– … antes de conocer a otra persona mejor… -concluyó.

– ¡Menuda elocuencia! -exclamó Marcus.

Ya habían llegado a Amber Court. Marcus salió rápidamente del vehículo para ayudarla a bajar del todoterreno. Sin embargo, cuando ella se deslizó del asiento, él no se apartó. Sylvie se quedó atrapada entre el coche y el cuerpo de Marcus.

– Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Se produjo un momento de silencio. Sylvie sintió una innegable atracción entre ellos. Marcus le colocó las manos en la cintura y la miró fijamente.

– A pesar de lo que puedas pensar, también creo en que se puede llegar a conocer a alguien con el que quiero desarrollar una relación más profunda.

– ¿Una relación más profunda? -preguntó ella, con un hilo de voz.

Lentamente, él le levantó los brazos y se los colocó alrededor del cuello.

– Mucho más profunda.

A pesar de los abrigos, una erótica sensación los recorrió a ambos. Marcus moldeó la boca de Sylvie con la suya. Luego le acarició el cabello, y empezó a besarle dulcemente la mandíbula para terminar mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja. Ella se echó a temblar, pero Marcus la estrechó aún más entre sus brazos Entonces, ella consiguió cubrirle la boca con una mano.

– Espera.

– He estado esperando. Si hubiera seguido mis instintos, ya estaríamos en una cálida cama.

– No estoy lista para acostarme contigo, Marcus.

– No solo estarías acostándote conmigo. No conviertas lo que hay entre nosotros en algo barato.

– Atracción -le espetó ella-. Eso es lo único que hay entre nosotros. Y solo porque me sienta atraído por ti no significa que…

– Es mucho más que una atracción física. Y tú lo sabes.

– No lo sé -replicó ella-. No soy una chica para divertirse, Marcus. Si es experiencia y diversión fácil lo que quieres, estás con la mujer equivocada.

– No es eso lo que quiero.

– Entonces, ¿qué es?

– Tú -dijo él, tras un largo silencio-. Solo tú. No estoy más cómodo con lo que siento por ti que tú misma, Sylvie. Este terreno es desconocido para mí. Para los dos.

Aquella sinceridad la desarmó. Entonces, Sylvie le acarició suavemente la mejilla y los labios.

– Yo también te deseo. Solo que… tengo que estar segura.

– Y yo que había creído que eras de las impetuosas -comentó él, sonriendo.

– Supongo que no me conoces tan bien como crees -replicó Sylvie, sonriendo también.

– Eso es lo que tengo intención de hacer.

Antes de que ella pudiera responder, Marcus la giró hacia el edificio y la rodeó con su brazo para protegerla del frío. La acompañó hasta la puerta de su apartamento y, entonces, la tomó entre sus brazos una vez más para besarla apasionadamente. Después, se apartó de ella.

– Este fin de semana no estaré en la ciudad, pero te llamaré.

Cuatro

El sábado, Sylvie fue a jugar al tenis con Jim, un compañero de contabilidad, a las nueve de la mañana. Le ganó tres partidos, aunque solo fue porque el nivel de energía del joven estaba algo bajo dado que había pasado varias noches en vela por su hija recién nacida. Cuando terminaron, ella le acompañó a su casa para visitar a su esposa y a la pequeña.

Después, fue a hacer la compra y luego volvió a su casa. Entonces, puso la lavadora mientras limpiaba su apartamento. Más tarde, se duchó, se cambió de ropa y fue a hacer más compras de Navidad. Mientras buscaba, se preguntó si debería comprarle a Marcus un regalo. Casi no le conocía. Tal vez debería esperar a que la Navidad estuviera más cerca, aunque solo Dios sabía qué se le podría comprar a un hombre con tanto dinero como él.

En cuanto regresó a su casa, comprobó que no tenía mensajes en el contestador. Al pensar que solo llevaba fuera un día, trató de reprimir la decepción que sintió al no tener noticias suyas.

A la mañana siguiente, fue a la iglesia y luego tomó un autobús para ir a ver a Maeve y Wil. Allí disfrutó de las habilidades culinarias de Wil y jugaron a las cartas los tres. Después, decidió quedarse un rato más con ellos, dado que no quería ser una de esas tristes mujeres que se pasan la vida al lado del teléfono esperando que este suene.

Cuando llegó a su casa, la luz le indicó que tenía un mensaje, por lo que apretó rápidamente el botón para escucharlo. Había tres mensajes, pero ninguno de ellos era de Marcus. Tal vez había llamado mientras ella no estaba allí y había preferido no dejar un mensaje.

