– Ya está saliendo algo. Oh, por favor, no me dejes.
Theodore miró con la boca abierta el charco que había a sus pies y se preguntó, desesperado, qué tendría que hacer. Con Melinda había durado horas… y había estado su madre para ocuparse de todo.
– Has roto la bolsa de aguas. Eso significa… que falta poco.
– ¿Qu…qué tengo que hacer? – preguntó, como si pudiese controlar algo.
En tres pasos se acercó, la levantó y la puso otra vez sobre la cama.
– Descansa entre un dolor y otro, no los resistas cuando llegan. Tengo que encender fuego y conseguir un poco de cuerda.
– ¡Cuerda! Oh, Teddy por favor, no vayas al pueblo. Nosotros…
– No iré. -La apretó contra la cama, dedicó un instante a tranquilizarla apartándole el cabello de la frente, besando los ojos cerrados-. La cuerda es para que tú te agarres. Volveré enseguida, ¿de acuerdo? Y te prometo que no iré al pueblo. Pero tengo que ir al establo. Tú quédate aquí y haz lo que te he dicho cuando lleguen los dolores.
La mujer asintió con los movimientos convulsivos de una persona demasiado asustada para discutir.
– Date prisa -susurró.
Se dio prisa. Pero – ¡maldito fuese su pellejo!- ¿por qué no había tenido todo listo de antemano? Estaba convencido de que aún tenía un mes y aun así, el doctor solía llevar estribos de cuero e instrumentos esterilizados. Nunca creyó que tendría que cortar cuerdas y hervir tijeras. ¡Malditos inviernos de Dakota! ¿Qué cuernos haría si surgían complicaciones?
La nieve le mordió las mejillas cuando volvía del cobertizo con la cuerda más limpia que pudo encontrar. Para cuando regresó al dormitorio, Linnea estaba frenética.
– Vienen más r…rápido, Teddy, y… y he mojado toda la cama.
– Calla, amor, no te preocupes. Las sábanas se pueden lavar.
Entre una y otra contracción. Theodore encendió el fuego, esterilizó las tijeras, encontró cordel y una manta limpia para el recién nacido, y una jofaina y una toalla para el primer baño. Levantó a Linnea de la cama y la cubrió con una sábana de goma, encima colocó una manta de franela plegada y sobre ella extendió una sábana nueva, limpia. Llevaba a su esposa en sus brazos para pasarla otra vez a la cama, cuando la atacó el más intenso de los dolores. Linnea jadeó, se puso rígida y él la abrazó, sintiendo el cuerpo tenso, que le clavaba los dedos en el hombro cuando el dolor fue más fuerte. Cuando acabó, Linnea abrió los ojos y Theodore le dio un beso en una comisura.
– La próxima vez que termine una guerra, no baile tanto, ¿de acuerdo, señora Westgaard?
La mujer le dirigió una sonrisa trémula, pero suspiró y se relajó mientras él la acostaba otra vez.
– Quiero un camisón limpio -dijo, cuando se le regularizó la respiración.
– Pero, ¿qué importa eso?
– Nuestro hijo no nacerá mientras su madre tenga puesto un camisón manchado. Tráeme un camisón limpio, Theodore.
Cuando le decía Theodore en ese tono, sabía que era preferible no contradecirla. Voló hasta la cómoda, preguntándose de dónde venía esa súbita demostración de arrojo, teniendo en cuenta que un momento atrás estaba sumida en el dolor. "Mujeres", pensó. ¿Qué sabían en realidad los hombres de ellas?
Le quitó el camisón sucio, pero retuvo el nuevo enrollado en las manos cuando sobrevino el siguiente dolor. Linnea cayó hacia atrás, se arqueó y él vio cómo cambiaba de forma la barriga con la contracción, vio que alzaba las rodillas y el cuerpo se levantaba como por voluntad propia.
A Theodore le brotó el sudor en el pecho. Tuvo la impresión de que, en el fondo del vientre, sentía el mismo dolor que ella. Le temblaron las manos cuando la ayudó a ponerse el camisón limpio y lo dobló en la cintura.
Nunca en su vida había hecho nudos con tanta rapidez. Plegó la cuerda midiendo tres largos de pie, fijó cada uno al remate metálico de la cama, del lado de los pies y formó lazos con los otros extremos, de modo que Linnea pudiese pasar las piernas por ellos. No había terminado de ajustar el último nudo cuando ella dijo su nombre, jadeando y tendiéndole las manos. Le aferró las de él con tanta fuerza que le dolió y lo atrajo hacia ella con tal ímpetu que los brazos de los dos temblaron. ¡Dulce Jesús, esas cuerdas le cortarían la carne!
