– ¿Cómo está?

– Bastante bien. Su médico dice que se ha recuperado completamente de la gripe.

– Me alegro.

En aquel momento, se abrió la puerta del despacho. Los dos se volvieron para ver quién era. Sin embargo, no pudieron hacerlo. Un enorme ramo de flores ocultaba a una mujer, de la que solo se veía un hermoso par de piernas.

– ¿Dónde está el escritorio? -preguntó Lila Maxwell, desde detrás de las flores.

– Ponlas aquí -dijo Sylvie, tras levantarse rápidamente para ir a ayudar a su amiga-. ¿Por qué estás de chica de los recados?

– Subía hacia aquí cuando las vi -comentó Lila, antes de dejar las flores sobre la mesa-. Las chicas de recepción dijeron que eran para ti, así que dije que te las subiría yo. ¡Me muero por saber de quién son!

– Me apuesto algo a que lo sé.

Sylvie agarró el pequeño sobre que acompañaba a las flores y lo abrió. Tengo muchas ganas de verte esta noche. Marcus.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Lila, husmeando desvergonzadamente por encima del hombro de Sylvie-. Parece que lo has impresionado. Rose me dijo que saliste anoche con él. Debió de ser todo un éxito si estás dispuesta a repetir.

– Nos divertimos -admitió Sylvie.

– Haznos un favor -sugirió Wil-. Diviértete otra vez esta noche y, mientras tanto, convéncelo para que no cierre Colette,

– Eso parece prostitución, ¿no crees? -comentó Sylvie, sonriendo.

Sin embargo, sus dos amigos parecieron quedarse atónitos por aquellas palabras. Lila fue la primera que reaccionó.

– Sylvie, no sales con ese hombre solo para tratar de ayudar a la empresa, ¿verdad? Por la reputación que tiene, no creo que le dejaras huella.

Sylvie sonrió y trató de no prestar atención a la vocecita que le impulsaba a saltar a la defensa de Marcus.

– No. Anoche salí con él solo para tratar de ayudar a la empresa. Esta noche, voy a salir con él porque es un estupendo bailarín y porque anoche nos divertimos mucho. Nada más.

Tres

Aquella tarde, mientras Sylvie se vestía con unos pantalones azul marino y un jersey azul claro, sabía que aquella noche iba a ser mucho más, aunque les había asegurado todo lo contrario a sus amigos. Sentía una enorme bola de nervios en el estómago a pesar de que ella casi nunca se ponía nerviosa por una cita… ¿Sentiría Marcus la misma atracción por ella que la noche anterior?

El timbre sonó cuando estaba ordenando un poco el salón. Al abrir la puerta, Marcus la miró con aquellos penetrantes ojos, verdes como las esmeraldas… Sylvie sintió que el corazón le daba un vuelco y que la respiración se le atascaba en la garganta.

Era tan guapo… Llevaba unos pantalones de pana negros y una camisa blanca con el cuello desabrochado bajo una cazadora negra. Sus hombros parecían tan anchos como la puerta.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes. Estás preciosa -dijo él, mirándola de arriba abajo.

– Gracias. Y gracias también por las flores que me enviaste esta mañana -comentó ella, señalando el jarrón que había sobre la chimenea-. Como puedes ver, son muy hermosas.

Entonces, sacó una chaqueta de lana del ropero, que él agarró enseguida para ayudarla a ponérsela. Cuando se la hubo colocado sobre los hombros, la tomó entre sus brazos y le dio la vuelta.

– Sylvie… Llevo todo el día esperando este momento…

Ella le agarró los antebrazos, aunque no para tratar de soltarse. A pesar de los abrigos, era una dulce tortura notar el cuerpo de él contra el suyo. Una tortura que sabía que debía resistir.

Sylvie mantuvo la cabeza inclinada, recordándose una y otra vez que ella no era la clase de mujer que se metía en la cama con un hombre después de una cita. O varias.

– Sobre lo de anoche -dijo ella-, no… es decir, no soy el tipo de mujer que…

– Yo nunca he pensado que lo seas, -replicó Marcus, estrechándola un poco más entre sus brazos, como si estuviera luchando una batalla interna. Entonces, la soltó y la tomó de la mano-. ¿Estás lista?

Había llevado el mismo Mercedes negro de la noche anterior. Y, como la noche anterior, fue hacia el norte, a lo largo del lago Michigan, pero, no paró delante del Club de Campo. En vez de eso, siguió conduciendo otros veinte minutos.

