– ¿John no ayudó esta mañana? -preguntó la joven, obligándolo a hablar aunque él no quería. Con una expresión agria en el semblante, Theodore se derrumbó en |a misma silla que había ocupado la noche anterior.

– John tiene su propio ganado que atender. Kristian y yo ordeñamos nuestras vacas y él, las suyas.

– Creí que tomaba todas sus comidas aquí.

– Llegará dentro de un par de minutos.

Nissa llevó una fuente con tocino fresco, otra con tostadas y cinco cuencos con algo que parecía papilla caliente. Mientras Theodore pronunciaba la plegaria -otra vez en noruego-, Linnea observó el contenido de su cuenco, preguntándose qué sería. No tenía olor, color ni atractivo alguno. Cuando acabó la plegaria, observó a los otros para ver qué tenía que hacer con esa mezcla pegajosa. Vio que untaban los suyos con abundante crema y azúcar y lo decoraban con manteca, de modo que los imitó y probó la mezcla con cautela.

¡Era delicioso! Tenía un sabor parecido al budín de vainilla.

John llegó poco después de comenzada la comida. Todos se saludaron, pero ella fue la única que hizo una pausa para agregar una sonrisa. El hombre se sonrojó y se sentó con torpeza en su silla, sin arriesgar otra mirada en dirección a la joven.

Igual que la noche anterior, la comida fue acompañada de fuertes chasquidos de lengua, pero nada de conversación. Para probar su propia teoría, Linnea dijo en voz alta y clara:

– Esto está muy bueno.

Todos se pusieron tensos y las cucharas se detuvieron a medio camino de las bocas. Nadie pronunció palabra. Al ver que las mandíbulas reanudaban el trabajo, preguntó a la mesa en general:

– ¿Qué es?

La miraron como si fuese bobalicona y Theodore rió entre dientes y engulló otro bocado.

– ¿Cómo que qué es? -Replicó Nissa-. Es romograut.

La joven ladeó la cabeza en dirección a Nissa.

– ¿Qué?

Esta vez, fue Theodore el que contestó:

– Romograut. -Señaló su cuenco con la cuchara-. ¿No sabe lo que es el romograut?

– Si lo supiera no habría preguntado.

– Ningún noruego necesita preguntar lo que es el romograut.

– Bueno, yo lo pregunto. Sólo soy noruega a medias… mi padre lo es. Como la que cocinaba era mi madre, la mayor parte de la comida era sueca.

– ¡Sueca! -exclamaron tres personas al unísono.

Si acaso existía algún noruego que no se consideraba mejor que cualquier sueco, no estaba en esa cocina.

– Es harina de cereal -le informaron.

Como tenían prisa por reanudar la tarea del día, al terminar la comida Linnea se ahorró la ronda de eructos. En cuanto cuencos y fuentes quedaron vacíos. Theodore empujó la silla hacia atrás y anunció, cortante:

– Ahora la llevaré a la escuela. Póngase las alas de pájaro si las necesita.

Su furia subió como una cometa en primavera. ¿Qué le pasaba a ese hombre que se complacía tanto en perseguirla? Por fortuna, en esa ocasión tenía preparada una respuesta que te encanto dar.

– No se moleste; le he pedido a Kristian que me lleve.

Las cejas de Theodore se elevaron, inquisitivas, y pasó la vista de uno al otro.

– Kristian, ¿eh?

La cara del muchacho se encendió como un faro y movió incómodo los pies.

– No tardaré mucho y me daré prisa para volver al campo en cuanto la haya dejado allí.

– Hazlo. Me ahorrarás la molestia.

Sin añadir palabra, salió de la casa. Linnea lo siguió con la vista con expresión irritada y cuando se volvió comprobó que Nissa la miraba con perspicacia, aunque sólo dijo:

– Necesitarás cosas de limpieza y una escalera para llegar a las ventanas y te preparé el almuerzo. Iré a buscarlo.

Kristian la llevó a la escuela en la misma carreta en la que ya había viajado. No habían avanzado tres metros por [a ruta, cuando ya se había olvidado por completo de Theodore. Era una mañana paradisíaca. El sol había ascendido en el cielo el ancho de un dedo y asomaba detrás de una cinta púrpura que lo dividía como una faja brillante, intensificando el color anaranjado con los rayos que pasaban por encima y por debajo. En ángulo oblicuo, iluminaban las crestas de los granos, confiriéndoles un luminoso dorado y convirtiendo al trigo en una masa sólida, inmóvil en el día sin viento. En el aire dominaba su fragancia. Y todo estaba tranquilo, quieto.

