—Nunca podré agradecérselo bastante —le susurró Morosini, cerrando la mano sobre el zafiro. Debo avisar a Aronov a través del banco de Zurich, pero, mientras tanto, guardaré esto en un lugar seguro. Mi tía Amélie no se negará a albergarlo en su caja fuerte.
—¿No va a volver enseguida a Venecia?
—¿Dejándolo a usted metido en problemas hasta el cuello? Por supuesto que no. Regresaré a París esta mañana. Ya sabe dónde encontrarme, así que llámeme si puedo serle de alguna ayuda.
—No creo que pueda serme útil aquí. En cambio, lo será más en París, adonde sir Eric piensa llevar a su mujer hoy mismo; el castillo, cuya restauración está inacabada, no le parece bastante confortable para una enferma.
—Yo creía que había mandado llamar a un eminente doctor para que atendiera a Anielka.
—No son cosas incompatibles. En cualquier caso, lo que sé es que han pedido una ambulancia.
—Volviendo al tema Romuald, yo diría que la tesis del secuestro es la más convincente; si hubieran querido ahogarlo, no tenía ningún sentido transportarlo unos metros más lejos, podían hacerlo también desde la barca.
—Recemos para que tenga razón. Bien, voy a proseguir mis indagaciones. Gracias por el desayuno… y también por su amistad.
Los dos hombres se estrecharon la mano y Adal se fue por donde había venido. Una hora más tarde, Aldo tomaba el camino en sentido contrario después de haber agradecido a la señora Saint-Médard su hospitalidad.
El trayecto le pareció interminable, más aún porque tuvo que cambiar una rueda debido a un pinchazo. Un ejercicio que detestaba y que no tenía ocasión de practicar en Venecia, ciudad civilizada por donde la gente se deslizaba sobre el agua en vez de dar tumbos estúpidos por carreteras imposibles…, y llenas de clavos. Su espléndido motoscaffo de cobre y caoba no tenía necesidad de neumáticos para llevarlo en las alas del viento.
Estaba de muy mal humor cuando llegó a la calle Alfred-de-Vigny. Circunstancia que no mejoró cuando Marie-Angéline salió a su encuentro, mientras él dejaba el «coche de petróleo» en manos de su conductor habitual, para informarle de que tenía una visita: su secretaria, que había llegado esa misma mañana, estaba tomando el té con «nuestra marquesa».
El semblante satisfecho de la señorita Plan-Crépin y su manía de precipitarse para anunciar las noticias antes que nadie acabaron de exasperarlo.
—¿Mi secretaria? —bramó—. ¿Quiere decir una holandesa llamada Mina van Zelden? ¿Ya santo de qué iba a venir aquí?
—No tiene más que preguntárselo a ella. A nosotras no nos lo ha dicho.
—Bien, vamos a aclarar esto ahora mismo.
Y Morosini se dirigió hacia el invernadero tras haber dejado caer con desenvoltura el guardapolvo y la gorra sobre las baldosas del vestíbulo. En el primer salón, su última duda se desvaneció al oír el acento cantarín de Mina cuando hablaba francés o italiano. Pero fue al entrar en el segundo salón cuando la vio, con su aspecto de siempre: traje de franela gris sobre blusa blanca, zapatos planos con cordones y moño severo, estaba sentada a la sombra de una aspidistra con la espalda bien erguida y una taza de té en equilibrio en una de sus manos. Aldo le cayó encima como una bomba:
—¿Qué hace aquí, Mina? Yo creía que la abundancia de sus tareas amenazaba con aplastarla y la encuentro aquí parloteando.
—¡Vaya entrada! —protestó la señora Sommières, mientras Mina procuraba esconder su sonrojo bajo las gafas—. ¿Quién te ha enseñado a irrumpir en una casa sin siquiera saludar?
La reprimenda tuvo el efecto de un jarro de agua fría. Morosini, un poco avergonzado, besó la mano de la anciana dama y luego se volvió hacia su secretaria.
—Perdone, Mina, no quería ser desagradable, pero… en estos momentos tengo algunas preocupaciones…
—¡Ah! —dijo la señora Sommières con un súbito brillo en la mirada—. ¿Acaso se ha producido algún incidente en la espléndida boda?
—Decir eso sería quedarse cortos. Hemos ido de catástrofe en catástrofe, pero se lo contaré después. Primero usted, Mina. ¿Cómo es que lo ha dejado todo para venir a verme? ¿Es que no se lleva bien con el señor Buteau?
