"Olvídalo", se dijo. "Todos te dijeron que hacerse adulto no era fácil y estás descubriendo que tenían razón."

Para quitarse a Theodore de la cabeza, tomó papel y lápiz de una caja de madera y se sentó sobre la cama.

Queridos madre y padre. Carne y Pudge:

He llegado sana y salva a Álamo. El viaje en tren fue largo y sin incidentes. Cuando llegué, oteé el horizonte en busca de la ciudad, pero, para mi abatimiento, sólo vi tres silos y un puñado de construcciones lamentables que no podría calificar de "ciudad". Sí, papi, ya sé que me habías advertido que sería pequeña… ¡pero no esperaba esto!

En la estación me esperaba el señor Westgaard, que me acompañó hasta su granja. Parece que es inmensa, como la mayoría de las de aquí, tan grande que tratamos de encontrar a uno de los vecinos trabajando en el campo y no pudimos. El señor Westgaard -.su nombre de pila es Theodore- vive con su madre, Nissa (una pequeña tromba con piernas torcidas que me cayó bien de inmediato), su hijo, Kristían (que será mi alumno de octavo grado, aunque me lleva una cabeza de altura), y su hermano, John (que hace todas sus comidas en la casa, pero el resto del tiempo vive en su propia granja, que está al otro lado del camino, hacia el Este).

La primera cena fue una delicia, con filetes en salsa, patatas, maíz, pan y manteca y budín de pan y otras exquisiteces que no había visto en mi vida, y después Nissa no me permitió tocar un plato… ¡Carrie y Pudge, sé que os pondréis verdes de envidia porque ya no tengo que lavar la vajilla nunca más! Y ahora estoy instalada en mi dormitorio privado, donde nadie me pide que apague la luz cuando aún tengo ganas de leer un rato más. Imaginaos: un cuarto para mí sota por primera vez en mi vida.

Entonces echó un vistazo alrededor, alzó la vista hacia las vigas desnudas del techo, miró la ventana diminuta y la cómoda donde estaba el nuevo lavabo. Recordó el entusiasmo intacto que sintiera durante el viaje en tren hacia el nuevo hogar y la instantánea decepción cuando Theodore Westgaard abrió la boca y declaró:

– ¡No pienso aceptar a ninguna mujer en mi casa!

Miró la carta, de la que había censurado todo vestigio de las desilusiones y temores de.sus primeras seis horas como "la nueva maestra" y de repente la palabra pareció aplastarla.

Se acurrucó hecha una bola y lloró, desdichada. "Oh, mamá, papá, os echo mucho de menos. Ojalá estuviese en casa con vosotros, donde a la hora de cenar todo es alegría, conversación y sonrisas afectuosas. Ojalá pudiese recoger el trapo de secar y quejarme a gritos por tener que ayudar a Carrie y a Pudge antes de obtener permiso para irme de la cocina. Quisiera que estuviésemos otra vez las tres juntas, hacinadas en nuestro pequeño y bonito dormitorio floreado y que vosotros dos os unieseis contra mí cuando yo quería dejar las luces encendidas un poco más." "¿Qué estoy haciendo aquí, en esta pradera olvidada de Dios, con una familia extraña, donde reina la rabia, la reticencia y un completo desprecio por los modales?" "Ojalá te hubiese hecho caso, papi cuando me dijiste que el primer puesto me quedara más cerca del hogar hasta que supiera cómo me sentaba la independencia. Si estuviese allí, estaría compartiendo esto contigo y con mamá, en lugar de ocultar mis penas y llorar en este pequeño cuarto del altillo."

Sin embargo, amaba demasiado a su familia para contarles la verdad y cargarlos con la preocupación por ella, sabiendo que no podían hacer nada para consolarla. Por eso, mucho más tarde descubrió que sus lágrimas habían caído sobre la tinta, dejando dos manchas azules y, entonces, con gesto decidido, se secó los ojos y empezó la carta otra vez.

3

Tradicionalmente, el año escolar empezaba oficialmente el primer lunes de septiembre y Linnea había llegado el viernes anterior. Todavía no había amanecido el sábado cuando un ruido lejano la despenó y se esforzó por registrar el ambiente que la rodeaba, aún adormilada, en la esfumada luz de color lavanda que alumbraba el desván.

Por unos momentos se desorientó: sobre la cabeza veía las vigas del techo, sin terminar. Gimió y rodó sobre sí misma. Ah, sí… el nuevo hogar, en Álamo. No había dormido bien en esa cama extraña. Sintió la tentación de sumirse otra vez unos pocos minutos más, pero entonces oyó la actividad en la planta baja y recordó los sucesos del día anterior.

