La mañana que Theodore despertó, con la vista y la cabeza claras, ella estaba sola junto al lecho, dormida en la silla, con la apariencia de haber luchado sola en esa batalla. Abrió los ojos y la vio, con los hombros caídos respirando con regularidad y las manos unidas sobre el abultado vientre. "Linnea", trató de decir, pero tenía la boca seca. Se tocó la frente y la sintió escamosa. Se tocó el cabello y lo sintió grasoso. Se tocó la mejilla, estaba áspera. Se preguntó qué día sería. Su madre estaba muerta, ¿verdad? Ah y Kristian… ¿habría alguna noticia de él? ¿Y qué pasaba con el trigo… el ordeñe… Linnea…?
Rodó de costado, le tocó la rodilla y ella abrió los ojos.
– ¡Teddy! ¡Estás despierto! -Le tocó la frente y luego le apretó la mano- Lo has conseguido.
– Ma… -dijo con voz áspera.
– La sepultaron hace más de una semana.
Le acercó la taza a los labios y él bebió, agradecido, y luego se acostó de nuevo, debilitado.
– ¿Qué día es?
– Jueves. Has estado enfermo dos semanas.
Dos semanas. Había estado acostado dos semanas y ella cuidándolo.
Ella e Isabelle. Tenía un vago recuerdo de Isabelle atendiéndolo también, pero, ¿cómo podía ser?
– ¿Estás bien?
– ¿Yo? Sí, estoy bien. He salido indemne. Y ahora, basta de preguntas hasta que hayas comido algo y estés más fuerte.
No toleraría más conversación hasta después de haberle llevado un buen caldo de carne, de que lo hubiese bebido, le hubiese lavado la cara y ayudado a afeitarse. Ella misma se hizo tiempo para cambiarse el vestido y peinarse, pero aun así se veían en su rostro los estragos de la larga vigilia.
Cuando la vio atarearse por la habitación, ordenándola, la hizo sentarse al lado de la cama y descansar un minuto.
– Tienes los ojos como si te hubieses golpeado.
– Dormí poco, nada más. Pero he tenido una buena ayuda.
Bajó la vista y jugueteó con el borde del delantal.
– ¿Isabelle? -preguntó él.
– Sí. ¿Lo recuerdas?
– Algo.
– No hizo caso de la señal de cuarentena. Entró, se quedó durante nueve días y nos cuidó a los dos.
– ¿Y ella tampoco se contagió?
Linnea negó con la cabeza.
– Es una gran mujer, Teddy. -Suavizó la voz y su mirada se encontró con la de él-, Te ama mucho, ¿sabes?
– Oh…
– Es cierto. Arriesgó su vida para venir aquí a cuidarte y también a mi, porque sabía que te dolería sí nos pasaba algo malo a mí o al niño. Le debemos mucho.
El hombre no supo qué decir.
– ¿Dónde está ahora?
– En la carreta comedor, durmiendo.
– ¿Y el trigo?
– El trigo ya está. La cuadrilla continuó trabajando.
– ¿Y el ordeñe?
– También se ocuparon de eso. Ahora no tienes nada de qué preocuparte. Cope dice que se quedará hasta que estés lo bastante fuerte para hacerte cargo otra vez.
– ¿Ha habido alguna noticia de Kristian?
– Hace dos días llegó una carta y Oriin la leyó desde la punta del sendero. -Oriin era el cartero-. Kristian dice que todavía no ha visto el frente y que está bien.
– ¿Cuánto hace que escribió la carta?
– Más de tres semanas.
Tres semanas, pensaron los dos. En ese lapso se disparaban muchos proyectiles. Ojalá hubiese una manera de tranquilizar a Theodore pero, ¿qué podía decirle ella? Estaba macilento, pálido y agotado. Por mucho que detestara ser la que sumase líneas de preocupación a su cara, no había modo de eludirlo. Apoyó los codos sobre la cama, tomó la mano de su marido entre las suyas e hizo girar la sortija de bodas en los dedos enflaquecidos.
– Teddy, me temo que hay más malas nuevas. La gripe…
Qué difícil era decirlo. Vio las caras de esos niños a los que tanto había aprendido a amar. Tan inocentes, arrebatados antes de tiempo.
– ¿Quién? -preguntó simplemente Theodore.
– Roseanne y Tony.
La mano apretó la suya y cerró los ojos.
– Oh, Dios querido.
Linnea no podía decir nada. Ella también sufría recordando el ceceo de Roseanne y los delgados hombros de Tony.
Todavía con los ojos cerrados, Theodore la atrajo sobre las mantas. Se tendió sobre él y él la abrazó, extrayendo fuerzas de ella.
