Después, se puso a preparar las maletas de un modo muy desordenado, lo que no era propio de ella. Las lágrimas volvieron a asomársele a los ojos y se dejó caer sobre la cama para llorar a gusto por la muerte de todos sus sueños.


– ¿Dónde diablos has estado?

Marcus apareció por casa de Sylvie el domingo por la tarde, más furioso que nunca…

Le había dejado innumerables mensajes en el contestador y en el móvil, que ella, no había contestado.

– En San Diego. ¿Cómo has sabido que estaba en casa? -le preguntó ella a su vez, con voz muy seria.

– He llamado a Rose a su casa hace más o menos una hora. ¿Te importa decirme la razón por la que no me has llamado en cuatro días?

– Lo siento. He estado muy ocupada y supongo que se me ha olvidado.

– Sí, claro, cuéntame otra historia. Dos personas que arden en la misma pasión no se olvidan de ello tan fácilmente -le dijo Marcus, algo alterado.

– Vale. Y ahora deja de gritarme. Bueno, creo que es mejor que te sientes. Tengo una noticia que darte.

– ¿Qué? -preguntó él, nervioso por el tono de voz que ella había empleado.

– Te he dicho que te sientes.

Entonces, ella misma se sentó en el borde de una silla.

Lentamente, Marcus hizo lo mismo. Prefería sentarse en el sofá, con Sylvie entre sus brazos, pero ella estaba agresiva y distante. Suponía que no debía haberse enfadado con ella por no haberlo llamado, dado que, una vez, él había hecho lo mismo. Sin embargo, aquello había sido hacía semanas, cuando todavía trataba de fingir que no quería más que una breve y divertida aventura con ella. Sylvie no tenía aquella excusa. ¿O sí?

– Tú dirás -le dijo.

– Voy a dejar mi puesto en Colette. Mi dimisión será efectiva a finales de año -confesó ella-. He aceptado un trabajo con Charles Martin en San Diego.

– Eso no es posible.

– Sí que lo es. Siento decírtelo de este modo.

– ¿Por qué haces esto, maldita sea? -preguntó él, poniéndose de pie. Se sentía furioso-. Creía que nosotros, que tú…

– Sí. Sé lo que había creído. Pensaste que estaba tan enamorada de ti que estaría disponible cuándo y dónde tú quisieras, mientras tú lo desearas.

– Sylvie… Pensé que nuestra atracción… era mutua. ¿Qué puedo decir para hacerte cambiar de opinión? No quiero que te vayas a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Por qué no quieres que me vaya?

– Quiero que te quedes aquí. Eso es lo que quiero. Y sé que tú quieres quedarte a mi lado. Tenemos algo muy especial… Tú estás convirtiendo esto en algo mucho más complejo de lo que es, Sylvie…

– No hay razón para hablar más sobre esto -replicó ella, sin prestar atención a sus palabras. Entonces, se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Mi dimisión estará en la mesa de Wil mañana.

– No hay necesidad de esto -susurró él, siguiéndola. Entonces, trató de agarrarle una mano, pero ella no se lo permitió-. Sylvie, por favor, quédate…

– No puedo.

Marcus, desesperado ya, la tomó entre sus brazos e inclinó la cabeza sobre la de ella. Sin embargo, Sylvie la giró para que él no pudiera besarla. Cuando lo empujó, Marcus la soltó sin dilación.

– Toda mi vida… He tardado toda la vida en darme cuenta que me merezco a alguien con el que compartir mi vida -susurró ella, con un hilo de voz-, alguien al que amar y con el que envejecer. No pienso conformarme con nada menos, pero aparentemente eso es precisamente lo que tú me ofreces. Te amo, Marcus. Te he amado casi desde que nos conocimos, pero no pienso suplicarte que sientas lo mismo por mí. Te has atrincherado entre sólidas defensas porque estás decidido a que nadie vuelva a hacerte daño o que nadie te haga daño a ti como tu padre se lo hizo a tu madre. Sin embargo, Marcus, sufrir es parte de la experiencia vital. Te estás perdiendo muchas cosas, oculto tras esas barreras…

– Sylvie, cielo…

– No -le espetó ella-. Te he dejado que me hagas daño, principalmente por mi propia estupidez. Quería que fueras alguien que no eres, alguien que no sintiera resentimientos, que fuera noble. No he sido justa contigo tampoco, pero… No te permitiré que me arruines la vida. Me olvidaré de ti…

– Pero acabas de decirme que me amas…

– También acabo de decir que me olvidaré de ti -le espetó ella, con la mayor frialdad que Marcus había escuchado en sus labios-. Ahora vete.

