El estrépito de porcelana rola la volvió bruscamente a la realidad. La tarima se tambaleó en el ángulo que ocupaba, y la jarra y la palangana ya no estaban a la vista. Desde abajo, Nissa vociferó:

– ¿Qué ha sido eso? ¿Están bien allá arriba?

En la escalera se oyeron pisadas. Horrorizada, Linnea se cubrió la boca con las dos manos y se inclinó sobre esa tarima que hacía las veces de cómoda. Cuando Nissa llegó a la puerta, se encontró con la muchacha que contemplaba, en el rincón, los trozos que hacía momentos eran la jarra y la palangana.

– ¿Qué ha pasado?

Linnea giró hacia el vano de la puerta, con una expresión de consternación en el rostro.

– ¡Oh, señora Westgaard, lo siento muchísimo! ¡He roto la jarra y la palangana!

Nissa irrumpió.

– ¿Cómo demonios llegó eso ahí?

– Sin… sin querer choqué con la tarima. Se lo pagaré con mi primer salario mensual.

Por un segundo, se preguntó cuánto costarían la jarra y la palangana.

– Por Dios, qué lío. ¿Usted está bien?

Linnea se alzó las faldas y se miró el borde mojado.

– Sólo un poco mojada.

Nissa empezó a correr la cómoda, pero Linnea la sustituyó de inmediato en la tarea.

– ¡Deje, yo lo limpiaré! -Cuando desplazó el mueble, se encontró con los fragmentos de loza y con el agua que se escurría por debajo del linóleo, mojando la parte blanda de abajo. – Oh, Dios mío… -gimió, tapándose otra vez la boca mientras le saltaban lágrimas de vergüenza-. ¿Cómo he podido ser tan torpe? Me parece que también he estropeado el linóleo.

Pero Nissa ya bajaba las escaleras. -Traeré un cubo y un trapo.

Cuando se fue, Linnea oyó voces afuera y, al mirar por la ventana vio que, mientras ella se perdía en sus ensueños, habían llegado los hombres, Desesperada, se puso de rodillas tratando de juntar los trozos de las piezas rotas en un montón y luego, con la mano, detener el agua en el borde del revestimiento. Pero el charco ya se había filtrado hacia abajo, y entonces trató de levantar una punta… lo cual resultó un error. El agua pasó sobre la curva del linóleo y le mojó la falda sobre las rodillas.

– ¡Déjame hacerlo! -le ordenó Nissa desde la entrada-. Tira los pedazos en el cubo.

Linnea dejó la loza rota en el fondo del cubo con gran cuidado, como si de ese modo pudiese mejorar la situación. Contuvo las lágrimas sintiéndose torpe, molesta, disgustada consigo misma por haber dejado que un capricho infantil la hiciera meterse en problemas, como solía sucederle. Después de que hubieron recogido todos los trozos y Nissa se sentó sobre los talones. Linnea le tocó el antebrazo, exhibiendo una expresión apesadumbrada.

– Yo… lo lamento -murmuró-. Fue una estupidez y…

– Claro que lo lamentas. A nadie le gusta sentirse tonto en un lugar nuevo. Pero las jarras son… ¡pero si te has cortado!

– ¡Oh, y ahora le he manchado el vestido! ¿Acaso no puedo hacer nada bien?

– No te aflijas. Lo lavaré. Me parece que esa mano va a sangrar un rato. Será mejor que busque algo para vendarla.

Se levantó de un salto y desapareció escaleras abajo. Un momento después, Linnea oyó voces desde la cocina y se sintió doblemente mortificada sabiendo que, sin duda, Nissa debía de estar contando a los hombres lo sucedido. Pero cuando la anciana regresó no pronunció una sola palabra de crítica y le vendó la mano con una tira arrancada de una sábana limpia y la ató con firmeza antes de dirigirse de nuevo a la escalera.

– Ahora arréglate el pelo y preséntate abajo en cinco minutos. A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Por desgracia, la muchacha aún era inexperta para arreglarse el nuevo peinado recogido con las dos manos sanas; con una lastimada, le resultaba imposible- Hizo todo lo posible, pero cuando Nissa avisó que la cena estaba lista, ella aún estaba intentándolo. Mientras seguía acomodándose y clavando horquillas con manos torpes, se miró la falda: tenía mojada la zona de las rodillas y el borde y ya no tenía tiempo de cambiarse.

Con un vistazo al espejo comprobó que el postizo en tomo del cual había enroscado el cabello estaba desplazado del centro. ¡Maldición! Le dio un tirón hacía la izquierda que lo descolocó todavía más y lo fijó de prisa con tres horquillas.