Bueno, señorita Brandonberg, arrastre sus huesos fuera de la cama y demuéstreles de qué madera está hecha.

El agua del lavabo estaba fría y sopesó el riesgo de toparse con Theodore o con Kristian si bajaba a entibiarla. Tal vez nadie hubiese encendido el fuego aun: echó un vistazo por la ventana y se convenció de que era muy temprano. Mirando el tubo de la estufa, se escabulló de la cama y lo tocó. Ah, hacía rato que había alguien levantado. Se puso una bata de franela azul abotonada hasta el cuello, se la aló en la cintura y tomando la palangana bajó las escaleras.

Pese a que trató de no hacer ruido, los peldaños crujieron. La cabeza de Nissa asomó por el vano de la puerta. Ya tenía el cabello recogido en ese moño pequeño y tirante y llevaba un delantal blanco almidonado que fe llegaba al tobillo, sobre un práctico vestido de un gris desteñido con flores rojas.

– ¿Ya estás levantada?

– No… No quiero que, esta vez, nadie esté esperándome.

– El desayuno no estará listo hasta dentro de una hora por lo menos. Los muchachos tienen que ordeñar diez vacas.

– ¿Acaso ellos…? -Mirando por encima de la cabeza de la mujer, apretó más la palangana contra la cadera-. ¿Ya están afuera?

– No hay moros en la costa. Puedes bajar. -Nissa fijó sus ojos en los pies desnudos de la joven-. ¿No tienes zapatillas?

Linnea enderezó los pies y se los miró.

– Me temo que no.

No quería decir que en su casa le bastaba con recorrer parte del pasillo para llegar al cuarto de baño.

– Bueno, sin duda tendré que ponerme a trabajar con las agujas de tejer a la primera oportunidad. Baja, a ver si te caes de ahí. En el tanque hay agua caliente.

Nissa le agradaba, pese a sus modales bruscos y autoritarios. Con ella dentro, la cocina se le hacía acogedora. Como era su costumbre, giraba de un lado a otro y le recordaba el vuelo errático de un jilguero… abalanzándose hacía un lado y hacia otro, con giros tan repentinos que daba la impresión de que no había terminado una tarea cuando ya emprendía otra.

En un solo movimiento levantó la tapa de hierro de la inmensa estufa que dominaba el recinto, echó una palada de carbón que sacó de un cubo junto al artefacto, cerró la tapa y dio la vuelta hacia la despensa. Observándola, la joven se mareaba.

En un instante, volvió como una exhalación, señalando un cubo de agua sobre una mesa larga arrimada a la pared.

– ¡Ahí tienes! ¡Usa el cazo y emplea lo que necesites! ¡Cuando se trata del baño de la maestra, no me fijo en gastos!

Riendo, Linnea pensó que, si bien tenía que lidiar con ciertos temperamentos irritables, Nissa la compensaba ampliamente. De nuevo en la planta alta. Ya lavada, habiéndose quitado la venda de la mano, con el cabello peinado en una trenza impecable en la parte de atrás de la cabeza, recuperó el optimismo.

Tenía cinco conjuntos de ropa; el traje de viaje de lana gris oscuro con la blusa de seda granate, una falda castaña de tela de Manchester, con el ruedo bordeado de terciopelo y una blusa blanca para hacer contraste; una falda de sarga de Oxford verde oscuro con tres tablas invertidas en la trasera y una blusa escocesa Black Watch; un vestido azul marino, con el cuello adornado con un bies blanco alrededor, y una falda gris y una blusa blanca lisa, sin más volantes que un par de frunces que caían en ángulo hacia dentro desde el hombro hasta la cintura.

El traje era para los domingos, nada más. El vestido le daba una apariencia infantil. La tela de Manchester era demasiado calurosa para esa época. Y reservaba la falda verde nueva para el primer día de clase, porque había sido un regalo de sus padres y era su atuendo más adulto. Por eso decidió ponerse la práctica falda gris con la sencilla blusa blanca. Cuando terminó de vestirse, se observó con ojo crítico.

El cabello estaba perfecto. La falda, seca. Ya no tenia la venda. La vestimenta, sensata, sobria, casi propia de una matrona. ¿Qué defecto podría encontrarle él?

De pronto comprendió lo que estaba pensando y su barbilla se proyectó en un ángulo empecinado. "¿Por qué tengo que preocuparme de lo que opine un viejo gruñón como Theodore? ¡Es el patrón de mi hospedaje, no de mi persona!"