Cuando finalmente detuvo el coche, estaban en un precioso restaurante italiano del que Sylvie había oído mucho hablar. Estaba sobre una arenosa orilla del lago. El maître los llevó hasta una mesa muy apartada.

Tras examinar la lista de vinos y hacer una elección, Marcus se relajó y la miró con una intensidad que ella encontró algo turbadora.

– Bueno, ¿dónde lo dejamos anoche?

Sylvie recordaba perfectamente aquel momento. Como él la había sorprendido con aquella pregunta, se sonrojó. Marcus sonrió.

– Un penique por tus pensamientos.

– Ni hablar -replicó ella, tratando de recuperar la compostura-. Veamos… Creo que habías decidido que no estaba reformada antes de que empezáramos a bailar.

– Es verdad. Háblame más de esa institución a la que fuiste. ¿Qué te hizo cambiar de actitud?

– Es muy fácil. Un abrazo.

– ¿Un abrazo?

– Sí. Yo era una mocosa algo hosca, que, durante las primeras semanas, estaba decidida a ir en la dirección opuesta a la corriente, pero había una mujer… una voluntaria que iba dos veces a la semana. Se ocupaba de los chicos que necesitaban ayuda extra, echaba una mano durante las comidas si estaban escasos de personal y jugaba con los críos. La primera vez que me vio, se acercó a mí y me dijo que se alegraba mucho de conocerme.

– En ese caso, no debiste ser un hueso demasiado duro de roer si fue eso todo lo que hizo falta para hacerte cambiar.

– Bueno, no lo consiguió enseguida, pero después de que pasaran las primeras semanas, me di cuenta de que estaba empezando a esperar con impaciencia esos abrazos. Un día, me pusieron un sobresaliente en un examen de matemáticas. Más que nada, fue casualidad, pero se puso tan contenta que cualquiera hubiera creído que me habían dado un doctorado. Me abrazó y me dio la enhorabuena y me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Entonces, me dijo que yo también debía de estar muy orgullosa de mí misma… y me di cuenta de que así era. Aquel fue, poco más o menos, el comienzo de mi nueva yo.

– Debió de ser una mujer muy especial.

– Lo es. Sigue yendo a la casa dos veces a la semana. Yo la acompaño una vez al mes -dijo Sylvie, sonriendo-. La conociste ayer.

– ¿La señora Carson? -preguntó él, muy sorprendido-. ¿Tu casera?

– Efectivamente.

En aquel momento, llegó el camarero con el vino que habían pedido. Charlaron amigablemente. Entonces, él le preguntó por su trabajo.

– Bueno, ¿qué hace exactamente una subdirectora de marketing?

– Más o menos lo que te imaginas. Yo superviso los equipos que trabajan en los diseños, en las campañas publicitarias y en los eslóganes para la empresa. En estos momentos, estamos trabajando en la campaña publicitaria de otoño.

– ¿Con nueve meses de antelación?

– Sí. Se tarda un poco en componer un plan de comercialización verdaderamente eficaz, por eso solemos trabajar con tanta antelación. Para el día de san Valentín, ya volveré a estar pensando de nuevo en la Navidad.

– Me parece que te debe resultar un poco difícil saber en qué estación estás -comentó él, riendo-. Por cierto, hablando de estaciones -añadió, señalando la ventana-, creo que vamos a tener unas navidades blancas este año.

Sylvie miró a través de la ventana. Unos enormes copos de nieve estaban empezando a caer sobre el lago.

– ¡Dios mío! -exclamó ella, juntando las manos-. Me encanta la nieve -añadió. Excepto cuando tenía reuniones muy importantes.

– No sabía que habían pronosticado nieve para esta noche.

El camarero, que había vuelto para retirar los platos, comentó:

– Se supone que va a ser una de las nevadas más grandes de la temporada, señor.

– Estupendo. Y yo he traído el Mercedes. Siento tener que acortar la velada, pero mi coche no va muy bien en carreteras resbaladizas. Es mejor que volvamos.

– De acuerdo -respondió ella, algo desilusionada.

Marcus pagó la cuenta. Entonces, fueron por sus abrigos. Cuando salieron del restaurante, una ráfaga de aire helado les golpeó en la cara. La nieve ya estaba empezando a cubrir el suelo.

– Quédate aquí -dijo Marcus-. Voy a buscar el coche.

