Eleanor vio que se le cerraban los ojos.
– ¿Está a gusto? -preguntó.
– Sí, señora -respondió tras abrirlos de golpe.
– No se ponga tenso -dijo Elly, a la vez que le empujaba con suavidad un hombro-. Relájese.
Después de eso, trabajó en silencio, dejándolo disfrutar del placer tranquilamente.
Will volvió a cerrar los ojos y se dejó llevar bajo las primeras manos de una mujer que lo tocaban cariñosamente desde hacía más de seis años. Notó cómo le cortaba el pelo alrededor de las orejas, en la nuca, y se fue olvidando de cuanto lo rodeaba. Por favor…, qué bien se estaba así…
Cuando Eleanor terminó de cortarle el pelo, tuvo que despertarlo.
– ¿Mmm…? -Levantó la cabeza y se espabiló de golpe, consternado al darse cuenta de que se había quedado dormido-. ¡Oh!… Me debo de haber…
– Ya está -anunció Elly, quitándole con un movimiento rápido el paño de cocina.
Se levantó para mirarse en el espejito redondo que había cerca del fregadero. Tenía el pelo un poquito más largo sobre la oreja derecha que sobre la izquierda, pero, en general, el corte de pelo era mucho mejor que el esquilado de la cárcel.
– Ha quedado muy bien, señora -comentó mientras se tocaba una patilla con los nudillos. Volvió la cabeza para mirarla-. Gracias. Y también por el desayuno.
Siempre que le daba las gracias, ella se hacía la sueca, como si no hubiera hecho nada.
– Tiene una buena mata de pelo, señor Parker -dijo, barriendo el suelo sin levantar la vista-. Glendon tenía poco, y muy fino. También se lo cortaba a él. -Cruzó como un pato la cocina en busca de un recogedor-. Me ha gustado volverlo a hacer. Y también me ha gustado volver a oler el jabón de afeitar.
¿En serio? Creía que él era el único al que le gustaban esas cosas. O quizás estaba siendo amable con él para que se sintiera cómodo. Quiso devolverle el favor.
– Deje que la ayude -se ofreció cuando Eleanor se agachó para recoger el pelo castaño del suelo.
– Ya casi estoy. Pero no me importaría si se encargara de dar de comer a los cerdos.
Se enderezó y sus ojos se encontraron. Will vio duda en los de ella. Era la primera tarea que le pedía que hiciera, y no era demasiado agradable. Pero lo que le hubiera resultado desagradable a cualquier hombre era sinónimo de libertad para Will Parker. Ella le había dado de comer, le había dejado la navaja de afeitar de su marido, había compartido su fuego y su mesa con él, y lo había dejado dormido con un peine y unas tijeras. Abrió los labios mientras una vocecita interior lo apremiaba: «Dilo, Parker. ¿Temes que crea que eres menos hombre si lo haces?»
– Hacía tiempo que no estaba tan a gusto mientras me cortaban el pelo.
Eleanor lo comprendió perfectamente. Ella también había vivido mucho tiempo en un mundo sin amor, sin contacto físico. Parecía mentira que una frase tan sencilla pudiera generar tanta comprensión mutua.
– Bueno, pues me alegro.
– En la cárcel…
– En la cárcel, ¿qué? -quiso saber, mirándolo a los ojos.
No debería haber empezado a hablar, pero aquella mujer tenía algo que lo impulsaba a hacerlo, que hacía que quisiera confiarle sus secretos más dolorosos.
– En la cárcel usan esas maquinillas zumbadoras que te cortan casi todo el pelo, de manera que te sientes… -Desvió la mirada, reacio a terminar la frase, después de todo.
– ¿Te sientes cómo? -lo animó Elly.
– Desnudo -sentenció, tras observar el pelo del recogedor.
Ninguno de los dos se movió. Como notaba lo mucho que le había costado admitir semejante cosa, Eleanor acercó la mano para tocarle el brazo, pero antes de que pudiera hacerlo, él le tomó el recogedor de las manos y vertió su contenido en el hogar.
– Voy a encargarme de los cerdos -anunció, con lo que el momento de intimidad terminó.
Donald Wade accedió a enseñar a Will dónde estaban los cerdos, y Eleanor les dio un cubo medio lleno de leche e instrucciones para alimentarlos.
– ¡Para los cerdos! -exclamó Will, horrorizado. ¿Él había pasado hambre la mayoría de su vida y esa mujer daba leche recién ordeñada a los cerdos?
– Herbert da más de la que podemos consumir, y el camión de la leche no puede llegar hasta aquí, por lo mal que está el camino. Además, no quiero que la gente del pueblo venga a husmear por aquí. Désela a los cerdos.