– Eran tan pequeños…Todavía no habían vivido-se condolió inútilmente.
– Lo sé… lo sé.
– Y ma… -Linnea sintió el movimiento de la nuez en la coronilla-. Era una mujer tan buena. Y, a veces, cuando… cuando se ponía mandona y me daba órdenes, yo deseaba que se fuera. Pero nunca quise… nunca quise que muriese.
– No tienes que sentir culpa de esas ideas que son humanas. Fuiste bueno con ella, Teddy, le diste un hogar. Ella sabía que la amabas.
– Pero era un alma buena.
"Todos lo eran", pensó Linnea, abrazándolo. John, Nissa, los niños.
Cuántos perdieron, cuántos. Dios, conserva a salvo a Kristian.
– Oh, Teddy -susurró con la boca pegada al pecho de él-, creí que iba a perderte a ti también.
El hombre tragó con dificultad.
– Y yo pensé lo mismo con respecto a tí y al niño. A veces deseaba morir rápido, antes de que tú te contagiaras. Otras, recuperaba la lucidez y te veía ahí sentada y sabía que tenía que vivir.
Bajo su oído, el corazón de Theodore latía con firmeza mientras ella pronunciaba una silenciosa plegaria de agradecimiento por su salvación. Entre los dos se apretaba el bulto del hijo aún no nacido y una vieja manta confeccionada por las manos de Nissa hacía muchos años. La que había fallecido. El que todavía no había llegado. Una vida nueva tomando el lugar de otra vieja.
– Es como si nosotros y nuestro hijo nos hubiésemos salvado para tomar el testigo. Para ocupar el lugar de los que se fueron -le dijo Línnea.
Y siguieron adelante, como muchos que habían sufrido pérdidas. La epidemia siguió su curso y se agotó. Las señales de cuarentena fueron desapareciendo una por una y los Westgaard despidieron a Isabelle Lawlr saludándola con la mano, mientras ella vociferaba que al año siguiente volvería a conocer al pequeño. Y aún quedaban muertos por llorar, vivos que consolar. La iglesia luterana tenía un nuevo ministro, pues los Severt se habían marchado. El reverendo Hegelson desarrolló un triste servicio conmemorativo por los siete miembros de la congregación que habían muerto y sido sepultados mientras a los familiares no se les permitía estar junto a las sepulturas y oraron juntos por la paz y dieron gracias porque las estrellas en la bandera de la iglesia siguieran siendo azules. Los afligidos extraían su fuerza de arriba y enfocaban la vista en el mañana.
Un día de noviembre, Theodore estaba afuera bajo un frío cielo plomizo, protegiendo con paja la base de la casa. Era un día característico de fines del otoño, deprimente, con un viento que mordía. Hacía mucho que habían caído las hojas de los álamos. El viento levantaba la capa superficial del suelo y lo arrojaba contra las perneras de la bata de trabajo de Theodore mientras él blandía la horquilla una y otra vez. En condiciones normales esa tarea tendría que haber estado terminada mucho antes, pero la enfermedad lo había demorado. Había recuperado las fuerzas, y Cope regresó a su hogar en Minnesota.
Desde arriba llegaron los ásperos graznidos de los patos canadienses que emigraban hacía el Sur. Theodore hizo una pausa y alzó la vista, contemplando el majestuoso vuelo de la formación de aves. Kristian no había logrado volar en aeroplanos, como él quería. Pero había abatido uno, contaba en la última carta. Theodore sonrió pensando en ello. Su hijo volando tan alto como esos gansos. ¿A dónde iría a parar este mundo? Se decía que esos aeroplanos eran prometedores y cuando terminara la guerra, si terminaba, se los usaría para algo mejor que matar gente.
¿Kristian seguiría vivo? Tenía que estarlo. Y cuando regresara al hogar, se preguntó si querría poner un negocio propio, transportando mercaderías por avión, por ejemplo, como decían que se haría en el futuro.
Qué diablos, él era un hombre rico. La guerra había impulsado hacia arriba los precios del trigo, hasta pasar la marca de 2,15 dólares el bushel. Nunca pareció justo hacerse rico gracias a la guerra, pero gracias a eso podría compartir parte de su riqueza con el hijo que había ido a pelear en ella.
Diablos, Kristian no quería ser granjero y si el muchacho lograba volver sano y salvo, se prometió que nunca intentaría obligarlo a nada, a fin de cuentas, no era…
– ¡Teddy! ¡Teddy! -Linnea saltó corriendo de la casa, sin cerrar la puerta tras ella-. ¡Teddy, la guerra ha terminado!
– ¡Qué!
La horquilla cayó al suelo y su esposa se arrojó en sus brazos, gritando y llorando al mismo tiempo.