Sylvie hizo lo que él le había pedido y, a los pocos minutos, salían con mucho cuidado del aparcamiento y tomaban la carretera que los iba a llevar de regreso a Youngsville. No hablaron mucho. Había mucha nieve en la carretera, por lo que Marcus tuvo que concentrar toda su atención en la carretera. A pesar de que el viaje de ida solo les había llevado una media hora, tardaron más del doble en regresar. Las máquinas quitanieves habían conseguido mantener limpia la carretera, pero, cuando Marcus tomó la salida que llevaba a casa de Sylvie, el Mercedes se deslizó por la pendiente y se saltó la señal de stop que había al final de la rampa. El coche giró sobre sí mismo mientras Marcus pisaba el freno constantemente para que no se bloqueara y hacía girar el volante para compensar el movimiento y evitar que el coche se deslizara sin control. Al final, consiguió que el coche tomara la dirección correcta.

– Menos mal que no había nadie entrando en la intersección -dijo Marcus. Sylvie asintió. El corazón le latía a toda velocidad-. Lo siento. No escuché la predicción meteorológica. No esperaba una nevada como esta.

– Lo que dijeron esta tarde fue que iba a nevar ligeramente, con unos tres o cuatro centímetros de nieve. Nada como esto.

El resto del trayecto transcurrió sin incidentes, aunque el coche se deslizaba de vez en cuanto cuando los neumáticos trataban de agarrarse al suelo sin conseguirlo. Cuando por fin detuvo el coche delante de Amber Court, su suspiro de alivio rompió el silencio del coche.

Mientras acompañaba a Sylvie al interior del edificio, ella notó que la nieve parecía caer cada vez con más fuerza. Parecía que iba a ser una verdadera nevada y, de repente, se sintió muy preocupada porque Marcus tuviera que volver a conducir. Aunque no sabía exactamente dónde vivía, suponía que sería en un barrio conocido como Cedar Forest, al noroeste de la ciudad. Eso suponía que, al menos, tendría que conducir durante otros veinte minutos como poco en condiciones normales. Aquella noche… solo Dios sabría cuánto podría tardar.

– ¿Te gustaría entrar? -preguntó, cuando se acercaban al apartamento-. Podría poner el parte meteorológico para que pudieras ver qué es lo que se anuncia.

– No necesito que me digan que esta noche me va a costar mucho llegar a casa -replicó él.

– Bueno… si quieres, puedes quedarte a pasar la noche. Sé que no resulta muy seguro conducir en estas circunstancias -dijo ella. Sabía que no era lo mejor que había hecho en su vida, pero no podría mandarle de nuevo a las carreteras, tal y como estaban.

A su lado, Marcus se detuvo en seco al oír sus palabras. Lentamente, soltó la bufanda y se volvió a mirarla.

– No estoy seguro de que eso sea muy buena idea.

– Yo tampoco -replicó Sylvie-, pero sería cruel por mi parte hacer que te marcharas con este tiempo. Mañana por la mañana, ya habrá parado y las carreteras deberían estar limpias. Además, mi sofá se convierte en una cama.

– ¿Y me colgarán los pies? -preguntó Marcus, con una sonrisa.

– Lo dudo -respondió ella, mientras buscaba en su bolso para sacar las llaves-. Es un colchón muy grande. Además, si no lo es, te puedes quedar con mi cama y yo dormiré en el sofá.

– No -afirmó él, cuando entraron en la casa, mientras cerraba la puerta-. Yo solo dormiré en tu cama si tú estás a mi lado.

– No voy a dormir contigo -susurró Sylvie, tratando de no prestar atención al fuego que parecía arderle en el vientre-. Creía que eso ya había quedado establecido.

– A veces los planes cambian -replicó él, tras quitarse la cazadora y colgarla, junto a su bufanda, en el ropero-. Además, yo nunca dije que estuviera de acuerdo.

Sylvie abrió la boca para protestar, pero de repente se dio cuenta de que él estaba bromeando. Entonces, después de quitarse también el abrigo, decidió cambiar de tema.

– ¿Has pensado más sobre tus planes en relación con Colette Inc.? -preguntó, mientras iba a la cocina.

El buen humor desapareció del rostro de Marcus, dando paso a una máscara sin expresión alguna. Sylvie se arrepintió de haber dicho aquellas palabras en el momento en que le salieron de la boca. Marcus estaba empezando a gustarle, tal vez más de lo que debería, y no quería estropear la velada.

– Pienso en Colette constantemente -replicó él.

– ¿En qué sentido? -quiso saber, sin poder evitarlo, mientras sacaba dos tazas para el café.