Jaque mate. Menuda rata… Sylvie empezó a pensar. ¿Cuál sería el daño? Al menos podría conceder a Colette más tiempo para las maniobras legales, aunque no pudiera convencerlo a él de que no cerrara la empresa. Además, no era que aquel hombre fuera completamente odioso. Si no fuera el hombre que… bueno, el hombre que era…

– Supongo que me veo obligada a aceptar. ¿Tengo su palabra de que hoy no tomará ningún tipo de acción contra la empresa?

– Palabra de honor -respondió él, levantando la mano derecha.

– Ya -replicó ella, antes de darse la vuelta para marcharse-. Como si eso valiera algo. Una persona de honor no consideraría dejar a más de cien personas sin trabajo.

– ¿Quién ha dicho nada de dejar a la gente sin trabajo?

– ¿No es eso lo que está pensando hacer? -quiso saber Sylvie, tras darse la vuelta inmediatamente.

– Lo que estoy pensando es hacer un trato beneficioso.

– Sin tener en cuenta quién salga perjudicado -le espetó ella. Entonces, se dispuso a volver a su despacho.

– Sylvie -dijo él, antes de que se marchara-. Sé mucho más de lo que te puedas imaginar sobre las personas que salieran perjudicadas por las transacciones empresariales. En mis ecuaciones, siempre tengo en cuenta a los empleados.

Algún tiempo después, tras recibir una reprimenda de su jefe por su comportamiento, Sylvie se encerró en su despacho y se preguntó qué sería lo que le habría pasado. A menos que se hubiera equivocado, las amargas palabras de Marcus Grey no dejaban ninguna duda. Aparentemente, él sentía que algún desgraciado trato empresarial le había perjudicado… ¿Podría haber sido en sus negociaciones con Colette? Eso podría explicar el modo en que iba a por la empresa.

Decidió seguir un impulso y, tras conectarse a la red, empezó a buscar información. Si tenía que salir a cenar con él aquella noche, tenía la intención de saber todo lo que hubiera que saber sobre Marcus Grey, lo que incluía cualquier detalle de su vida que hubiera provocado que pronunciara aquellas misteriosas palabras.


Mientras se montaba en su brillante Mercedes negro aquella tarde, Marcus pensó en el contoneo con el que Sylvie Bennett se había marchado en dirección a su despacho aquella tarde, después de que se hubieran despedido.

Siempre se había preguntado cómo los hombres podían dejarse dominar por sus hormonas. En las numerosas relaciones que había tenido con mujeres a lo largo de los años, nunca había sido el que perdiera el control. Nunca se había dejado llevar por las emociones hasta aquel punto. A pesar de que había disfrutado apasionados encuentros con el bello sexo, una parte de su cerebro siempre se había mantenido funcional.

Hasta aquel mismo día. ¿Tenía idea aquella mujer de lo hermosa que era, con sus oscuros ojos, como los de una gitana, y una boca de labios gruesos que pedían a gritos que se los besara? Había tenido problemas para concentrarse en lo que ella le decía porque había estado demasiado pendiente del modo en que aquellos deliciosos labios formaban cada sílaba, la manera en que sus pechos rellenaban perfectamente la chaqueta que llevaba puesta y el modo en que su sedoso cabello se agitaba cada vez que movía la cabeza.

Si cualquiera otra persona hubiera entrado en la sala de conferencias y hubiera comenzado a arengarle de aquel modo, habría hecho que le sirvieran su cabeza sobre una bandeja de plata. Sin embargo, cuando Sylvie había cruzado la sala, lo único que había podido hacer era admirarla. Se había hundido en aquellos ojos oscuros sin ni siquiera querer salvarse.

Cuando ella había dejado de mirarlo, había sentido como si se hubiera roto un embrujo. A medida que fue entendiendo sus palabras, había dejado de pensar en lo rápido que podría seducirla y había empezado a escuchar la abierta hostilidad que había en su hermosa voz.

¿Qué diablos estaba diciendo la gente sobre él? Aquel rumor debía de haber sido el detonante de aquel ridículo e infructuoso pleito que el consejo de dirección de Colette había presentado contra él.

Efectivamente, planeaba absorber Colette y cerrarla completamente como fabricante de joyas, pero no iba a echar a todos sus empleados a la calle. En su mayor parte, los empleados de Colette Inc. se convertirían en empleados de las Empresas Grey. Se lo había comunicado al consejo cuando regresó a la reunión después de hablar con Sylvie Bennett. Después de todo, si no tenían que preocuparse por la pérdida de sus empleos, ¿por qué iba a importarles para quién trabajaran?