– ¡Ha terminado! ¡Acaban de anunciarlo por la radio! ¡Esta mañana a las cinco se firmó el armisticio!
– ¿Terminó? ¿En serio?
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -se regocijó.
La levantó en el aire.
– ¡Terminó! ¡Terminó!
No podían dejar de decirlo. Bailaron alrededor del patio y tropezaron con la horquilla. A un costado, Nelly y FIy, que estaban ante una carga de heno, volvieron la cabeza curiosas para mirar las locuras de los humanos. Nelly relinchó y Linnea, saliendo del abrazo de Theodore, besó la nariz del animal. Cuando hubo hecho lo mismo con FIy, Theodore la alzó otra vez en brazos y la depositó sobre el asiento de la carreta.
– Tenemos que estar con los otros.
Casi no habían salido del sendero particular cuando la campana de la iglesia empezó a tañer por el Este. No habían recorrido aún dos kilómetros, cuando a esa se unió la de la iglesia desde el Oeste. En el camino, a mitad del trayecto hacia la casa de Lars, encontraron a Utmer y a Helen y bajaron de las carretas para abrazarse, besarse y escuchar las campanas que sonaban desde ambas direcciones. Mientras lo celebraban en mitad del camino de grava, aparecieron Clara y Trigg con la pequeña Maren, fajada y abrigada, pero protestando en voz alta por la desacostumbrada conmoción. Pegados a sus talones llegaron otros, entre los cuales estaban Lars y Evie, y el viejo Tveit, que había salido a entregar una carga de carbón.
– ¡Todos se reunirán en la escuela! -predijo Utmer-. ¡Vayamos!
Y, en efecto, para cuando llegaron el edificio de la escuela ya estaba lleno. La campana seguía desgañitándose. La muchedumbre seguía creciendo. El nuevo maestro, el señor Thorson, anunció que, por ese día, se suspendían las clases. Los niños se pararon en los pupitres y aplaudieron. Llegó el reverendo Helgeson, inició una plegaria de agradecimiento a la que se unieron todos y la celebración continuó hasta últimas horas de la tarde.
Cuando la regocijada partida se disolvió, empezó la nevada que había estado amenazando todo el día. Conduciendo las carretas, regresaron a sus casas bajo los copos arrastrados por el viento, despreocupados a pesar de ellos, sin que la perspectiva de una tormenta invernal enturbiase la alegría general. El trigo ya estaba almacenado. El mundo estaba en paz. Había mucho que agradecer.
Linnea se despertó con el primer dolor a la una de la madrugada. Como no tenía dudas de lo que significaba, esperó otra contracción, que tardó algún tiempo en llegar. No despertó a Theodore hasta después de una hora, cuando ya estaba segura.
– ¿Teddy? -dijo, sacudiéndolo con suavidad.
– ¿Eh? -Se dio la vuelta y se apoyó en un codo-. ¿Pasa algo malo?
– Creo que han comenzado los dolores.
Despertó de inmediato y se estiró hacia ella, palpándole el vientre.
– Pero falta un mes.
– Ya lo sé. Tal vez haya bailado demasiado y apresuré las cosas.
– ¿Cada cuánto tiempo son?
– Quince minutos.
– Quince… -Como un relámpago, se bajó de la cama y buscó los pantalones-. Tengo que ir al pueblo a buscar al médico.
– ¡No!
– Pero dices que son…
– ¡No! Mira por la ventana. ¡No permitiré que salgas con este tiempo!
Desde la oscuridad del cuarto era fácil ver el brillo que había afuera. La nieve, todavía arremolinándose, había blanqueado todo y se acumulaba en las esquinas de los alféizares en gruesos triángulos.
– Pero, Linnea…
– No. ¡Después de lo que le pasó a John, no! ¡Este niño conocerá a su padre!
– Pero esto no es una nevisca. Es una nevada común.
Linnea salió de la cama con dificultad y agarró el brazo de Theodore, que se estiraba en busca de la camisa.
– Teddy, podemos hacerlo nosotros.
Sintió bajo la mano la tensión de los músculos.
– ¿Estás loca? Nunca he ayudado a nacer a un niño.
– Lo has hecho con caballos, ¿verdad? No puede ser demasiado diferente.
– Linnea, estoy perdiendo tiempo.
– ¡No irás! -Se aferró a él con tenacidad, reteniéndolo, impidiéndole que se inclinara a recoger las botas. De repente, jadeó-. ¡Oh… Teddy… oh!
– ¿Qué pasa?..
Aterrorizado, encendió la lámpara y, al volverse, la vio de pie en medio del suelo, con los pies separados, mirando hacia abajo.
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