El canto del triguero llegó hasta ellos con la nitidez de un clarín y los caballos irguieron las orejas, pero siguieron avanzando con ritmo parejo. En un campo a la izquierda alzaban sus cabezas doradas varios girasoles.

– ¡Oh, mira! -Los señaló-. Girasoles. ¿No son hermosos?

Kristian la miró, interrogante: para ser maestra, no sabía mucho de girasoles.

– Mi padre los detesta.

Linnea se volvió hacia él, asombrada:

– ¿Por qué? Míralos, más altos que todos alzando sus caras hacia el sol.

– En esta zona son una peste. Si invaden un sembrado de trigo, uno no se libra más de ellos.

– Ah.

Siguieron avanzando. Después de un minuto, la muchacha dijo:

– Al parecer, tengo mucho que aprender acerca de granjas y cosas así. Tendré que confiar en ti para que me enseñes,

– ¡Yo!

Asombrado, volvió hacia ella los ojos castaños.

– Bueno, espero que no te moleste.

– Pero usted es la maestra.

– En la escuela. Fuera de la escuela, creo que tengo mucho que aprender de ti. ¿Qué es eso?

– Una especie de cardo -le respondió, siguiendo la dirección del dedo que señalaba hacia un retazo de flores verde claro.

– Ah. -Digirió la información y. tras un momento, agregó-: No me digas, Theodore también las aborrece, ¿verdad?

– Es una peste peor que los girasoles -confirmó.

Linnea las siguió con la vista, demorándose en las flores mientras la carreta seguía adelante.

– Pero se puede hallar belleza en muchas cosas, aunque sean pestes. Lo único que debemos hacer es mirar otra vez. Quizás haga que los niños dibujen y pinten los cardos antes de que llegue el invierno.

Kristian no supo cómo reaccionar ante una muchacha – ¿mujer?-a la que le parecían bellas esas flores. Toda la vida había oído maldecirlas y, por extraño que pareciera, se dio la vuelta y estiró el cuello para mirarlas. Linnea lo sorprendió, le dedicó una sonrisa radiante y el muchacho adoptó un aire confuso.

– Esa es la propiedad de John -le informó cuando pasaron ante ella.

– Eso me han dicho.

– Tengo tías, tíos y primos desparramados por toda la región -le contó, sorprendido de sí mismo, pues hasta el momento le había costado entablar conversación con las chicas-. Son como veinte, sin contar a los mayores.

– ¿Los mayores?

– Tíos abuelos. También tengo algunos.

– ¡Diablos! -exclamó-. ¿Veinte?

Kristian giró bruscamente la cabeza y sonrió. Jamás hubiese imaginado a una maestra de escuela diciendo diablos de ese modo.

La muchacha advirtió lo que se le había escapado y se tapó la boca con la mano. Y cuando advirtió que se había tapado la boca con la mano, se la apartó, se miró el regazo y se alisó nerviosa la falda.

– Creo que tendré que controlarme, ¿no? A veces olvido que ya soy maestra.

Por el momento, Kristian también lo olvidó. Era sólo una muchacha a la que quería ayudar a bajar de la carreta cuando entraron en el patio de la escuela. Pero nunca lo había hecho hasta entonces y no estaba seguro de cómo procedía un hombre en estas ocasiones, ¿Le diría que se quedara donde estaba mientras él daba la vuelta hacia su lado? ¿Y si se reía? Algunas de las chicas que conocía se habían reído de él… las chicas se reían de las cosas más insólitas. La perspectiva de tomar la mano de la señorita Brandonberg lo acaloraba y le producía un cosquilleo en el estómago.

Al fin, como se demoró demasiado pensando. Linnea saltó a tierra con agilidad, prometiéndose a sí misma que haría algo con respecto a los modales de los varones Westgaard, aunque fuese lo único que lograra en ese lugar.

Kristian sacó la escalera de la parte de atrás de la carreta y siguió a la joven, que llevaba un cubo y trapos, cruzando el terreno de la escuela.

Al llegar a la puerta, giró hacia el muchacho.

– ¡Oh, hemos olvidado la llave!

Él la miró, perplejo.

– La puerta no está cerrada con llave. Aquí nadie cierra con llave.

Inclinándose, apoyó la escalera contra la pared.

– ¿No?

Linnea miró otra vez hacia la puerta: en la ciudad, las puertas se cerraban con llave.

– No. Está abierto, puede entrar.