Volvió a bajar y se encontró con que el desayuno estaba cociéndose y la mesa puesta, pero los hombres aún no habían llegado.

– ¡Bueno, caramba! ¡Qué guapa estás!

– ¿Sí? -Linnea se alisó la delantera de la blusa blanca y miró a Nissa, titubeante-. ¿Parezco lo bastante mayor?

La mujer disimuló la sonrisa e inspeccionó atentamente a la muchacha por encima de las gafas de montura metálica.

– Oh, claro que pareces mayor. Bueno, yo diría que pareces tener por lo menos…, eh… diecinueve.

– ¡No me diga!

A duras penas, Nissa contuvo la risa ante la expresión complacida de la chica, y esta habló en tono bajo, confidencial:

– Le diré una cosa, Nissa. Desde que vi a Kristian he estado bastante preocupada: no me gustaría parecer más joven que mis alumnos.

– Oh, vamos -protestó la anciana, bajando la barbilla-. Con esa falda tan planchada podría echarte hasta veinte años. A ver, vuélvete, déjame mirarte por detrás. -Linnea giró lentamente, mientras Nissa se frotaba el mentón con aire atento-. ¡Sí! ¡Veinte años, seguro! -mintió.

La muchacha se puso radiante, pero, enseguida, sustituyó la sonrisa por una expresión más sobria, apoyó las manos en la cintura y parecía como si tuviese que confesar un crimen horrible:

– A veces tengo… bien, un pequeño problema. Me refiero a comportarme como una persona mayor. Mi padre solía reprenderme por ser tan soñadora y olvidar lo que estaba haciendo, Pero desde que he pasado por la Escuela Normal he estado esforzándome mucho por parecer madura y por no olvidar que soy una dama. Creí que la falda contribuiría a eso.

La joven conmovió a Nissa: ahí estaba, ataviada con ropa de persona mayor, tratando de comportarse como si ya estuviese lista para enfrentarse al mundo, cuando en cambio era evidente que estaba muerta de miedo.

– Supongo que debes echar de menos a tu familia. Nosotros somos desconocidos y tienes que habituarte a muchas cosas.

– ¡No! Quiero decir que… bueno, sí, claro que los echaré de menos, pero…

– Recuerda esto -la interrumpió Nissa-. No hay nada más terco ni cabeza dura que una banda de noruegos. Y son mayoría por aquí. ¡Pero tú eres la maestral Tienes un certificado que asegura que eres más inteligente que todos ellos, así que, si empiezan a ponerse insolentes, mantente firme y escúpeles en los ojos. ¡Eso sí lo respetarán!

"¿Ponerse insolentes?", se lamentó Linnea para sus adentros. "¿Acaso todos serán como Theodore?"

Como si su pensamiento lo hubiese materializado, entró Theodore por la puerta, seguido de Kristian.

Al verla se detuvo un momento y luego fue hacia donde estaban el cubo y el lavabo. Kristian se detuvo en seco y la miró boquiabierto, sin disimulo.

– Buenos días, Kristian.

– Bue…buenos días, señorita Brandonberg.

– Por Dios, si que se levanta temprano.

Kristian se sintió como si hubiese tragado una bola de algodón. No le salía una palabra y parecía haber echado raíces admirando el rostro fresco y joven de la maestra, el hermoso cabello castaño, toda acicalada y emperifollada con su falda y su blusa, que hacían parecer su cintura delgada como una rama de sauce.

– El desayuno está listo -informó Nissa pasando alrededor-. Dejad de parlotear.

Ante el lavabo, Theodore se enjabonó las manos y la cara, se enjuagó y, cuando se dio la vuelta con la toalla en la mano, vio a su hijo parado como un poste, contemplando boquiabierto a la señorita, que esa mañana parecía tener trece años. Incluso su forma de permanecer de pie era infantil, con los recatados zapatos plantados uno junto a otro. Sin embargo, el peinado no estaba mal, recogido de forma que acentuaba la longitud y la gracia del cuello.

Theodore censuró con firmeza el pensamiento y dijo:

– El lavabo es tuyo, Kristian.

Le dio otra vez la espalda a la maestra.

– Buenos días, Theodore -dijo ella, logrando hacerlo sentirse como un tonto por no haber saludado el primero.

Le dio la espalda.

– Buenos días. Veo que está lista a tiempo.

– Por supuesto. La puntualidad es la cortesía de los reyes -recitó, volviéndose hacia la mesa.

"¿La pun qué?", pensó Theodore, sintiéndose un ignorante, sabiendo que lo había puesto en su lugar con toda justicia mientras la veía sentarse.