Volvió la cabeza hacia él y le habló con sinceridad:
– No tendría que haber secretos entre marido y mujer.
– Todos tenemos derecho a tener nuestros secretos.
Le dolió pensar que había cosas que no compartía con ella, pues ella compartía todo con él.
– ¿Qué hubo entre tú e Isabelle? -insistió.
– Linnea, déjalo.
– No puedo. Ojalá pudiese, pero no puedo.
Theodore guardó silencio largo rato, se pasó una mano por el cabello y la dejó detrás del cuello, soltando un largo suspiro.
– Está bien. Todos los años, en la época de la trilla, voy a ver a Isabelle a la carreta, después de la hora de acostarse.
Comparado con el inmenso nudo que tenía ahora en la garganta, los celos que había sentido antes Linnea no eran nada.
– ¿Eran… amantes?
Theodore inhaló una gran bocanada de aire, la soltó lentamente y cerró los ojos:
– Sí.
Ahora que la verdad había emergido, Linnea hubiese preferido dejar dormir a las fieras, pero cierto instinto perverso la obligó a seguir interrogando.
– ¿Este año?
– No ¿qué te crees…?
– El año pasado, entonces.
Un largo silencio y luego:
– Sí.
La furia la hizo explotar.
– ¡Pero eso fue después de conocerme!
– Sí. -Se apoyó en un codo y la miró a la cara-. Y no podíamos mirarnos sin pelear. Y yo pensaba que tú eras demasiado joven para mí y que era una indecencia excitarse con la maestra de mi hijo. Además, estaba seguro de que no podías soportarme, Linnea.
Trató de tocarla, pero ella lo apartó.
– ¡Oh, cómo pudiste hacerlo!
"Típico de una mujer", pensó. "primero'' dice que no se enfadará y luego se encrespa como un puercoespín."
– Hace quince años que Melinda huyó. ¿Acaso pensaste que no habría nadie en todo ese tiempo?
– Pero ella es… es gorda… y ordinaria y…
– No sabes nada de ella, así que no empieces a arrojarle piedras -replicó, tenso.
– Pero, ¿cómo pudiste traerla de vuelta este año y hacerla desfilar bajo mis narices?
– ¡Hacerla desfilar! ¡Yo no estoy haciendo semejante cosa!
– ¿Y qué más estás haciendo bajo mis narices?
– Si insinúas…
– Vienes a la cama caliente como un macho cabrío, cuando hace casi un mes que no puedes hacer el amor. ¿Qué debo pensar?
– Si dejaras de reaccionar como una niña, comprenderías que ningún hombre puede pasarse quince años sin algo… alguien.
– ¡Niña! ¡Ahora soy una niña!
– ¡Te comportas como si lo fueras!
– Entonces, ve con Isabelle, -Apartando las mantas, Linnea se bajó de la cama-. Con su figura y su lenguaje, nadie la confundiría jamás con una niña, ¿no es cierto?
Theodore se incorporó y apuntando con un dedo al sitio que ella había dejado, dijo:
– No quiero a Isabelle y ahora, ¿puedes volver a meterte en esta cama?
– ¡No volvería a esa cama ni aunque mis ropas estuviesen incendiándose y la cama fuera de agua!
– Baja la voz. Mi madre no es sorda, ¿sabes?
– Y tu no quisieras que se enterase de tus pecadillos, ¿verdad?-repuso, sarcástica.
Theodore no sabía lo que quería decir "pecadillos" y eso lo irritó todavía más. Apoyó los codos en las rodillas levantadas y se mesó el cabello.
– Debí saber que no podía decírtelo. Debí adivinar que no podrías tolerarlo. Eres demasiado joven para entender que no todo en la vida es blanco o negro. Isabelle y yo no le hicimos daño a nadie. Ella estaba sola. Yo estaba solo. Nos dimos mutuamente lo que necesitábamos. ¿Puedes entenderlo?
– Quiero que esa mujer se vaya mañana de aquí, ¿me oyes?
– ¿Y quién va a dar de comer a los trilladores? ¿Tú, que estás con ocho meses de embarazo y apenas puedes soportar un baile hasta el final?
– ¡No me importa quién lo haga, mientras no sea Isabelle Lawler!
– Linnea, vuelve aquí… ¿a dónde vas?
La mujer se detuvo en la puerta el tiempo suficiente para replicarle:
– ¡Vuelvo a mi antiguo dormitorio!
– ¡No lo harás! ¡Eres mi esposa y dormirás en mi cama!
– ¡Regresaré cuando Isabelle Lawler desaparezca!