A Will le partía el corazón el tener que llevarse la leche de la casa.
Donald Wade lo guio, aunque Will hubiese podido localizar la pocilga por el olor. Mientras cruzaba el patio aprovechó para ver mejor el camino. Estaba realmente en muy mal estado. Pero la señora Dinsmore tenía una mula y, si había una mula, también tenía que haber herramientas que se le pudieran enganchar. Y, si no había herramientas, usaría una pala él solo. El camino tenía que estar transitable para poder llevarse los trastos viejos. Pero no pensaba deshacerse de ellos como si fueran basura, sino venderlos como chatarra. Ahora que Estados Unidos suministraba material de guerra a Inglaterra, pronto la chatarra valdría mucho. Esa mujer tenía una mina de oro en casa y ni siquiera lo sabía.
El camino no era lo único en mal estado; a la luz del día, el patio ofrecía un aspecto deplorable. Edificios ruinosos que parecía posible derribar de una patada. Los que todavía podrían aguantar varios años necesitaban urgentemente una capa de pintura. El silo de mazorcas estaba lleno de trastos: barriles, cajones de embalaje, rollos de alambre de espino oxidado, maderos combados. Will no comprendía cómo la puerta del gallinero no se había caído aún. El olor, cuando se acercaron a él, era espantoso. No era extraño que las gallinas durmieran entre los trastos esparcidos por el suelo. Pasó junto a montones de piezas de maquinaria y latas de pintura vacías, aunque no alcanzaba a imaginarse dónde se habría usado esa pintura. La cabra parecía tener su dormidero en una camioneta abandonada con la tapicería arrancada a mordiscos. Will pensó, asombrado, que allí había trabajo suficiente para mantener ocupado a un hombre las veinticuatro horas del día un año entero.
Donald Wade, que trotaba a su lado, interrumpió sus pensamientos.
– Ahí-dijo, señalando la estructura que recordaba un cobertizo para secar tabaco.
– ¿Qué pasa ahí?
– Ahí es donde está la comida para los cerdos.
Lo condujo hacia un edificio lleno de toda clase de cosas, desde sopa hasta frutos secos, sólo que, esta vez, eran cosas útiles. Evidentemente, Dinsmore no se había limitado a reunir trastos. ¿Hacía trueques? ¿Negociaba con esas cosas? Las latas de pintura estaban llenas. Los rollos de alambre de espino, nuevos. En el abarrotado edificio había muebles, herramientas, sillas de montar, una rotativa, cajas de huevos, correas para polea, cañas de pescar sin carrete, el guardabarros de un Ford modelo A, un maniquí de modista, un barril lleno de pistones, cestas, una caldera, cencerros, botellas para almacenar aguardiente casero, muelles de colchón… y Dios sabía cuántas cosas más.
Donald Wade señaló un saco de arpillera que descansaba en el suelo sucio, junto a una lata de café oxidada.
– Dos -soltó, levantando tres dedos, y se tuvo que doblar uno con la otra mano.
– ¿Dos?
– Mamá mezcla dos con la leche.
Will se agachó despacio junto a Donald Wade, abrió el saco y sonrió al observar lo que había en su interior, mientras el niño se seguía sujetando el dedo doblado.
– ¿Quieres echarlo por mí?
Donald Wade asintió con tanta fuerza que el pelo le dio bandazos hacia delante y hacia atrás. Llenó la lata, pero no logró sacarla del fondo del saco, de modo que Will se apresuró a ayudarlo. Al verterla en la leche, la mezcla soltó un fuerte olor a grano. Una vez hubieron echado la segunda lata, Donald Wade fue a un rincón a buscar un listón.
– Tienes que removerlo.
Will empezó a hacerlo mientras Donald Wade lo observaba con las manos dentro del peto del pantalón.
– Sé remover muy bien -soltó al cabo de un rato.
– ¿Ah, sí? -Will sonreía para sus adentros.
El pelo de Donald Wade volvió a dar bandazos hacia delante y hacia atrás.
– ¡Qué suerte! Porque empezaba a cansarme, ¿sabes?
Aunque Donald Wade sujetaba fuertemente el listón con ambas manos, necesitó la ayuda de Will. Este no pudo contener una sonrisa al ver cómo el niño se mordía el labio inferior y se esforzaba para mover el palo con la escasa fuerza de sus bracitos. Se arrodilló entonces detrás del pequeño y le rodeó los hombros con los brazos para mezclar juntos la comida para los cerdos.
