– He leído tu expediente personal -dijo él, de repente.

– ¿Cómo ha dicho?

– Tenía que saber dónde vivías -respondió Marcus, a pesar de que no era del todo cierto. Su secretaria podría haberlo hecho por él.

– Pensé que para eso estaban las secretarias -replicó Sylvie, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No siempre. Bueno, cuéntame por qué elegiste trabajar en Colette. He visto que llevas cinco años en la empresa. ¿Fue tu primer trabajo después de la universidad?

– Sí, Me gradué en Marketing y Administración. Cuando me enteré de que Colette tenía una vacante, me puse muy contenta. Siempre me han gustado las joyas hermosas y las piedras preciosas, aunque no entran dentro de mi presupuesto.

– ¿Dónde empezaste? -preguntó él, a pesar de que ya lo sabía.

– Estoy segura de que ya lo sabe -contestó ella, de nuevo, como si supiera lo que estaba pensando.

– Hazme el favor. Me gustaría que me lo dijeras tú.

– De acuerdo. Envié un currículum a Colette antes de terminar mis estudios, pero no tenía muchas esperanzas de que me contrataran. Cuando recibí una llamada para que fuera a hacer una entrevista, me sorprendí mucho, pero decidí aprovechar la oportunidad. Me contrataron como ayudante del departamento de ventas y luego pasé a marketing. Me encanta lo que hago.

– Podrías hacer lo mismo en otra empresa.

– No quiero trabajar para otra empresa. Quiero mucho a Colette. Las personas con las que trabajo se han convertido en buenos amigos. Sus parejas son mis amigos también. Soy madrina del nieto de mi primer supervisor. No se puede tirar todo eso por la borda. Colette es mucho más que dinero, más que acciones en el mercado de valores. ¿Por qué quiere destruirla? -añadió, volviéndose para mirarlo.

– Yo nunca he dicho que quiera destruirla. Tú y tu «familia» habéis creado muchas historias que podrían no ser ciertas -replicó él, optando por no darle información alguna.

– Podrían serlo. He notado que no ha respondido a mi pregunta. ¿Pensará al menos en las personas que dependen de Colette para poder sobrevivir?

– De acuerdo -respondió él, tras aparcar el coche. Entonces, se dirigió hacia la puerta de Sylvie para ayudarla a salir.

– ¿De acuerdo? -le espetó ella-. ¿Qué significa eso? ¿Que considerará mi punto de vista o que ya no quiere hablar más del tema? Quiero que me lleve ahora mismo a mi casa, señor Grey.

Dos

– ¡Vaya! -dijo Marcus-. No quiero pelear contigo, Sylvie.

– ¿Y entonces qué quiere hacer?

Marcus vio que ella lamento haber dicho aquellas palabras en el momento en que le salieron de la boca. Entonces, sonrió pícaramente.

– ¿Ahora o después?

– Eso ha sido lo que le he preguntado, ¿verdad? -le espetó Sylvie.

– Efectivamente -replicó él, tomándola por el codo y dirigiéndose con ella hacia la entrada del club-. Sugiero que suspendamos toda conversación sobre puntos en los que estamos en desacuerdo durante el resto de esta velada. No tengo a menudo la oportunidad de cenar con una mujer tan hermosa como tú y me gustaría saborear el momento.

Sylvie dudó. Durante un momento, Marcus pensó que se iba a negar. Entonces, sacudió la cabeza y se dispuso a entrar por la puerta.

– Usted es capaz de convencer a cualquiera, señor Grey. Tendré que tener mucho cuidado con usted.

– No creo que tengas que preocuparte, a menos que sigas llamándome señor Grey. Me llamo Marcus.

– Marcus -repitió ella, con una sonrisa.

Mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, él pensó que aquel movimiento de labios había sido uno de los gestos más sensuales y eróticos que había visto nunca. Entonces, el maître los acompañó a la mesa que él había reservado, con vistas al lago Michigan.

– Incluso en invierno es hermoso -comentó Sylvie, mientras contemplaba el lago.

A continuación, Marcus pidió una copa de vino blanco. Mientras lo tomaban, Sylvie le sonrió a través de la llama de las velas.

– No me dijiste que tu padre tuvo en el pasado una empresa de diseño de joyas y gemas. Creo que se llamaba Van Arl.

Marcus se quedó inmóvil, con la copa muy cerca de los labios. Lentamente, se obligó a dar un sorbo y a ponerla de nuevo sobre la mesa.