—¿Con él? Pero si es un hombre maravilloso, encantador, ¡y tan eficaz! —dijo Mina juntando las manos y dirigiendo la mirada hacia el techo, como si esperara ver a Guy descender de él nimbado por una aureola—. Desde que llegó no ha parado de trabajar, y eso es lo que me ha permitido venir a traerle esto —dijo, sacando del bolsillo un telegrama—. No quería leerle el texto por teléfono. De todas formas, ha sido el señor Buteau quien me lo ha aconsejado. Según él, le causaría menos pesar.
—Otra catástrofe —susurró Morosini, cogiendo el papel con una evidente desconfianza.
—Me temo que sí.
Lo era, efectivamente. El breve mensaje hizo que a Aldo le fallaran las piernas y tuviera que sentarse: «Lamento informarle de la muerte de lord Killrenan, asesinado ayer a bordo. Mi más sentido pésame. Sigue carta… Forbes, capitán del Robert-Bruce.»
Sin pronunciar palabra, Aldo tendió el telegrama a la marquesa, que arqueó las cejas.
—¿Cómo? ¿Él también? Como tu madre… ¿Quién ha podido hacer una cosa así?
—Quizá nos enteremos de algo más cuando llegue la carta del capitán. Ha hecho bien en venir, Mina. Gracias. La dejo terminar el té… Voy a cambiarme.
Decía lo primero que se le ocurría, impaciente por estar solo para ofrecer a ese amigo las lágrimas que ya notaba en sus ojos y que no quería que nadie viera. ¡De modo que el viejo —y fiel hasta el final— pretendiente de Isabelle acababa de reunirse con ella por ese camino de la violencia que el crimen impone demasiadas veces a la inocencia! Seguramente se sentía feliz de que así hubiera sido. La vida sin su princesa lejana, objeto de su único amor, se le debía de haber vuelto una pesada carga.
Morosini pasó un largo rato sentado en la cama, absorto, sin siquiera pensar en darse un baño. Esa muerte le causaba un profundo pesar, pero no tardó en darse cuenta de que también le planteaba un grave problema. Todavía no había vendido el brazalete de Mumtaz Mahal y, una vez desaparecido sir Andrew, formaba parte de la herencia. Eso era lo que establecía la ley. Pero estaba la voluntad del viejo lord, y esa voluntad aún resonaba en sus oídos: «Véndalo a quien quiera salvo a uno de mis compatriotas.» Al principio no lo había entendido muy bien, pero ahora, recordando el bonito rostro de Mary Saint Albans tal como lo había visto en la venta Apraxina, devorado por la codicia y contraído por una rabia desesperada, captaba mejor el pensamiento de lord Killrenan. Al formular su prohibición, debía de estar pensando en ella. Y, evidentemente, su esposo era uno de los herederos. ¿Qué debía hacer, entonces?
La solución, por supuesto, era encontrar enseguida un cliente, vender el brazalete y enviar el dinero al notario. Por un momento pensó en Ferrals: el precioso ornamento quedaría de maravilla en la muñeca de Anielka. Desgraciadamente, él también era inglés, aunque naturalizado, y por lo tanto se hallaba excluido. Después acudió a su mente el eterno ausente: el riquísimo Moritz Kledermann. Para un coleccionista de su categoría, la joya sería una pieza escogida. Sin embargo, la idea de que adornaría a la ávida e insensible Dianora le resultó insoportable. Ella no merecía ese presente de amor.
Finalmente, se le ocurrió la idea más natural: comprarlo él mismo, como había tenido la tentación de hacer cuando sir Andrew se lo había entregado. Lo que entonces hubiera sido una locura era ahora posible, porque, al haber entrado de nuevo en posesión de la Estrella Azul, podría entregársela a Simon Aronov, quien no había ocultado su intención de mostrarse generoso. Sir Andrew apreciaría que su última locura se quedara en el palacio Morosini para aumentar la gracia de la última princesa. Que quizá sería polaca.
Satisfecho por haber encontrado una solución que conjugaba su deber, su amistad hacia lord Killrenan y el respeto debido a las leyendas, Aldo bajó para cenar. Luego, a puerta cerrada y una vez que Plan-Crépin hubo partido para Saint-Augustin, adonde había Adoración perpetua, celebró con la señora Sommières y Mina una especie de consejo de guerra. La marquesa aceptaba encantada albergar el «tesoro familiar», pero Mina no entendía la razón de dejarlo en París.
—Supongo que va a volver, ¿no? —le dijo a su jefe—. ¿Lo más sencillo no es que lo lleve usted mismo a Venecia?