El consejo de dirección. Todavía recordaba la expresión de sorpresa y alivio en los rostros de los miembros del consejo cuando no había tomado ninguna medida que comenzara el proceso que acabara con Colette. Evidentemente, no lo entendían. Ni siquiera él mismo lo entendía.

El odio, el deseo de venganza que habla sentido durante tanto tiempo desde que se había hecho lo suficientemente rico como para darse cuenta de que podría resarcir la humillación de su padre a manos de Colette Inc. se había visto moderado. Sylvie Bennett había logrado humanizar aquella empresa, una circunstancia que nunca había considerado.

En realidad, era solo una empresa. Y Sylvie Bennett solo una mujer, aunque no se parecía a ninguna mujer de las que hubiera conocido.

Estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a sus pies. Era un soltero muy codiciado, con una gran fortuna a su disposición y, por sí misma, habría bastado aunque hubiera parecido un sapo, lo que, a juzgar por la facilidad con la que seducía a las mujeres, estaba muy lejos de la realidad.

Sin embargo, Sylvie Bennett no se había rendido. Y tampoco había parecido muy afectada por su presencia, aunque su instinto le decía que no le había resultado indiferente, al igual que ella a él.

Se había mostrado furiosa delante de él. Marcus se había sentido una ridícula atracción por el fuego que ardía en sus ojos oscuros. Había tenido que contenerse para no hundirse en sus deliciosos encantos hasta que el fuego que con toda seguridad ardía dentro de ella se liberara y los consumiera a los dos. No podía quitarle el ceño de la frente con un beso, ni estrechar sus rotundas curvas contra él ni perderse sobre aquella sedosa piel, por mucho que lo hubiera deseado.

Y lo deseara. Tal vez ella creyera que iba a lograr convencerlo para que diera muestras de generosidad hacia su querida empresa, pero Marcus tenía otros planes, que incluían conocer todo lo que fuera posible sobre la señorita Sylvie Bennett y que posiblemente culminarían en el momento en que pudiera meterla en su cama.

Sabía que estaba soltera porque, después de que hubiera terminado aquella maldita reunión, había consultado su expediente. Soltera, veintisiete años, había trabajado para Colette desde que terminó sus estudios universitarios y era, evidentemente, una de las jóvenes promesas de la empresa. Conocía hasta su peso y su altura. Todo. Lo único que no había encontrado era información sobre su familia. No había dirección de ningún pariente cercano al que se pudiera avisar en caso de emergencia, sino solo la de su casera. ¿Significaba aquello que no tenía familia?

Aparcó su Mercedes delante del elegante edificio de apartamentos en el que vivía Sylvie. Había hecho que su secretaria la llamara y le dijera que estuviera preparada para las siete y media. Se imaginó que, después, terminarían tomado una copa en su casa o en la de ella… A partir de entonces, Marcus se encargaría de todo… Claro que lo haría…

Sylvie abrió la puerta momentos después de que llamara.

– Buenas tardes, señor Grey. ¿Le gustaría entrar? -preguntó ella, sin sonreír.

– Gracias -respondió él, entrando en el recibidor-. Para ti -añadió, entregándole una caja que contenía unas flores. Sylvie la tomó y la miró de un modo tan sospechoso que hizo que Marcus sonriera-. No es un paquete bomba.

Aquel gesto, le indicó que tal vez tardara algo más en hacerle el amor de lo que había imaginado.

– Gracias -respondió ella, visiblemente más aliviada. Entonces, cuando descubrió las frágiles orquídeas blancas, sonrió-. ¡Oh! ¡Gracias! -repitió, con más sinceridad-. Son muy bonitas.

La sonrisa que se dibujó en los labios de Sylvie reavivó las esperanzas de Marcus para aquella noche.

Tenía unos suaves hoyuelos en las mejillas, que le daban un aspecto pícaro y seductor al mismo tiempo. Hubiera querido tocárselas para ver si eran tan suaves como parecían, besarla. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso y brillante. Sin poder evitarlo, se imaginó lo que aquella boca podría hacer y se dio cuenta de que iba a ser una noche muy larga. Verla comer, bocado tras bocado, iba a necesitar más autocontrol de lo que habría pensado.

– ¿Le gustaría sentarse? -preguntó, indicándole el salón.

– No, gracias. Tenemos una reserva en el restaurante a las ocho.