Aquella tarde, el teléfono permaneció en silencio. Cuando se fue a la cama, Sylvie se sentía deprimida y desilusionada.

Tampoco llamó el lunes, ni el martes. A Sylvie no le gustaba el modo en que iba corriendo al contestador cada tarde cuando entraba en su apartamento. Estaba empezando a preocuparse. Marcus no era la clase de hombre que prometiera llamar y que luego no lo hiciera. ¿Le habría ocurrido algo? Si no, entonces no era la clase de hombre que ella deseaba, a pesar de que no podía hacer otra cosa más que pensar en él.

El miércoles, el teléfono de su escritorio empezó a sonar, como lo había hecho miles de veces aquella semana. Como estaba con la mente puesta en los papeles que tenía delante de ella, levantó el auricular con un gesto ausente.

– Sylvie Bennett. ¿Puedo ayudarlo?

– Claro que puedes -respondió una voz muy familiar.

– ¡Marcus! ¿Te encuentras bien?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Estaba preocupada de que te hubiera ocurrido algo. No estoy acostumbrada a que la gente no llame cuando dice que lo va a hacer.

– Siento haberte causado preocupación -respondió él, con cautela, tras una pausa-. En realidad, no te dije cuándo te llamaría, ¿verdad?

– No.

Efectivamente, había sido ella la que había dado por sentado que él la llamaría durante el fin de semana. Se sintió al borde de las lágrimas, por lo que decidió terminar con aquella conversación.

– Bueno, tengo que dejarte ahora. Tengo mucho trabajo.

– ¡Espera! Lo siento mucho, Sylvie. He estado muy ocupado. Sé que estás molesta. ¿Podríamos ir a cenar juntos esta noche y hablar sobre todo esto?

– No, gracias. No creo que merezca la pena diseccionarlo. Me equivoqué y me disculpo por ello.

– Bien. No tenemos por qué hablar de ello, pero, ¿quieres cenar conmigo esta noche?

– No, gracias, Marcus -repitió ella-. Es que… No puedo.

Sylvie no sabía lo que estaba ocurriendo, pero estaba segura de una cosa. No quería implicarse más con un hombre que, evidentemente, no pensaba en ella del modo en que ella pensaba en él.


Lentamente, Marcus colgó el teléfono. Luego, con un gesto explosivo, apartó la silla de su escritorio. Era cierto que había estado muy ocupado. Además, no le había hecho promesa alguna.

«¿No? Pero si prácticamente le dijiste que nunca habías tenido estos sentimientos antes. Sí, pero también le dije que no me sentía cómodo con ellos».

Aquella voz en su interior le recordó lo desesperadamente que necesitaba estar con ella. Solo Dios sabía que había pasado los últimos cuatro días sin dejar de pensar en ella. Se había obligado a esperar, a no llamarla, para no ceder así a aquella necesidad.

Le gustaba. Le gustaba mucho. Ella no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Sin embargo, aunque la deseaba desesperadamente, sabía que era mucho más. Por eso, tenía miedo. No había necesitado a nadie desde que era niño. Y no le gustaba tener que hacerlo entonces.

Debería olvidarse de ella. Eso sería lo mejor. Entonces, otro recuerdo la asaltó.

«Yo no… No soy la clase de chica que…»

Se había, quedado encantado del dulce ceño que había tocado su frente, del rubor que había coloreado sus mejillas. ¿De verdad era tan ingenua? Recordó la sorpresa que le había causado el modo en que ella lo besó la primera vez. Como si no hubiera practicado mucho.

Bajo su tutela, estaba aprendiendo muy rápidamente. La sangre se le calentaba al pensar en el dulce modo en que su boca se abría bajo la suya. Entonces, pensó que, ya que había aprendido a besar de aquel modo, no habría nada que le impidiera hacerlo con otros hombres. Otro podría tomar su lugar. Aquel pensamiento hizo que se le calentara la sangre de un modo muy diferente. ¿Lo habría estropeado todo para siempre?

No le resultaba difícil ver su error. Había dado por sentado que la negativa de Sylvie a salir con él era timidez, pero no era así. Era su instinto de protección.

Dio la vuelta a la silla y se puso a mirar por la ventana. El lago estaba envuelto en brumas. Marcus no estaba listo para admitir su derrota. Si Sylvie tenía algún sentimiento hacia él, tal y como esperaba, como creía, entonces, había un modo de llegar a ella.