Cuando estiró la mano hacia el picaporte, su corazón dio un vuelco, expectante. Había esperado este momento durante mucho tiempo. Desde los ocho años sabía que quería ser maestra. Y no en una escuela de la ciudad sino en una como esta, donde el edificio fuese todo para ella, donde sólo ella tuviese la responsabilidad de la educación de sus discípulos.

Abrió la puerta y entró en un guardarropa: una habitación poco profunda que recorría todo el ancho del edificio, con suelo de madera sin acabar y una sola ventana en cada extremo. Al frente, dos puertas cerradas. A izquierda y derecha de las puertas, gastados bancos de madera y, sobre ellos, perchas de metal para colgar abrigos y chaquetas. En el rincón de la izquierda, el más alejado, una mesa cuadrada, pintada de azul claro y sobre ella un frasco de barro con el dibujo de unas alas rojas esmaltado en un lado y una espita de madera, similar a las de los barriles de vino. Bajo la espita el suelo estaba grisáceo por años y años de recibir gotas.

Miró hacia la derecha. En el rincón había una escoba y de un clavo colgaba por el mango de madera un gran cepillo. Alzó la vista: sobre su cabeza colgaba desde la cúpula la cuerda de la campana con un grueso nudo en la punta, enganchado de un clavo al costado de las puertas dobles pintadas de blanco, por las que se iba a la parte principal de la escuela.

Apoyó el cubo con movimientos lentos. También muy lentamente abrió las puertas y se quedó por un momento transportada. Reinaba el más absoluto silencio y era de lo más común. Pero olía a polvo de tiza y a desafío y, si bien Linnea Brandonberg pensaba como una niña con respecto a muchas cuestiones, asumió el reto con toda la responsabilidad de una adulta hecha y derecha.

– Oh, Kristian, mira…

El muchacho había visto el aula miles de veces y lo que observó fue a la nueva maestra que, con ojos ansiosos y dilatados, recorría el salón.

El sol se derramaba por las ventanas largas y estrechas, iluminando las hileras de pupitres atornillados a unas guías de madera. Entre las ventanas pendían lámparas con reflectores de hojalata. En el centro mismo había una estufa de hierro con dos quemadores y con su chimenea llamante reluciente, que atravesaba el techo de hojalata revestido de madera. En el frente del salón había una tarima elevada en la que, para decepción de la muchacha, no había escritorio sino una gran mesa rectangular donde sólo se apoyaba una lámpara de petróleo. Había una silla de madera y, tras ella, un pequeño anaquel con libros, cuyos volúmenes tenían los lomos desteñidos, hasta llegar a tonos pastel de rosado, azul y verde. Había un globo terráqueo, un mapa para enrollar -bien enrollado- y pizarras sobre la pared del frente, con bancos para declamación a cada lado.

El corazón se te aceleró de entusiasmo. Se parecía a miles de otras aulas en miles de pueblos rurales. ¡Pero era suya!

Señorita Brandonberg.

La idea la aturdió, y atravesó el salón a lo largo, haciendo levantar una fina capa de polvo con las faldas. Sus pisadas asustaron a un ratón que iba corriendo hacia ella y que se precipitó en la dirección contraria.

Linnea se detuvo, sobresaltada, y respiró profundamente.

– ¡Oh, mira! Parece que tenemos compañía.

Kristian no había visto nunca a una muchacha que no gritara ni se asustase al ver un ratón.

– Traeré una trampa de casa y la pondré aquí.

– Gracias, Kristian. Me temo que, si no lo hacemos, se comerá los libros y los papeles… si no lo ha hecho ya.

Eligió un libro al azar, de los que había en el estante y lo abrió por cualquier página. "Petróleo", decía. Sin hacer caso de los agujeros que el ratón había dejado en los bordes de las páginas y, de cara a Kristian, leyó en voz alta:

– "La observación de Horace Greeley: aquel que hace crecer dos hojas de hierba donde antes crecía una es un benefactor de la humanidad guarda analogía con la afirmación de que aquel que aumenta, en la práctica, el término de la vida humana, acrecentando las horas en que el hombre puede trabajar o disfrutar, también es un benefactor. El curso del siglo diecinueve está marcado por gran cantidad de invenciones, descubrimientos y mejoras tendentes a promover la civilización y la felicidad humanas en mayor medida que cualquier otro período anterior y quizá no haya ningún otro aspecto más significativo o beneficioso que la mejora en los métodos para iluminar nuestras moradas, que ha permitido la divulgación de su uso a través de la practicidad de un gran generador de luz: el petróleo.