– Hace muchos años que Van Arl no existe. Es historia.

– No creo que veinticinco años sea historia.

– Si tú lo dices… ¿Dónde has oído hablar de Van Arl?

– Tú no eres el único que ha venido preparado. Esta tarde hice un poco de investigación sobre ti, aunque yo no tuve la ventaja de tener un completo expediente a mano.

– Estupendo. He tenido que escoger a Sherlock Holmes para que salga conmigo -bromeó él, tratando de adoptar una actitud más relajada-. ¿Qué es lo que quieres saber sobre Van Arl? Cuando estaba todavía en funcionamiento, yo era un niño. Tengo muy pocos recuerdos sobre ella.

– Durante un tiempo, fue un negocio muy floreciente. Seguramente Colette le hacía la competencia, ¿verdad?

– Lo fue durante los años sesenta y setenta. En otro momento, también solía suministrar gemas y piedras finas a Colette -respondió él, sorprendiéndose por la tranquilidad que estaba mostrando en la voz-. Hasta que Colette se llevó al equipo de diseño de mi padre, aunque supongo que ya lo sabrás si has investigado un poco al respecto.

Sylvie asintió. Cuando Marcus la miró, vio una pena en aquellos ojos color chocolate que despertó en él una furia que no había sentido en años.

– Esto no es una venganza -replicó-, si es eso lo que estás pensando. Aunque sería una historia estupenda.

– Así es. Especialmente dado que Van Arl no podía competir sin esos diseñadores y que la falta de trabajos de calidad empezó a afectar a los beneficios de la compañía.

– ¿Acaso se les puede culpar? Aparentemente, Colette les ofreció a esas personas más dinero y mejores beneficios de los que tenían en Van Arl. Simplemente, mejoraron sus condiciones de trabajo. De eso estoy seguro. Hicieron un buen negocio. Como yo lo voy a hacer con mi decisión de absorber Colette.

– ¿Ese es el modo en el que estás racionalizando todo esto? ¿Considerándolo un buen negocio? -preguntó ella, colocando una mano encima de la de él-. Marcus, las personas que trabajan en Colette ahora no son responsables por lo que le ocurrió al negocio de tu padre. Carl Colette fue el hombre que dirigía la empresa entonces y ya lleva muerto muchos años. Tenía una hija que se marchó hace mucho tiempo y de la que no se han tenido noticias desde entonces. No ha habido ningún Colette como responsable de Colette Inc. desde que la viuda de Cari murió hace más de diez años.

– Esto no tiene nada que ver con quién trabaje en Colette -insistió él-. Cuando era niño me interesaban mucho las gemas y las joyas, gracias a la empresa de mi padre, y quiero seguir expandiendo ese interés. El nombre de la empresa que compré no significa nada para mí. Se trata simplemente de un negocio. He buscado el mejor trato posible y Colette parecía estar en una situación menos estable y más accesible que las demás.

Con un rápido movimiento, Marcus giró la mano y atrapó los dedos de Sylvie entre los suyos. Rápidamente, ella la apartó y se la colocó sobre el regazo.

– Entonces, ¿tienes la intención de mantener Colette intacta aunque cambies el nombre?

– Yo no he dicho eso. Sin embargo, como ya te he explicado, siempre me aseguro de que se tenga en cuenta a los buenos empleados cuando adquiero un negocio.

– Si tú lo dices -replicó Sylvie, no muy convencida.

– Claro que lo digo -concluyó él. Entonces, se volvió para llamar al camarero.

Mientras tomaban los entremeses, Marcus consiguió dirigir la conversación hacia temas menos espinosos. Averiguó que Sylvie era una aficionada al teatro, particularmente a los musicales, y que tenía grabaciones de todas las obras de Andrew Lloyd Weber que habían estado en escena. Descubrieron que, el verano anterior, habían visto algunos espectáculos en el mismo teatro, de cuyo consejo de dirección Marcus formaba parte.

– ¿Cómo te empezó a interesar el teatro? -quiso saber él-. ¿Formaba alguien de tu familia parte del mundo de la escena?

– Simplemente me gusta -respondió ella, mirando hacia el lago-. No vi una representación hasta que estuve en el instituto-. Era… soy… huérfana.

– Lo siento. No quería avivar malos recuerdos -dijo Marcus, cubriéndole una mano con una de las suyas, como ella había hecho antes.

– No importa -susurró ella, respirando profundamente.

– ¿No fuiste adoptada?