Solo tardaría un poco más de tiempo de lo que había planeado.


Sylvie había esperado que él volviera a llamarla y que tratara de convencerla. Lo que no había esperado era un regalo.

Una hora después de la conversación que había tenido con Marcus, que había supuesto que sería la última, llegó un mensajero con un pequeño paquete. Dentro, había una delicada cadena de oro, de la que colgaba un delicioso colgante de cristal que representaba a dos bailarines de salón. El vestido de la mujer envolvía las piernas del hombre. Era el objeto más elegante que había visto en mucho tiempo. Le recordó aquella noche mágica, maravillosa, que había pasado bailando en brazos de Marcus. Menudo canalla. Aquello era exactamente lo que quería que recordara.

No sabía si entrar hecha una furia en su despacho y tirarle el regalo a la cabeza o arrojarse entre sus brazos. «Eso es lo que está esperando que hagas», pensó.

El jueves llegó otro mensajero. Aquel llevaba una cesta que contenía su perfume favorito, con una crema y bolas de aceite de baño del mismo olor. Sin embargo, volvió a contenerse cuando la mano amenazó con agarrar el teléfono.

Sus compañeros no la ayudaron mucho. Lila examinó el colgante y se lo colocó alrededor del cuello. Wil se lo dijo a todos los demás, que entraron poco a poco para admirar sus regalos.

Mientras tanto, Sylvie mantuvo un obstinado silencio, aunque el jueves, cuando llegó una bufanda roja de cachemir con guantes a juego, adquiridos en Chasan's, una de las boutiques más exclusivas de Youngsville, tanto Lila como Wil la miraron como si hubiera perdido la cabeza.

– Sylvie, un hombre no se gasta tanto dinero con una mujer por la que no sienta nada -dijo Wil.

– Me he convertido en un desafío para él -replicó ella-. Odia perder. Además, tiene dinero de sobra. Esto significaría mucho más si fuera un sacrificio para él. Probablemente, envió a su secretaria a que comprara todo esto.

– ¡Qué cínica! -comentó Lila-. Esos regalos los compró alguien que te conoce muy bien -añadió. Sylvie tuvo que admitir que su amiga tenía razón-. Además, Rose me dijo que llevabas el broche puesto cuando lo conociste y ya sabes lo que eso significa.

– Significa que estáis todos locos -afirmó Sylvie.

Sin embargo, lo dijo sonriendo. Tal vez había sido demasiado dura con Marcus. Tal vez había sido un simple error, una falta de comunicación. A pesar de todo, mientras se metía en la cama aquella noche, pensó que debería tener mucho cuidado antes de volver a entrar en la órbita de Marcus Grey. Podría convertirse muy fácilmente en un cometa y que, como él, terminara ardiendo en la atmósfera.


El sábado por la mañana, se levantó temprano para ir a la compra y jugar al tenis con Jim. Después, regresó a casa para hacer su colada y limpiar la casa, una rutina como la de todos los fines de semana. Algunas veces, variaba el orden solo para no caer tanto en ella.

Al mirar la hora, se dio cuenta de que era mejor que se diera prisa. Jim y su esposa Marietta quería hacer sus compras de Navidad aquella tarde y Sylvie se había ofrecido voluntaria para cuidar de su hijita. Se sentía un poco nerviosa por quedarse con un recién nacido, pero Marietta le había asegurado que no estarían fuera de casa mucho tiempo y que la pequeña Alisa era normalmente una niña tranquila.

Estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el timbre. Seguramente era Meredith, que vivía debajo de ella, o una de sus otras vecinas y amigas. Se digirió hacia la puerta y, tras retirar el cerrojo, la abrió. Era Marcus.

– Oh, hola -dijo ella, muy sorprendida. Marcus era la última persona que hubiera esperado ver en aquellos momentos.

– Hola -respondió Marcus, mirándola de arriba abajo. Ella iba vestida con su ropa de deporte y, en la parte de arriba, se había quedado solo con un sujetador negro de deportes.

– ¿Quieres entrar?

Él asintió y le miró intensamente el rostro.

– Por favor.

Cuando hubo entrado, Sylvie cerró la puerta.

– No tengo mucho tiempo porque tengo planes para esta tarde -comentó Sylvie, tratando de arreglarse un poco el pelo-. Gracias por las bonitas cosas que me enviaste, pero, en realidad, no puedo aceptarlas.