Entonces, se dio cuenta de que iba vestida de rojo, de un rojo pasión que era exactamente igual al de su lápiz de labios. A pesar de todo, el vestido era muy sencillo, con manga larga y un recatado cuello que no revelaba nada de la carne que se ocultaba bajo la tela. Cuando se dirigió a la cocina para ir por un jarrón, pudo comprobar que, en la espalda, tenía un profundo escote que le llegaba casi hasta la cintura y mostraba una gran porción en uve de marfileña piel.

El interés de Marcus subió un punto más. Si aquella mujer había querido impresionarlo, lo había conseguido. Iba a tener muchos problemas aquella noche para mantener la mente centrada en los negocios. Y sospechaba que ella lo sabía. Dedujo que, por el escote que llevaba en la espalda, era imposible que llevara sujetador. ¿Cómo iba a conseguir concentrarse en una conversación cuando no podría dejar de pensar en lo fácil que resultaría deslizar la mano por debajo de la tela y buscar los femeninos tesoros que ocultaba?

Suspiró. Se estaba comportando como un idiota. Además, lo peor de todo era que no recordaba cuándo una mujer le había tentado de aquella manera. Seguramente, había estado trabajando demasiado.

Cuando ella regresó con un jarrón que contenía las orquídeas, le dedicó otra dulce sonrisa.

– De acuerdo -dijo Sylvie, tras dejar el jarrón sobre la mesa y tomar un abrigo blanco de lana del respaldo de una silla-. Estoy lista.

Marcus la ayudó a ponerse el abrigo, sin poder evitar rozarle brevemente los hombros durante un instante. Un perfume floral le inundó la nariz y le hizo aspirar profundamente. Era perfecto para ella.

Mientras bajaban juntos por la amplia escalera de mármol, se abrió la puerta del apartamento 1A. En aquel momento, salió una mujer madura, con una bandeja en la mano. Algo sorprendido, Marcus reconoció a la mujer que había estado en la reunión. Era la otra accionista de Colette.

– Hola, Rose -dijo Sylvie.

– Hola, querida. ¿Vas a salir esta noche?

– Sí. Rose, este es Marcus Grey. Señor Grey, es mi casera y amiga, Rose Carson.

Marcus asintió. Cuando abrió la boca para decir que ya se conocían, captó un discreto gesto en los ojos de la mujer. Interesante. Por la razón que fuera, no quería que Sylvie supiera su relación con la empresa. En vez de preguntarle todo lo que hubiera querido, se limitó a saludarla.

– Buenas tardes, señora Carson.

– Señor Grey -respondió la mujer, aliviada por su silencio-. Ella, la chica del 2D, tiene un resfriado -añadió, dirigiéndose a Sylvie-, así que pensé que le sentaría bien un poco de mi sopa de pollo y fideos.

– Estoy segura de que te estará muy agradecida, Rose. A mí siempre me sienta fenomenal. ¡Oh! Casi se me había olvidado. Todavía no te he devuelto el broche. Voy a buscarlo.

– No hay prisa, querida -afirmó Rose-. Puedes bajármelo en otra ocasión. Ahora vete y diviértete.

– ¿Estáis hablando del broche que tú llevabas esta tarde? -preguntó Marcus-. Era precioso. De ámbar, si recuerdo bien. Una pieza verdaderamente hermosa.

Para su sorpresa, Rose Carson se sonrojó.

– Es muy viejo, pero yo lo tengo en mucha estima, aunque no vale mucho.

– Si usted lo tiene estima, entonces claro que tiene valor -replicó Marcus, con firmeza, ganándose una sonrisa de la mujer.

Sylvie lo miró con aprobación antes de responder a Rose.

– De acuerdo, te lo bajaré mañana. Además, hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Unos momentos después, mientras salían por la puerta principal, Sylvie se dirigió a Marcus con una sonrisa.

– Eso que le dijo a Rose ha sido muy bonito.

– Lo decía en serio -respondió él, mientras le abría la puerta de su coche para que entrara.

Al hacerlo, el abrigo blanco se abrió ligeramente, mostrando unos esbeltos muslos. Cuando Marcus se inclinó para ayudarla a recoger el abrigo, sintió de nuevo el delicioso perfume. El pulso se le aceleró otra vez.

Fueron hacia el norte, hacia el Club de Campo Youngsville, un lujoso establecimiento privado. Sylvie estuvo en silencio durante el trayecto. Tenía las manos sobre el regazo y no dejaba de juguetear incesantemente con los dedos, haciendo girar los pulgares uno sobre otro.