– ¿Ayudas todos los días a tu mamá a hacer esto?
– Casi. Es que se cansa. Sobre todo, recojo huevos.
– ¿Dónde?
– En todas partes.
– ¿En todas partes?
– Por el patio. Sé dónde les gusta más a las gallinas. Te lo puedo enseñar.
– ¿Ponen muchos huevos?
Donald Wade se encogió de hombros.
– ¿Y tu mamá los vende?
– Sí.
– ¿En el pueblo?
– En la carretera. Los deja ahí, y la gente deja el dinero en una lata. No le gusta ir al pueblo.
– ¿Y eso?
Donald Wade se encogió de hombros otra vez.
– ¿Tiene algún amigo?
– Sólo mi papá. Pero se murió.
– Sí, ya lo sé. Y lo siento mucho, Donald Wade.
– ¿Sabes qué hizo el pequeño Thomas un día?
– ¿Qué?
– Se comió un gusano.
Hasta ese momento, Will no se había dado cuenta de que, para un niño de cuatro años, el hecho de que un hermano se comiera un gusano era más importante que la muerte de un padre. Soltó una carcajada y le alborotó el pelo. Era tan suave como parecía.
«Este crío podría llegar a gustarme mucho», pensó.
Una vez alimentados los cerdos, se detuvieron para aclarar el cubo en la bomba de agua. A su alrededor había una amplia zona enfangada sin una sola tabla que la cubriera para evitar mancharse.
Por supuesto, Donald Wade acabó con las botas enlodadas. Cuando regresaron a la casa, su madre lo riñó.
– ¡Quieto ahí y limpíate las suelas antes de entrar, hijo!
– Es culpa mía, señora -intervino, Will-. Lo llevé donde está la bomba de agua.
– ¿Ah, sí? Oh, vaya… -Elly ocultó su enfado de inmediato y echó un vistazo fuera. Cuando volvió a hablar, en la voz se le notaba el abatimiento-. Ya sé que está todo hecho un asco. Pero bueno, ya se habrá dado cuenta.
Will se caló el sombrero hasta las cejas y se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón sin decir nada. Cuando Eleanor vio con el rabillo del ojo que recorría la granja con la mirada, sin ninguna expresión en el rostro, el corazón le lanzó una advertencia:
«Se va a ir corriendo. Saldrá por piernas cuando lo haya visto todo a plena luz del día.»
Pero, una vez más, él veía las posibilidades. Y no se iría de aquel lugar por nada del mundo a no ser que se lo pidieran.
– Creo que habría que limpiar un poco el gallinero -se limitó a decir en un tono comedido, sin apartar los ojos del patio.
Capítulo 5
Salieron a dar una vuelta cuando el sol ya se había alzado por encima de los árboles, a media mañana de un día verde y dorado de verano. Will no había paseado nunca con una mujer y sus hijos. Aquello tenía un atractivo extraño, inesperado. Observó cómo trataba a los niños, cómo cargaba al pequeño Thomas en una cadera, de modo que el niño le aplastaba el blusón con el talón. Cómo, al dejar el porche, se volvía hacia Donald Wade para animarlo:
– Vamos, cielo, ve tú delante.
Y le ayudaba a bajar el último peldaño. Cómo observaba al niño correr delante de ellos con una sonrisa como si no hubiera visto nunca su cabellera rubia ni su pantalón con peto de rayas. Cómo unía las manos bajo el trasero de Thomas, se echaba hacia atrás para inspirar hondo mirando al cielo y exclamaba: «¡Madre mía, qué delicia de día!» Cómo advertía a Donald Wade, que seguía delante, que tuviera cuidado con un alambre que había en la hierba. Cómo arrancaba una hoja y se la daba a Thomas, y dejaba luego que le tocara la nariz con ella y fingía que le hacía cosquillas, lo que hacía reír al pequeño.
Will la observaba embelesado. ¡Menuda madre! Siempre hablaba con cariño. Siempre encontraba algo positivo que decir. Siempre estaba pendiente de sus hijos. Siempre les hacía sentir importantes. Nadie había hecho sentir nunca a Will importante, sino como un estorbo.
La observó disimuladamente y pudo fijarse mejor en su voluminosa barriga, realzada por la pierna del bebé. Donald Wade había dicho que su madre se cansaba. Al recordar las palabras del niño, Will se planteó ofrecerse a llevar al pequeño, pero se sentía perdido con Thomas. No sabría cómo lograr que le hiciera cosquillas en la nariz ni cómo charlar con él. Además, tal vez no quisiera que un desconocido como él tratara a los hijos de Glendon Dinsmore.
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