Aturdido por sus palabras, él solo pudo contemplarla boquiabierto mientras Sylvie le abría la puerta y le indicaba que se marchara. Los pies parecieron moverse por voluntad propia, pero su cerebro estaba aturdido, tratando de asimilar todo lo que ella le había dicho.

Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra que tuviera sentido, ella ya había cerrado la puerta. Se oían sollozos desde el interior del apartamento. Sin saber qué hacer, se quedó allí durante unos momentos. Su instinto le decía que echara la puerta abajo y la tomara entre sus brazos, pero, por primera vez, el instinto que le había convertido en tan buen hombre de negocios, estaba equivocado. Conocía a Sylvie. Tenía una voluntad de hierro que igualaba a la de él. Marcus sintió que una sensación helada le envolvía el corazón. Había pronunciado aquellas palabras muy en serio y no iba a permitirle que le hiciera cambiar de opinión.

Lentamente, volvió a bajar las escaleras. Rose estaba de pie en el vestíbulo, regando las plantas, y lo contempló en silencio hasta que Marcus llegó al lugar en el que ella se encontraba.

– Me ama, pero se marcha. Se muda a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¡No lo sé! Si me ama, ¿por qué iba a querer abandonarme?

Rose lo miró sin pronunciar palabra, levantando ligeramente las cejas. Entonces, lo comprendió todo.

– Ella cree que yo no la amo, ¿verdad?

– ¿Y es así?

Marcus respiró profundamente. Se sentía como si fuera a saltar de un avión sin paracaídas. Sin embargo, ¿acaso no había sido precisamente aquello lo que Sylvie había hecho?

– No. Claro que no. Yo también la amo -afirmó, cada vez con la voz más fuerte.

Rose sonrió y siguió regando sus plantas.

– Dale tiempo para sacarse el dolor del cuerpo. Entonces, díselo.

Marcus se volvió para subir corriendo las escaleras, pero se detuvo. Los músculos le temblaban de frustración. Todo le animaba de nuevo a subir a verla, a suplicarle que lo escuchara… pero Rose conocía a Sylvie desde hacía tiempo.

– ¿Cuánto tiempo debo esperar? -le preguntó.

– No sé, tal vez un día o dos. Si le das demasiado tiempo para pensar, tal vez nunca consigas derribar sus barreras…

Darle tiempo para pensar… ¡Eso era! Casi tenía miedo de pensar que la idea que se le acababa de ocurrir pudiera funcionar. Sin embargo, mientras estaba allí de pie, dándose cuenta de lo que había perdido y de lo que tal vez nunca pudiera recuperar, supo que no le quedaba otra opción que intentarlo. Si no lo hacía, no tendría la posibilidad de volver a tener a Sylvie entre sus brazos.

Entonces, lentamente, se volvió a la casera.

– Rose, tengo algo que proponerte…


Llamó a Wil Hughes aquella noche y se lo contó todo. Como Rose había predicho, no le resultó tan difícil, ni humillante, como había imaginado. Wil solo se echó a reír cuando Marcus le confesó cómo había hecho daño a Sylvie.

– Algún día te contaré las estupideces que hice cuando estaba tratando de convencer a Maeve que se casara conmigo. Confía en mí. No eres el primer hombre que no tiene ni idea de lo que está pensando una mujer.

Cuando Marcus le pidió que lo ayudara, Wil aceptó sin dudarlo.

– Nunca sabrá que hemos hablado -le aseguró Wil.

Cuando terminó la llamada, Marcus se reclinó en su butaca y se permitió un ligero momento de esperanza. Había puesto las ruedas en movimiento para la que esperaba sería la reunión más importante de los empleados de Colette en la historia de la empresa. Y, si todo salía como había planeado Sylvie le perdonaría.


Lo primero que Sylvie hizo cuando regresó a su despacho el lunes por la mañana fue escribir su carta de dimisión y colocarla en el escritorio de Wil. Entonces, empezó a enfrentarse con la cantidad ingente de trabajo que se había acumulado en su escritorio desde el miércoles anterior.

Como había anticipado, Wil llegó momentos después y entró a saludarla. Luego, se dirigió a la cocina en busca de café. No miró encima de su escritorio hasta que no regresó con una taza de café en la mano.

– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole el papel que ella había escrito aquella mañana.

Sylvie dudó. Sabía que iba a resultar duro, pero no se había imaginado cuánto.

