente, lo primero que ha hecho ha sido ir a la casa, ¿no?
—Sí, y como para cruzar a la otra orilla del río hay que ir hasta Blois, eso explica el tiempo que he tardado. Allí he encontrado las cosas de Romuald en perfecto orden, pero nada más; se diría que se ha volatilizado.
—¿Habrá sufrido un accidente?
—¿De qué tipo? Su motocicleta continúa guardada en el cobertizo del jardín. Sólo se me ocurren dos soluciones posibles: o lo han secuestrado, en cuyo caso me pregunto quién, por qué y adonde lo han llevado, o si no… No le oculto que tengo miedo, Morosini.
—¡No creerá que han podido matarlo! —exclamó este, horrorizado.
—¡Quién sabe! Quizá no había otra barca al borde del agua. Debe de ser fácil desembarazarse de alguien estando junto a un río y…
Una tosecilla nerviosa lo obligó a interrumpirse y, de pronto, Aldo descubrió bajo la máscara angélica, despreocupada y deliberadamente extravagante de Adalbert a un hombre reflexivo hasta la angustia y un corazón todavía más cálido de lo que creía. El temor de haber perdido a Romuald lo consternaba. Por encima de la mesa, la mano de Morosini fue a posarse sobre el brazo de ese amigo reciente pero ya querido.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó con afecto.
Vidal-Pellicorne se encogió de hombros.
—Recorrer la región hasta que encuentre algún indicio. Pero, antes de nada, volver a Blois para ver si ha aparecido algún cuerpo en el Loira.
—Lo acompaño. Iremos en mi coche; el suyo es demasiado vistoso. Y demasiado ruidoso también.
—Gracias, pero no. No deben vernos juntos. No olvide que hicimos amistad ayer. Además, tiene que poner esto a buen recaudo.
Sacó del bolsillo un pañuelo blanco y, de dentro del pañuelo, el colgante del zafiro, y se lo dio a Aldo. Este recibió la joya emocionado, pero la alegría que hubiera sentido antes al encontrarla ya no era posible ahora que conocía la historia verdadera. Demasiados muertos, demasiada sangre sobre esa admirable piedra. Al primer crimen, cometido tras el saqueo del Templo de Jerusalén, a los sufrimientos del hombre encadenado en las galeras y muerto bajo el látigo de los cómitres, se sumaban la muerte de Isabelle Morosini, de Élie Amschel, el hombrecillo del bombín, y tal vez la de Romuald. De pronto, Aldo se sentía impaciente por entregar a Simon Aronov la desastrosa maravilla. Tal vez una vez engastada de nuevo en el oro abollado del pectoral, la Estrella Azul depondría finalmente las armas.
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