Cuando se fue, Thieodore se quedó mirando el hueco negro de la puerta, preguntándose cómo una mujer podía ser tan perversa. "Primero dice que no se pondrá furiosa, luego grita como para despertar a los muertos… más a mamá y se va como si esperase que uno fuese tras ella, llorando y disculpándose. ¡Bueno, por lo que a mí respecta puede esperar hasta que se congele el infierno, porque yo no tengo de qué disculparme!" El año anterior no tenía nada que ver con este y este año lo único que hizo con Isabelle Lawler fue bailar. ¿Cómo podía creerlo tan infiel como para acostarse con Isabelle sólo porque su esposa embarazada no podía ocuparse de él por un par de meses?
Herido en lo vivo, se tendió de espaldas, confundido.
¿Quién se creía que era esa pequeña insolente para darle órdenes?
Isabelle era una estupenda cocinera y sin ella se verían en un aprieto. Seguiría cocinando hasta que terminara la temporada de la trilla y si a Linnea no le gustaba, ¡podría irse a la planta alta y quedarse allí! De cualquier modo, dormiría mejor sin ella; lo único que hacía toda la noche era ir al baño y despertarlo.
"Señor… mujeres embarazadas", pensó otra vez, poniéndose de costado. ¡Bueno, nunca más! Era demasiado viejo para volver a pasar por algo así. ¡Sería este niño… y nada más! Y esperaba que, cuando naciera, a ella se le pasara la testarudez y la vida volviese a la normalidad.
Por la mañana, Nissa no dijo una palabra, aunque sin la menor duda, la noche pasada había oído la riña a través de la pared y sabía que Linnea había dormido arriba.
Se reunieron los tres en la cocina para el desayuno.
– Hermoso día… -comentó la anciana.
Nadie habló.
– ¿No es cierto? -insistió, mirando a Linnea sobre el borde de las gafas.
– Sí… sí, es un hermoso día.
Theodore cruzó la cocina con los cubos de leche, mirando a su esposa en silencio.
– Necesito un par de trozos más de carbón para la cocina. Creo que voy a salir a buscarlo y respirar un poco este aire mañanero.
Cuando la anciana salió, llevando el cubo de carbón medio vacio, Theodore observó mejor a Linnea y vio que había estado llorando.
– Buenos días -dijo.
– Buenos días -respondió, sin mirarlo.
– ¿Cómo has dormido?
– Como una recién nacida.
– Bien. Yo también.
Era mentira; sin ella a su lado, casi no había dormido. Tenía las manos húmedas. Se las secó en un muslo, con la intención de estirar la mano para tocarle el brazo pero, antes de que pudiera hacerlo, ella se apartó.
– Discúlpame. Tengo que peinarme -y se metió en el dormitorio sin mirarlo ni una vez.
"Está bien, pequeña obstinada, haz como quieras. Pronto, en ese dormitorio hará más frío que en un iglú y volverás queriendo cobijarte. ¡Entretanto, la cocinera se queda!"
Y se quedó.
Isabelle se quedó toda la semana y Linnea no miraba a Theodore ni le hablaba a menos que él le dirigiese la palabra primero. Al llegar el sábado por la noche, la tensión en la casa era insoportable. Nissa era la única que dormía bien toda la noche. Los otros dos sólo lograban dormir lo suficiente para resistir y los estragos se revelaban en sus rostros.
Esa noche se celebraría un baile en su establo y Teddy y Linnea pasaron la primera hora riendo y bailando con todos los concurrentes, menos entre ellos. Teddy bebió dos cervezas, mirándola sobre el borde del vaso la mayor parte del tiempo y pensando lo hermosa que estaba embarazada. Había mujeres que se mostraban desaliñadas y sin gracia en ese estado, pero su esposa no. Resplandecía como si alguien hubiese encendido una vela detrás de sus mejillas. Se armó de coraje para cruzar el cobertizo e invitarla a bailar y, después de unos minutos, se decidió. Antes de llegar junto a ella ya le sudaban las manos.
Con fingida jocosidad, se detuvo junto a ella, metió los pulgares en la hebilla del pantalón y levantó una ceja.
– ¿Qué dices, quieres bailar?
Linnea le dirigió una auténtica mirada felina y altiva, la enfocó en Isabelle Lawter y respondió:
– No, gracias.
Levantó la nariz y le dio la espalda.
Entonces, bailó con Isabelle ¡y mucho más de cuatro veces!
Linnea trató de no mirarlos. Pero Teddy era el mejor bailarín del condado y cada corpúsculo de su cuerpo hervía de celos. Por fortuna, Nissa le proporcionó una excusa.
– Creo que me he excedido con el vino casero -dijo-. O eso, o las vueltas, la cuestión es que estoy mareada. ¿Me acompañarías a casa, Linnea?