—Desde luego, pero no voy a ir enseguida, Mina. Me es imposible volver sin saber lo que ha pasado en el castillo y abandonar a mi amigo Vidal-Pellicorne. Aunque quizá cambie de domicilio, porque supongo, tía Amélie —añadió, volviéndose hacia la anciana dama—, que usted no tardará en emprender su periplo estival.
—No hay prisa, no te preocupes. Mientras tú estés aquí, yo me quedo. Es mucho más divertido que jugar a las cartas o al dominó con algunas de mis contemporáneas.
—Gracias. Reconozco que me complace —dijo Aldo.
—Si he entendido bien, voy a volver sola —dijo la joven holandesa un poco picada—. En tal caso, es muy sencillo: yo me encargo de llevar el zafiro a casa. Dígame dónde debo guardarlo y…
—Tiene razón, Aldo —la interrumpió la marquesa—. Cuanto menos tiempo esté ese peligroso objeto en tu entorno, mejor. Sobre todo si por casualidad el vendedor de cañones se diera cuenta de que su «talismán» se le ha escapado de las manos.
—Por supuesto, pero acaba usted de pronunciar la palabra que me hace dudar: peligroso. Dejar que una chica sola haga un viaje tan largo llevando ese paquete de dinamita…
—Vamos a ver, señor —dijo Mina con la sombra de una sonrisa—, mire las cosas de frente. No hace mucho me reprochó mi forma de vestir, ¿recuerda?
—No se lo reproché, mostré mi extrañeza de que a su edad…
—No volvamos sobre ese asunto. Lo que quiero que me diga es quién podría sospechar que una joya real viaja en el equipaje de una especie de institutriz, ¿es ese el término que empleó?, incolora e invisible. Creo que no puede encontrar un emisario mejor.
Tras estas palabras, y sin esperar respuesta, Mina se levantó y pidió que le permitieran irse a descansar. Mientras salía, la señora Sommières la siguió con la mirada.
—Una chica excepcional —comentó—. Desde que la conocí durante mi última estancia en tu casa, el año pasado, pienso que acertaste de pleno escogiéndola.
—No fui yo quien la escogió, fue el Destino. Ya sabe que la pesqué en el Rio dei Mendicanti, adonde la había arrojado sin querer.
—Lo recuerdo. Pero acaba de decir algo que me ha chocado: incolora e invisible. ¿Tú te has parado a mirarla aunque sólo sea una vez?
—Por supuesto, puesto que le he hecho comentarios sobre su ropa.
—No me entiendes. Quiero decir mirarla de verdad. Por ejemplo, ¿la has visto alguna vez sin gafas?
—No, ni una sola. Hasta durante la zambullida consiguió mantenerlas sobre la nariz. ¿Por qué me lo pregunta?
—Para saber hasta qué punto te interesas por ella. Reconozco que tiene bastante mal gusto y que lleva unas gafas horribles, pero esta noche la he observado atentamente…
—¿Y qué?
—Pues que, si yo fuera hombre, creo que intentaría ver qué hay debajo de esa vestimenta de cuáquera y esas antiparras de viejo bibliotecario. Podría encontrar un material sorprendente…
La súbita entrada de Marie-Angéline puso fin a la conversación. La piadosa señorita estaba excitada y ardía en deseos de propagar la noticia que llevaba: una ambulancia cubierta de polvo acababa de cruzar la verja de la mansión Ferrals.
De repente, Aldo olvidó a su secretaria, el zafiro y las preocupaciones de Adalbert para pensar en una sola cosa: Anielka estaba de nuevo cerca de él y, gracias a la maravillosa Marie-Angéline, a la que vistió de inmediato con los colores de Iris, la mensajera de los dioses, al día siguiente tendría noticias suyas.
Las tuvo, en efecto, pero no fueron las que esperaba. Según la cocinera, habían llevado a la nueva señora a su habitación en compañía de Wanda y de una enfermera, las únicas, aparte de su esposo, que podían acceder a ella. Para el resto del personal, la habitación estaba condenada. Nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ya que la joven había contraído una enfermedad contagiosa sobre cuya naturaleza se guardaba un silencio absoluto.
—Pero ¿a qué viene todo ese misterio? ¡No tendrá la peste! —estalló Morosini.
—¡Quién sabe! —dijo Plan-Crépin, evasiva pero encantada por el giro que habían dado los acontecimientos—. En cualquier caso, la señora Quémeneur lo ignora. Todo lo que ha podido decirme es que una bandeja bastante llena subió anoche y volvió vacía. De lo que se puede deducir, creo yo, que lady Ferrals no está tan enferma como dicen.
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