Cuando terminó la contracción, los dos jadeaban.
Corrió a la cocina y encontró dos toallas gruesas para acolchar las cuerdas de manera que no le rasparan las piernas. Llevó la mesilla de noche y la lámpara de petróleo cerca de los pies de la cama, para que iluminase el cuerpo expuesto de la mujer. Levantó con delicadeza los pies y los pasó por las cuerdas, deslizándolas luego con cuidado hasta atrás de las rodillas. La lámpara teñía de dorado los muslos blancos. Por primera vez, comprendió lo vulnerable que era una mujer durante el parto.
Los ojos inyectados en sangre se abrieron.
– No le asustes, Teddy -le murmuró-. No hay nada que temer.
Ya no quedaban rastro del miedo que Theodore percibió antes en ella. Estaba serena, preparada, confiada en la habilidad de su esposo para ejercer la función de comadrona. Se acercó a su lado y se inclinó sobre ella, sintiendo que la amaba más que nunca.
– No estoy asustado. -Era la primera vez que le mentía. Contemplando el rostro enrojecido, supo que se pondría con gusto en el lugar de ella, si pudiera. Le estiró los brazos sobre la cabeza y colocó con delicadeza las manos en los postes metálicos-. Ahorra energías. -Le cubrió los dedos con los suyos-. No hables. Grita si quieres, pero no hables.
– Pero hablar me distrae del do…
Hizo una mueca y sorbió el aliento. Con el corazón palpitándole, Theodore corrió hacia el otro extremo de la cama sintiéndose inseguro y torpe y más asustado que cuando él y John se quedaron atrapados por la nevisca.
Los músculos de Linnea se tensaron. Las cuerdas se pusieron tirantes. Los postes de hierro de la cama resonaron y se curvaron hacia dentro.
La mujer lanzó un hondo y largo gemido y manó de su cuerpo un hílillo rosado. Theodore se quedó mirándolo, horrorizado por ser el responsable de causarle semejante situación, jurando para sí: "Nunca más. Nunca más".
Con los dientes apretados, murmuró:
– Vamos… vamos… -como sí el niño pudiese oírlo.
Cuando el dolor se alivió, la camisa de Theodore estaba empapada bajo los brazos. Linnea descansó y él le enjugó la frente.
– ¿Cómo vas? -le preguntó en voz suave.
Linnea asintió, con los ojos cerrados.
– Dime cuándo… -empezó a decir, pero esa vez la contracción la hizo levantar las caderas de la cama más que antes.
Theodore vio que el hilillo rosado se hacía más intenso y pensó:
"¡Oh, Dios, está muriéndose! No la dejes morir. ¡A ella también, no!". La ansiedad de hacer algo por ella, cualquier cosa que la ayudase, lo destruía.
Le pasó las manos por abajo y la ayudó a elevarse, pues, al parecer, eso era lo que exigía la naturaleza.
– Vamos, sal de ahí -murmuró-. ¡Grita, Lin, grita si quieres!
Pero cuando apareció una coronilla rubia, fue él el que gritó:
– ¡Veo la cabeza! -La excitación le recorrió el cuerpo-. Empuja… otra vez… vamos, Lin… una grande ahora…
Con la siguiente contracción, el niño estuvo en la mano grande y callosa, como una masa resbaladiza y tibia que se retorcía. Oyendo el chillido vigoroso del hijo, Theodore sonrió con la sonrisa más ancha que pudiera hacer un hombre. Quiso decirle a Linnea qué era, pero no podía verla a través de las lágrimas. Levantando los hombros, se secó los ojos en ellos.
– ¡Es un varón!-exclamó con voz gozosa, apoyando el bulto movedizo sobre el vientre de la mujer.
– Un varón -repitió la madre.
– Con una pequeña bellota rosada.
La madre rió, cansada, y logró levantar la cabeza. Pero se acostó otra vez y tanteó con los dedos la cabeza del pequeño.
Como por milagro, Theodore se tornó sereno como en el ojo de la tormenta. Le pareció que nunca en su vida había sido tan eficiente como cuando ató dos trozos de cordel en el cordón umbilical y lo cortó.
– Ya está. Ahora ya vive por su cuenta.
Linnea no, aunque él vio que estaba llorando. El padre levantó al niño y le metió el dedo en la boca para despejarla de mucosidad.
– Ya está succionando -le dijo a la mujer, conmovido por la sensación de la delicada lengua que le succionaba el dedo.
– ¿Tiene todos los dedos de las manos y de los pies? -preguntó Linnea.
– Todos, aunque no más grandes que los huesos de un gorrión.
