Escuchando a los dos hombres, Will no pudo evitar pensar que, de ser él miembro del jurado, se hubiera creído todo lo que Slocum dijera y se hubiera preguntado si el abogado defensor estaría tan senil como parecía.

– La acusación llama al sheriff Reece Goodloe.

Mientras interrogaba a su testigo, Slocum adoptó una actitud firme con él, a menudo con los pies separados y las rodillas rígidas. Sabía utilizar los ojos, que clavaba en el testigo como si cada respuesta fuera una información vital de la que dependiera el resultado del juicio, y miraba al jurado en el momento oportuno para inculcarle las partes más incriminatorias de la declaración.

Las palabras del sheriff Goodloe permitieron al jurado enterarse de los antecedentes penales de Will, de la existencia del trapo rasgado y de una nota que contenía las iniciales del acusado, y también de que este último había admitido que leía a menudo el Atlanta Constitution.

Cuando Bob Collins se levantó a trompicones de la silla, la mitad de los presentes en la sala contuvo un grito de aliento. Se pasaba tanto rato reflexionando sobre cada pregunta que los miembros del jurado se movían inquietos. Cuando por fin la hacía, relajaban los hombros, aliviados. Los ojos de Bob Collins rehuían todo lo que había en la sala salvo el suelo y las punteras de sus zapatos rayados. Lucía una media sonrisa en los labios, como si supiera un secreto divertido que pensara contarles a su debido tiempo.

Su contrainterrogatorio del sheriff Goodloe reveló que Will Parker había cumplido su condena en la cárcel, que había sido un preso modélico y que había salido en libertad al finalizar la pena. También reveló que el mismo sheriff Goodloe leía diariamente el Atlanta Constitution.

Las palabras de una mujer flaca y con gafas llamada Barbara Murphy, que se identificó como cajista del Atlanta Constitution, sirvieron para verificar de modo irrefutable que la nota estaba hecha con recortes de uno o varios ejemplares de ese periódico. Al contrainterrogarla, la señorita Murphy reveló que la circulación del periódico era de 143.261 ejemplares y que, puesto de Calhoun era uno de los 158 condados de ese estado, cabía la posibilidad de que llegaran a él alrededor de novecientos ejemplares diarios del Atlanta Constitution.

Las palabras de un médico forense mayor y de aspecto cansado llamado Elliot Mobridge permitieron al jurado averiguar la hora y la causa de la muerte de Lula Peak, así como que ésta estaba embarazada de cuatro meses al morir. El contrainterrogatorio estableció que no había forma de determinar quién era el padre de un feto de cuatro meses de una mujer fallecida.

La declaración de una mujer brusca de la policía científica que se identificó como Leslie McCooms reveló que se habían encontrado restos de polvo y de aceite de limón que coincidían con los del trapo rasgado en el cuello de Lula Peak, junto con magulladuras causadas por las manos de una persona, probablemente de un hombre.

La defensa no hizo preguntas a la testigo, aunque se reservó el derecho a contrainterrogarla más adelante.

Gladys Beasley, que gozaba de una gran reputación, concedió que el trapo y el aceite de limón (prueba A) podían proceder de la Biblioteca Municipal Carnegie de Whitney, donde Will Parker estaba empleado y en la que había estado trabajando la noche del asesinato de Lula Peak. La señorita Beasley admitió, asimismo, que la biblioteca disponía de dos suscripciones del Atlanta Constitution, y que ella había dado permiso a Will Parker para que se llevara a casa uno de los dos ejemplares cuando tuviera tres o más días de antigüedad. Aunque estas declaraciones eran las que Will había esperado, le impresionó lo incriminatorias que sonaban cuando las hacía un testigo bajo juramento desde una silla situada en un estrado junto a un juez.

Pero cuando Robert Collins contrainterrogó a la señorita Beasley la marea empezó a cambiar sutilmente.

– ¿Visitó Lula Peak alguna vez la biblioteca cuando el señor Parker estaba en ella?

– Pues sí.

– ¿Y habló con el señor Parker?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabe?

– Podía oír perfectamente su conversación desde la mesa de préstamos. La biblioteca tiene forma de «U», y la mesa está situada en la zona central, de modo que puedo ver, y a menudo oír, todo lo que pasa. El techo es alto y todo resuena.

– ¿Cuándo oyó la primera de estas conversaciones entre Peak y Parker?