– No. Era una niña algo rebelde. Si yo hubiera sido un posible padre adoptivo, habría salido corriendo al ver un niño como yo -comentó ella. A pesar del tono ligero de voz, se notaba un fuerte dolor.

– Parece un modo muy poco agradable para crecer.

– No estuvo tan mal. En realidad, casi no pienso en ello desde que he conseguido rehacer mi vida.

– ¿Desde qué has conseguido rehacer tu vida? Ni que fueras una expresidiaria.

– No, pero no creo que me faltara mucho para haberlo sido. De niña era bastante salvaje.

– ¿Cómo de salvaje? ¿De las que siempre andaba metida en peleas o de las que robaba a la gente?

– De ninguna de las dos maneras. Tenía un método para tratar con las casas de acogida que no me gustaban. Me pasaba el tiempo escapándome hasta que se cansaban de tratar de contenerme. Después de la cuarta o la quinta vez, me enviaban a un colegio para jóvenes al borde de la delincuencia. Era como una institución militar y al principio lo odiaba, pero la disciplina era exactamente lo que yo necesitaba. Entonces -añadió, extendiendo los brazos-, me convertí en la ciudadana modelo que ves hoy en día.

– Sospecho que, en el fondo, sigues siendo una rebelde.

Sin embargo, mientras el camarero se acercaba de nuevo a la mesa, no pudo evitar pensar en cómo Sylvie se había convertido en la persona que era. Su infancia parecía una verdadera pesadilla.

¿A quién se habría dirigido para conseguir amor y seguridad? La infancia de Marcus no había sido demasiado perfecta, pero siempre había podido contar con sus padres. Por primera vez, se le ocurrió que había cosas mucho peores que tener unos padres divorciados, aunque le hubiera resultado muy duro.

Mientras tomaban el café, la orquesta empezó a tocar una suave melodía. A su alrededor, varias parejas se levantaron y se dirigieron a la pista de baile.

– ¿Te gustaría bailar?

– Me encantaría -respondió ella.

Los dos se levantaron y fueron hacia la pista. Allí, Marcus la tomó entre sus brazos y empezaron a moverse a ritmo de un vals. Sylvie era buena bailarina. Cuando los pasos se fueron haciendo más difíciles, Marcus la estrechó un poco más entre sus brazos, gozando al ver que ella no perdía el paso.

Su mano estaba extendida sobre la piel desnuda de su espalda. Bajo las yemas de sus dedos, la carne parecía seda. Sabía perfectamente que no llevaba sujetador y tuvo que contenerse para no mirarle los pechos. A medida que la música se fue haciendo más rápida, él la agarró con más fuerza. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Marcus creía ver en los ojos de ella la misma fascinación sexual a la que él se estaba enfrentando. Había deseado a muchas mujeres antes, pero no recordaba haberlo hecho con la misma intensidad. Aquella atracción le ponía nervioso. Sin embargo, no iba a tratar de no prestarle atención.

Los dos estaban riendo tras unos movimientos algo energéticos cuando una mujer de más edad se les acercó y dijo.

– Los dos bailáis muy bien. Debéis practicar mucho.

– Bailamos mucho -dijo Sylvie, sonriendo a la mujer.

Cuando la mujer se alejó, Marcus no pudo contener la risa.

– Mentirosa.

– No estaba mintiendo. Yo bailo con frecuencia. Y se ve que tú también, porque si no, no lo harías tan bien. Lo que ocurrió es que ella dio por sentado que lo hacemos juntos.

– Eres muy escurridiza. Recuérdame que nunca me tome nada como lo dices.

En aquel momento, la música empezó a ser más lenta. La risa de Marcus fue desapareciendo cuando la miró a los ojos. La estrechó un poco más contra él, agarró con más fuerza los dedos de ella y le llevó la mano hacia su tórax. Olió el limpio aroma de su cabello rizado. Tenía el rostro de Sylvie tan cerca del suyo que casi podía descansar sus labios sobre la sien de la joven. Resultaba una idea muy tentadora, pero se contuvo.

Bailaron en silencio durante unos minutos. Lentamente, empezó a acariciarle suavemente la sedosa piel de la espalda y, a pesar de la fuerte atracción sexual que había entre ellos, sintió que se iba relajando, músculo a músculo. La deseaba, pero eso podía esperar. En aquellos momentos, resultaba maravilloso tenerla simplemente entre los brazos.

– Esto es muy agradable -murmuró.

– Sí, lo es.

– Sylvie… Disfruto estando contigo.