– Date prisa, Teddy -dijo con voz débil.
Empujar para sacar la placenta le dolió tanto como debió de dolerle a ella, estaba seguro. Tenía la barriga blanda y flexible, lo comprobó cuando le apretó con las dos manos. Volvió a prometerse no hacerla pasar nunca más por semejante trance. Si pudiesen turnarse, él lo soportaría. Pero ella, no. No su preciosa Linnea.
Era la primera vez que le daba un baño a un recién nacido. Jesús, ¿cómo era posible que un ser humano tan diminuto fuese tan perfecto?
Uñas y párpados tan tenues que se podía ver a través de ellos. Piernas tan finas que tenía miedo de enderezarlas para secarle detrás de las minúsculas rodillas. Las pestañas tan finas que casi no se veían. Envolvió al niño en la manta limpia de franela y lo puso en brazos de
Linnea.
– Aquí está, amor. Es pequeño.
– John -arrulló suavemente la madre, dándole la bienvenida-. Hola, John.
Theodore sonrió al ver cómo posaba los labios en la cabeza aterciopelada del pequeño.
– Hasta se parece un poco a nuestro John. ¿no es cierto?
Por supuesto que no se parecía. Tenía el mismo aspecto que todos los recién nacidos: arrugado, rojo y contraído.
Pero Linnea admitió:
– Sí, se parece.
– Y creo que tiene un poco de mamá alrededor de la boca.
La boca del niño no se asemejaba en nada a la de Nissa, pero Linnea asintió de nuevo.
Theodore se acomodó junto a ella y los dos contemplaron el milagro que el amor había creado. Nacido en el seno de una familia que había perdido a tantos, encamaba la esperanza de una nueva vida. Concebido por un hombre que se creía demasiado viejo, le daría una renovada juventud. Nacido de una mujer que se creía demasiado joven, le daría una resplandeciente madurez.
Concebido en tiempo de guerra, trajo con él el sentido de la paz.
Theodore tocó la mano del pequeño con su dedo meñique y se maravilló cuando el puño minúsculo del niño lo encerró.
– Ojalá ellos pudieran verlo -dijo Linnea. Tocó la mano de su esposo, tan grande y fuerte comparada con la del recién nacido, y lo miró a los ojos.
– Creo que lo ven, Teddy -murmuró.
– Y Kristian -dijo Theodore, esperanzado-Kristian va a quererlo mucho, ¿no crees? Linnea asintió con la mirada fija en la de Theodore y de pronto supo, en el fondo del corazón, que lo que decían era verdad.
– Kristian va a amarlo.
Theodore le besó la sien y se demoró allí.
– Te amo.
Linnea sonrió, sintiendo una profunda plenitud.
– Yo también te amo. Siempre.
Oyeron el viento de la pradera que sacudía las ventanas. Y escucharon el ruido que hacia el pequeño succionando. La gata de John había entrado furtivamente y los miraba a los tres con curiosidad. Emitiendo un suave sonido gutural, saltó sobre los píes de la cama, dio dos vueltas y se echó a dormir sobre la vieja manta de Nissa.
El agrio granjero que había recibido a la nueva maestra en la estación con tan mal humor estaba sentado rodeándole la cabeza con el brazo. Theodore se preguntó si sería posible hacerle comprender cuánto la amaba.
– Antes te mentí. Estaba asustado -le confesó.
– Eso me pareció.
– Verte así, sufriendo tanto… -Le besó la frente-. Fue horrible.
Nunca te haré pasar otra vez por eso.
– Sí, lo harás.
– No, no lo haré.
– Yo creo que sí.
– Jamás. Que Dios me ayude, jamás. Te amo demasiado…
Linnea rió entre dientes y pasó los dedos sobre el fino cabello de John.
– La próxima vez quiero una niña y la llamaremos Rosie.
– Una niña… pero…
– Shh. Ven, acuéstate con nosotros.
Con el pequeño en el hueco del codo, se apartó para hacerle sitio.
Theodore se estiró sobre las mantas, se puso de costado y con el codo doblado tras la oreja, tendió un brazo protector por encima del niño sobre la cadera de la esposa.
Afuera, en alguna parte de la pradera, los caballos corrían libres. Y los cardos se balanceaban en el viento. Y sobre la cabria de un molino, los tallos secos de las campanillas del verano anterior todavía se abrazaban mientras las aspas susurraban suavemente más arriba. Adentro, un hombre y su mujer yacían muy juntos, mirando dormir a su hijo, pensando en el mañana y en las bendiciones por venir, en la vida que vivirían en plenitud… los minutos, los días, los años.
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