– El dos de septiembre de 1941.

– ¿Cómo puede estar tan segura de la fecha?

– Porque el señor Parker pidió un carné de usuario de la biblioteca y empecé a rellenarle uno antes de saber que todavía no tenía una residencia fija en Whitney. Había escrito los datos con tinta y no podía borrarlos para reutilizarlo para otro usuario, y como no me gusta desperdiciar nada, guardé el carné del señor Parker aparte para aprovecharlo cuando regresara con un comprobante de su residencia, como estaba segura de que haría. Todavía utiliza ese carné original, con la fecha del dos de septiembre tachada.

La señorita Beasley entregó el carné de usuario de la biblioteca de Will, que se presentó como prueba B.

– Así que el dos de septiembre oyó una conversación entre Lula Peak y William Parker -prosiguió Collins-. ¿Podría repetir lo que dijeron lo mejor que recuerde?

La señorita Beasley, remilgada, sobria e indudablemente exacta, repitió palabra por palabra lo que había oído ese primer día, cuando Lula se sentó delante de Will y le puso el pie entre los muslos, cuando lo acorraló entre los estantes e intentó seducirlo, cuando acusó vengativamente a su mujer de estar loca desde que era una niña, época en la que la señorita Beasley recordaba a Eleanor See como una alumna inteligente, dotada de un espíritu curioso y con un don para el dibujo. Explicó la marcha, educada pero precipitada, de Will, ese día y otros en los que Lula lo siguió hasta la biblioteca con el pretexto de querer «superarse» con libros que jamás se tomó la molestia de llevarse a casa.

Mientras oía su declaración, Will estaba tenso. Después de la bronca que le había echado, había temido su antipatía en el estrado. No debería haberlo hecho. No tenía ninguna amiga mejor que Gladys Beasley. Cuando hubo terminado de declarar, pasó junto a su silla con su típico aire de sargento, sin mirarlo, pero Will no tenía la menor duda de que su fe en él era inquebrantable.

La señorita Beasley era el último testigo de la acusación. Había llegado el turno de Collins.

Y éste se pasó treinta segundos levantándose de la silla, sesenta más mirando a los presentes y quince quitándose las gafas. Soltó una risita y bajó la vista hacia la puntera de sus zapatos.

– La defensa llama a la señora Lydia Marsh -anunció.

Lydia Marsh, angelical y preciosa con su pelo azabache y su vestido celeste, prestó juramento y declaró que estaba casada, que era madre de dos hijos y que su mando estaba combatiendo en «algún lugar de Italia». Un observador atento hubiese detectado la casi imperceptible aprobación de los miembros del jurado; suavizaron la expresión de la boca y relajaron las manos. Robert Collins la detectó, desde luego, y se dispuso a sacar partido del patriotismo que se vivía en ese momento en todo el país, incluido el jurado.

– ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Will Parker, señora Marsh?

Las preguntas fueron rutinarias hasta que Collins pidió a Lydia que relatara lo que pasó el día que Will Parker partió hacia Parris Island para incorporarse al Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

– Vino a mi casa -recordó Lydia-, y llamó desde la puerta de la valla. Estaba ligeramente nervioso y puede que algo avergonzado…

– Protesto, señoría. La testigo está sacando conclusiones.

– Se acepta la protesta.

Cuando Lydia Marsh prosiguió, lo hizo con la resolución de describir las cosas con absoluta exactitud:

– Al principio, el señor Parker rehuía mi mirada, y se secaba las manos nerviosamente en los muslos. Cuando bajé a saludarlo, me dio una toalla verde y un tarro de cristal lleno de miel. Me dijo que los había robado hacía casi un año y medio, cuando pasaba apuros y no tenía dinero. Cuando lo había robado, el tarro de cristal estaba lleno de suero de leche, que había tomado de nuestra nevera junto al pozo. Y había tomado la toalla verde del tendedero, junto con un conjunto de prendas de mi marido que, por supuesto, hacía mucho que habían quedado inservibles. Se disculpó y aseguró que todo ese tiempo había lamentado habernos robado y que, antes de irse a la guerra, quería rectificar lo que había hecho. Así que me traía la miel, que era lo único que tenía para compensarnos.

– ¿Porque creía que tal vez no tendría otra ocasión de hacerlo? ¿Temía que podía morir en combate?