– ¡Señorita Brandonberg! ¡La cena! A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Linnea se rindió y fue hacia la escalera, esperando que sus pasos sonaran decididos en los peldaños. Cuando emergió de las sombras de la escalera a la cocina, se sorprendió al ver que había tres hombres altos y robustos que la miraban con la boca abierta.

¿Los muchachos?

Por supuesto, uno era Theodore, al que ya había tenido la desdicha de conocer. Echó un vistazo al rostro enrojecido, al cabello rebelde y a la falda mojada de la muchacha y en las comisuras de sus labios jugueteó el fantasma de una sonrisa. Linnea lo dio por perdido, ya que era un patán rústico, y prestó atención a los otros.

– Tú debes de ser Kristian. -Era media cabeza más alto que ella y muy apuesto, con una boca mucho más tierna y bella que la del padre pero los mismos ojos castaño intenso. El cabello mojado, recién peinado, era de un castaño dorado que, al secarse, seguramente sería rubio. Tenía el rostro reluciente por el reciente lavado y era el único de los tres sin camisa y sin la marca blanca atravesándole la mitad superior de la frente. Linnea le tendió la mano-: Hola, yo soy la señorita Brandonberg.

Kristian Westgaard miró a la nueva maestra con la boca abierta. ¿Menuda y ratonil? Cielos, ¿de qué hablaba el viejo? Sintió que le subía el sonrojo desde el pecho desnudo. El corazón te dio un vuelco y empezaron a sudarle las manos.

Linnea vio que se ponía del color de las frambuesas maduras y se secaba las manos en los muslos. La nuez de Adán le bailoteó como un corcho en una ola y, al fin, le tomó la mano por un instante.

– ¡Uy! -exclamó-. ¿Así que usted será nuestra nueva maestra? De camino a la mesa con una fuente de carne, Nissa lo reconvino:

– ¡Cuida tus modales, jovenzuelo! -lo que renovó el sonrojo de Kristian.

Linnea rió:

– Eso me temo.

Intervino Nissa:

– Y este es mi hijo John. Vive al otro lado del campo, pero siempre come con nosotros. Indicó con la cabeza hacia el Este y volvió junto a la cocina.

Linnea vio un rostro muy parecido al de Theodore, un poco mayor y con la línea del cabello que ya empezaba a retroceder. Tímidos ojos almendrados; nariz recta, atractiva, labios llenos… muy diferentes de los de su madre, que se reducían a una línea angosta. Al parecer, no se sentía capaz de mirarla a los ojos, ni podía dejar de mover los pies. Sobre la línea del sombrero se puso del color de las amapolas, mientras que debajo su cara era de color siena. Los ojos tímidos se posaron en cualquier lado menos en ella. Cuando fue presentado, hizo un brusco cabeceo y decidió ofrecerle la mano, pero la retiró a mitad del trayecto y la sustituyó por otros dos cabeceos- La mano de Linnea quedo colgando entre los dos hasta que, al fin, John la tomó entre sus enormes manazas y le dio una sola sacudida.

– Hola, John -dijo la muchacha con sencillez.

El hombre asintió, mirándose las botas.

– Señorita.

La voz retumbó suave, áspera y muy, muy baja, como un trueno que llegara del condado vecino.

También tenía la cara recién restregada para presentarse a cenar, y el cabello castaño con una onda en el centro. Llevaba unos desteñidos pantalones negros y tirantes rojos. El cuello de la camisa roja escocesa estaba abotonado hasta el cuello, lo que le confería un aspecto más bien triste, infantil para un hombre tan corpulento. En el mismo instante en que la mano enorme devoró la suya, Linnea sintió una oleada cálida y protectora. El único que no le había dirigido la palabra era Theodore, pero percibió que la observaba y decidió no dejarlo escapar tan fácilmente. Si creía que los modales eran innecesarios cuando una persona envejecía, le demostraría que uno nunca era demasiado viejo para ser cortés.

– Lo saludo otra vez, señor Westgaard. -Dándose la vuelta, lo miró directamente, sin darle otra alternativa que aceptar el saludo.

– Sí -fue todo lo que dijo, con tos brazos cruzados sobre la camisa azul y los tirantes negros.

Para fastidiarlo más, agregó, sonriendo con dulzura:

– Su madre me condujo a mi habitación y me hizo instalarme. Estaré muy bien ahí.