– Me han ofrecido un trabajo en San Diego. Por eso, dimito.

– ¡San Diego! -exclamó Wil, sorprendido-. Sylvie, nunca me dijiste nada al respecto. ¿Por qué? ¿Es que no estás contenta aquí?

– Claro que lo estoy -susurró, sin poder controlar las lágrimas-, pero es una buena oferta. Una oferta que no puedo dejar pasar.

– Es por lo de la absorción, ¿verdad? Estoy seguro de que no creerás que tu trabajo es uno de los que va a desaparecer. No me imagino a Marcus despidiéndote.

– Esto no tiene nada que ver con la absorción -replicó ella, con un hilo de voz, mientras las lágrimas le caían abundantemente por las mejillas. No podría decirle también que no tenía nada que ver con Marcus-. Es solo algo que… quiero hacer, Will.

– Maeve se va a poner echa una furia cuando sepa que te mudas a California. Bueno, pues no seré yo quien se lo diga. Tendrás que hacer el trabajo sucio tú misma.

– De acuerdo. La llamaré esta tarde.

– Esto es muy repentino. ¿Cómo puedes tomar una decisión como esta tan precipitadamente? Me niego a aceptar esta carta.

– ¡Tienes que hacerlo!

– No -le espetó, dejando el papel encima del escritorio de Sylvie.

– ¡Claro que vas a tener que aceptarla! -le gritó Sylvie, perdiendo todo el control sobre sí misma-. ¡No pienso dejar mi puesto a finales de año, sino hoy mismo!

Se puso de pie tan bruscamente que tiró la silla contra el suelo. Entonces, agarró su bolso, su abrigo y salió del despacho.

Ni siquiera había llegado al ascensor cuando empezó a tranquilizarse. La vergüenza empezó a adueñarse de ella. ¿Por qué había tratado al pobre Wil de aquella manera? Ni siquiera era él con el que estaba furiosa… De hecho, tampoco estaba furiosa, sino solo dolida. No era Will quien le había roto el corazón y no era justo tratarlo de aquel modo. Sin embargo, decidió que marcharse de aquella manera resultaría mucho más fácil.

Salió del edificio y empezó a andar hacia Amber Court. Decidió llamar a Wil aquella misma noche y disculparse, pero nunca revocaría la decisión que había tomado minutos antes. Tenía que marcharse de allí tan rápidamente como le fuera posible.

Iba a resultar muy duro irse. Rose y sus tres mejores amigas, Lila, Meredith y Jayne, se iban a disgustar mucho y, precisamente por eso, esperar más resultaría insoportable. Efectivamente, tenía que romper limpiamente con su antigua vida. Además, conocía a Marcus. Odiaba perder en cualquier situación. Esa era la única razón por la que se había tomado tan mal sus palabras. De eso estaba segura.

Nunca debería haberle contado sus planes. Si se lo hubiera pensado, habría manejado la situación de un modo muy diferente. Marcus estaba acostumbrado a tomar decisiones, a ser el jefe. Odiaba perder. Y así sería precisamente como consideraría su dimisión. No quería ser al que se señalaba por la espalda, ni el que provocaba hilaridad. No quería ser el hombre al que había dejado tirado una empleada de Colette. Por eso, Sylvie debería haber esperado, debería haber mantenido sus planes en secreto hasta que hubiera podido hacer un único anuncio antes de marcharse.

En ese caso, lo único que se hubiera roto habría sido su propio corazón.

Nueve

Al día siguiente, Sylvie estaba haciendo un listado de las cosas que tendría que dejar listas para el próximo inquilino de su apartamento, cuando sonó el teléfono. Aunque sintió la tentación no prestarle atención, se obligó a levantarse y a descolgar el auricular. Se había pasado la noche sin dormir, alternando entre estados depresivos y sollozos. Tenía la garganta dolorida y los ojos hinchados. No estaba de humor para hablar con nadie, particularmente dado que era muy posible que, quien llamaba, fuera un amigo para convencerla de que no dejara su trabajo y su ciudad.

Era Wil.

– Hola, Sylvie.

– Wil, ¿qué pasa?

Ya lo había llamado la noche anterior para disculparse y también había hablado con Maeve. ¿Qué podría querer en aquellos momentos?

– Me acabo de enterar de que Marcus ha convocado una reunión para todos los empleados de Colette a las cuatro en punto el lunes por la tarde. ¿Sylvie? -añadió, al ver que ella guardaba silencio.