Por supuesto, la acompañó. A mitad de camino, Nissa evocó, como de pasada:
– Recuerdo una vez en que mi hombre llevó a casa esa alfombra nueva hecha de retazos. Yo le dije: "¿Para qué quieres comprar una alfombra, si yo puedo hacerla?". El sonrió y me dijo que, por una vez sería grato que yo no tuviese que hacerla sino, simplemente, tenderla en el suelo, ya terminada. Pero yo me enfurecí con él porque uno de los chicos -no recuerdo cuál-, estaba casi sin zapatos. "Tendríamos que haber comprado botas nuevas para el niño", le dije, "en lugar de tirar el dinero en alfombras domésticas". El contestó que había una viuda con dos pequeños vendiendo sus alfombras en el pueblo aquel día y que le pareció que la ayudaría si le compraba una. -Nissa sorbió por la nariz-. Bueno, yo le pregunté que qué era eso de hablar con viudas y él me dijo que yo sería su esposa, pero que eso no me daba derecho a decirle con quién podía y con quién no podía hablar. Entonces le pregunté que quién era esa viuda y él me lo dijo y yo recordé que estábamos todos construyendo el granero y cómo él conversaba con ella y se reía y yo me puse belicosa y, antes de darme cuenta, pregunté cómo se las arreglaba ella sin su marido y dónde está viviendo en ese momento. Y, por Jove, si no podía contestarme ninguna de mis preguntas. Muy pronto, le dije que no quería su maldita alfombra, ¡porque se la vendió ella! Por lo que recuerdo, no nos hablamos durante una semana. La alfombra seguía en el suelo y yo no la pisaba y él no la quitaba para llevársela, entonces, un día, fui al pueblo y resulta que me encontré con ella en la calle. Había enfermado de tuberculosis y tosía constantemente, no era más que un saco de huesos y cuando me vio me dijo lo agradecida que estaba de que mi marido le hubiese comprado esa alfombra y que uno de sus pequeños necesitaba un par de botas y que, cuando vendió la alfombra, pudo comprárselas.
Habían llegado a la puerta del fondo, pero la anciana se detuvo un instante en el umbral y levantó la vista hacia las estrellas,
– Aquella vez, aprendí un par de cosas. Aprendí que se le puede destrozar el corazón a un hombre si se le acusa de algo que no hizo. Que hay hombres con corazones de oro y el oro no pierde su brillo, Pero es… es blando. Se mella con facilidad. Una mujer tiene que cuidar de no mellar demasiado un corazón como ese. -Rió quedamente para sí, se volvió a la puerta y la abrió, pero vaciló un instante antes de entrar-. Lo que recuerdo es que la noche que, por fin, le dije que lo sentía, me tendió sobre esa alfombra y me hizo un par de raspones en los cuartos traseros… todavía la tengo guardada por algún lado. En un arcón, creo, junto con mi vestido de novia y una faltriquera para el reloj que yo le hice trenzando mi propio cabello cuando tenía dieciséis años. -Sacudió la cabeza y se tocó la frente-. Caramba, mirar para arriba me marea más aún. -Sin mirar atrás, siguió hacia la casa-. Bueno, buenas noches, hija.
Linnea se quedó allí, con un nudo en la garganta y el pecho oprimido. Echó una mirada hacia el cobertizo. La luz ambarina de la lámpara brillaba, amortiguada, a través de las ventanas. Los sones lejanos de la concertina y el violín flotaban en la noche. Ve hacia él, parecían decirle.
Miró en dirección contraria. Cobijada junto a la cerca de arbustos, la silueta abultada de la carreta comedor se erguía como una sombra amenazadora. La luna, como una tajada fina de queso, derramaba su luz sobre el patio, y la brisa nocturna jugueteaba con las vainas de los arbustos, haciéndolos sonar como pequeños tambores. Pero es él quien debería disculparse, parecían decirle. Es él el que bailó con otra.
Apesadumbrada, entró en la casa. Subió las escaleras hacia su antiguo dormitorio y se metió bajo las mantas, sintiendo frío y soledad.
Todas las noches esperaba que Theodore fuese a ella. Acostada, lo imaginaba abriendo la puerta sin ruido, de pie en la oscuridad, contemplando la silueta dormida, arrodillándose luego junto a la cama, apretando la cara contra el cuello de ella, el pecho, el estómago y diciendo:
– Lo siento, Lin, por favor, vuelve.
Pero ya era el octavo día y aún no había ido. Estaba allá abajo, en el granero, bailoteando con otra mujer mientras su esposa embarazada yacía entre lágrimas. ¿Por qué, Teddy, por qué?
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