Como los demás lo miraban, Theodore no tuvo más remedio que tragarse una réplica punzante y refunfuñó:

– Bueno, ¿vamos a estar aquí parloteando toda la noche o vamos a cenar?

– La cena está lista. Sentémonos -repuso Nissa procediendo a colocar el último plato con carne sobre la mesa redonda de roble cubierta con un mantel níveo-. Esta será tu silla.

Nissa le indicó a Linnea la que estaba entre la suya propia y la de John, tal vez esperando que al haber un poco más de distancia entre Theodore y la muchacha disminuyese el antagonismo. Pero, por desgracia, los puso enfrentados y, ya antes de sentarse, la muchacha sintió que los ojos del hombre la asaeteaban con palpable desagrado.

Una vez que estuvieron todos sentados. Theodore dijo:

– Oremos.

Unió las manos, apoyando los codos a los costados del plato y apoyo la frente en los nudillos. Todos lo imitaron, incluso Linnea pero cuando la voz profunda empezó a recitar la plegaria abrió los ojos y, espiando entre los nudillos, miró sorprendida: la plegaria era pronunciada en noruego.

Con los pulgares apretados contra la frente, vio que las comisuras de los labios de Theodore se movían tras las manos unidas. ¡Para su horror, él también la espió a ella! Sus ojos se encontraron un instante, pero, por breve que fuera la mirada, la incomodó aún antes de posarse en la mano vendada. Sintiéndose culpable, cerró con fuerza los ojos.

Sumó su amén al de los demás, y antes de que pudiese, siquiera, retirar los codos del mantel se sucedieron las acciones más sorprendentes.

Como si el fin de la plegaria hubiese indicado el comienzo de una carrera, cuatro pares de manos arrebataron cuatro platos; cuatro cucharas golpearon contra los platos con estrépito. Luego, con la precisión de un ejercicio militar, los platos pasaban hacia la izquierda y cada uno de los Westgaard tomaba el que le llegaba desde la derecha. Linnea se quedó con la boca abierta y su demora en recibir la fuente con maíz que le pasaba John provocó una discontinuidad en el ejercicio, pues de pronto, todos los ojos se posaron en ella, que tenia las manos vacías, mientras que John hacía equilibrio con dos platos en sus enormes manos. Sin hablar, le tocó el hombro con la fuente de maíz y, mientras ella la aceptaba, la vista de Theodore se fijó otra vez en su mano vendada.

– ¿Qué le ha pasado? -le preguntó a su madre.

Esta se sirvió una porción de patatas en el plato.

– Rompió la jarra y la palangana que estaban en el cuarto de arriba y se cortó la mano recogiendo los trozos.

¡Como se atreven a hablar de mí como si yo no pudiese responder por mí misma! Linnea se sonrojó y cuatro pares de ojos se volvieron a ella y examinaron la mano izquierda vendada que sostenía el cuenco con maíz.

La ronda se reanudó, y cuencos y cucharas pasaban bajo sus narices, hasta que, al fin, terminó con la misma brusquedad con que había comenzado: cuatro pares de manos apoyaron los correspondientes platos; cuatro cabezas se abatieron sobre los platos; cuatro intensos noruegos empezaron a comer con una concentración tan grosera que no pudo menos que observarlos, boquiabierta.

Fue la última en recibir una fuente y se sintió observada como un payaso en una función- ¡Bueno, los modales eran los modales! Y ella estaba dispuesta a desplegar los que le habían marcado a fuego toda la vida y ver si un buen ejemplo podía desconcertar a esos cuatro.

Terminó de llenar su plato y. sentada correctamente, usó a ritmo tranquilo el tenedor y el cuchillo para comer unos deliciosos filetes de carne vacuna acompañados de una deliciosa salsa sazonada con pimienta de Jamaica. Cuando no usaba el cuchillo, lo dejaba apoyado en el borde del plato, como correspondía. Completaron la comida patatas, maíz, ensalada de col, pan, manteca y varios entremeses.

¡Toda la familia Westgaard engullía con el cuello estirado!

Y los ruidos eran horrorosos.

Nadie pronunció palabra y todos se limitaban a hundir las cucharas en los platos y apalear hasta que empezaron a vaciarse y uno por uno pidieron otra vez que les pasaran las fuentes. ¡Lo hacían con las maneras del hombre de las cavernas!

– ¡Patatas! -exigió Theodore-

Con disgusto, Linnea observó cómo John le pasaba las patatas sin levantar casi la vista de su plato, del que recogía con esmero la salsa con una rebanada de pan, que luego embutía en la boca con los dedos.