– No dijo eso, no. No es de esa clase de hombres. Es de la clase de hombres que saben que tienen que combatir y van a hacerlo sin quejarse, igual que hizo mi marido.

– Y más recientemente, señora Marsh, desde el regreso de William Parker del Pacífico, ¿ha detectado alguna desavenencia matrimonial entre él y su esposa?

– Todo lo contrario. Son muy felices. Creo que si hubiera tenido algún motivo para buscar la compañía de una mujer como Lula Peak, yo lo habría sabido.

– ¿Y por qué cree que no lo tenía?

Los ojos de Lydia se dirigieron a Elly y brillaron de felicidad.

– Porque Elly, quiero decir, la señora Parker, me confió hace poco que está esperando su primer hijo suyo.

La impresión dejó pasmado a Will. Se dio la vuelta en la silla y su mirada se encontró con la de Elly. Empezó a levantarse, pero su abogado le obligó con suavidad a sentarse de nuevo. La alegría le iluminó el rostro mientras bajaba la vista hacia el vientre de su mujer y volvía a levantarla hacia sus mejillas sonrojadas.

«¿Es verdad, Elly?» Las palabras no fueron pronunciadas, pero todos los presentes en la sala las captaron con el corazón en lugar de hacerlo con los oídos. Y todos los presentes vieron la sonrisa y el ligerísimo movimiento de la cabeza con que Elly las respondía. Vieron también la sonrisa deslumbrante y pletórica de Will. Y eso tocó la fibra sensible de los doce miembros del jurado, que eran madres y padres.

Un murmullo recorrió la sala y sólo se acalló cuando Collins dijo a la testigo que podía retirarse y anunció que el alguacil leería el expediente militar de Will Parker para que constara como prueba. El alguacil, un hombre menudo y afeminado con la voz aguada, leyó el contenido del expediente con las cejas arqueadas. Según constaba en él, el Cuerpo de Marines de Estados Unidos calificaba a William L. Parker de recluta duro, que sabía seguir órdenes y tener hombres a su cargo, lo que le había valido el honor de ser nombrado jefe de pelotón durante la instrucción básica y en combate, y el de ser ascendido a cabo antes de su baja absoluta por motivos médicos en mayo de 1943. También figuraba una mención del coronel Merritt A. Edson, comandante del Primer Batallón de Asalto del Cuerpo de Marines, en la que elogiaba la valentía de Will en combate y describía los actos valerosos que le habían hecho merecedor del Corazón Púrpura en la que, para entonces, los corresponsales habían apodado «la batalla más sangrienta que se había librado en el Mar del Coral, la Batalla de Bloody Ridge».

La sala guardó un respetuoso silencio cuando el alguacil cerró el expediente. Collins se había metido a los miembros del jurado en el bolsillo y lo sabía. Se los había ganado con respetabilidad, honestidad y valor militar. Ahora iba a ganárselos con un poco de frivolidad.

– La defensa llama a Nat MacReady al estrado.

Nat abandonó el sitio que ocupaba junto a Norris y avanzó con rapidez por la sala. Aunque iba encorvado, andaba con una agilidad sorprendente para su edad. Tenía un aspecto estupendo, con la guerrera de lana de su uniforme del Ejército de Tierra de la Primera Guerra Mundial; lucía sus deslustradas estrellas doradas y sus galones de teniente. Saltaba a la vista que Nat estaba orgulloso de que le pidieran ayuda para impartir justicia. Cuando le preguntaron si diría la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, respondió: «Puedes apostarte lo que quieras a que lo haré, muchacho.»

El juez Murdoch frunció el ceño, pero permitió las risitas del público asistente mientras Nat, con una expresión entusiasta, se sentaba en el borde de la silla.

– Diga su nombre.

– Nathaniel MacReady.

– Y su profesión.

– Soy un empresario jubilado. Llevé la nave frigorífica que hay al sur del pueblo desde los veintiséis años junto con mi hermano Norris.

– ¿A qué pueblo se refiere?

– Pues a Whitney, por supuesto.

– Ha vivido allí toda su vida, ¿verdad?

– Sí, señor. Toda salvo los catorce meses de 1917 y 1918 en que el Tío Sam me llevó gratis a Europa.

Hubo risitas ahogadas de reconocimiento. Collins retrocedió un poco para dejar que el uniforme hablara por sí solo; a nadie podía escapársele lo orgulloso que estaba Nat de volver a llevarlo.