Sobresaltada, Lorna salió del ensueño con Harken y descubrió que había olvidado a Iversen durante mucho tiempo. Apeló a la primera excusa que tenía a mano y que resulté ser la lata redonda.
– ¿Un trozo de pastel antes de que lo guarde?
Se lo tendió a Tim.
– No, gracias, estoy lleno.
– ¿Señor Harken?
No sabía que ofrecerle pastel a un hombre podía resultar tan íntimo, pero así fue, considerando que, además, jamás se había relacionado con un criado.
– No, gracias, eso era para usted -respondió, apartando con esfuerzo la vista.
La posó en Iversen que, bajo los bigotes, lucía una expresión placentera y perspicaz tras la pipa vacía. Harken también comprendió que era hora de dar por terminado este disparate.
– Tim, ¿vamos a atrapar a esos peces, o no?
Lorna se movió como si la hubiesen pinchado con un alfiler.
– Caramba, estuve entreteniéndolos.
De rodillas, comenzó a cerrar latas y jarras, y a apilar las cosas en el – canasto.
– En absoluto, señorita Lorna.
Harken se arrodillé para ayudarla, y así quedaron más cerca de lo que habían estado antes, cuando le había mostrado los dibujos en la playa. Tenía un perfume tibio, de mujer esbelta, que llegó a Jens cuando la muchacha se movió, al colocarse el sombrero, ponerle el alfiler, cerrar el cesto, ponerse de pie y arreglar la falda arrugada. Se inclinó a agarrar el cesto, pero Jens también.
– Yo lo llevaré -dijo, esperando que Iversen se levantan y los acompañase. Al ver que no lo hacía, Harken dijo-: ¿Piensas estar sentado todo el día, o vas a acompañar a la dama hasta su bote?
Iversen se levantó y dijo:
– Iré a guardar la manta. -Tomó una mano de Lorna-. Adiós, señorita Lorna. -Le besó la mano y agregó-: Suerte con su padre.
Jens y Lorna dejaron a Tim sacudiendo la manta mientras se daban la vuelta y caminaban hombro con hombro desde la sombra fresca a la zona recalentada por el sol, atravesando la arena hasta el largo muelle de madera.
Jens tenía cosas que decir pero sabía que no podía. Lorna había dicho que tenía que regresar a su casa en dos horas y, aunque habían pasado más de dos horas, no parecía tener demasiada prisa. Caminaba como quien no quiere llegar al bote. Volviendo la mirada, el hombre se permitió un último examen del rostro. Al mirar hacia abajo, con la barbilla plegada, creaba una delicada hinchazón y abultaba el perfil de sus labios. Diminutas motas de sol atravesaban el sombrero de ala chata y llenaban de pecas la oreja y la barbilla.
Lorna se detuvo junto al bote y se volvió, inmovilizando a Jens con una mirada tan directa que fue imposible eludirla. Le entró por los ojos y se fragmento al llegar al pecho, como un banco de pequeños peces cuando se arroja una piedra entre ellos.
– Fue una tarde maravillosa -dijo Lorna en voz suave, con un inconfundible matiz de pena-. Gracias.
– Señorita Lorna, gracias a usted por el picnic.
– Yo me limité a traerlo. Usted lo preparó.
– Fue un placer.
– Cuando haya hablado con mi padre, se lo haré saber.
Asintió en silencio.
Pasaron cinco segundos, durante los cuales los dos sintieron cierta extraña ingravidez en los estómagos.
– Bueno, ¡adiós! -dijo ella.
– ¡Adiós, señorita!
Le dio la mano y, durante un instante fugaz, mientras Lorna subía al bote, conocieron el contacto con la piel del otro. La de ella, suave como la gamuza, la de él, áspera como el cuero. Lorna se sentó y Jens le entregó el cesto. Jens se arrodilló para desatar la amarra y aferró la regala como si quisiera alejarla. Antes de que pudiese hacerlo, Lorna alzó la vista y el ala del sombrero casi le toca la barbilla. Arrodillado inmóvil, debajo de ella, los rostros quedaron muy cerca.
– ¿Mañana por la mañana recogerá las frutillas?
El corazón le dio un vuelco al responderle:
– Sí, señorita, eso haré.
– En ese caso, comeré un poco en el desayuno -respondió, al tiempo que Jens la apartaba.
Se quedó de pie en el muelle, observando cómo remaba alejándose de popa y después, como toda una experta, hizo girar el bote hasta quedar de cara a Jens. Durante cinco impulsos de remo las miradas de ambos se enlazaron hasta que, al fin, Lorna la apartó y gritó:
– ¡Adiós, señor Iversen! -al tiempo que alzaba una mano para saludar.
Desde la sombra de los árboles, Tim contestó:
– ¡Adiós, señorita Lorna!
La muchacha no sonrió ni saludó a Harken, ni él pudo verle los ojos bajo el ala del sombrero. En cierto modo, sabía que estaban fijos en él, y se quedó contemplando la cara que iba achicándose hasta que estuvo demasiado lejos para distinguir las facciones.
Esa noche, acostado en el estrecho catre de la habitación del tercer piso, con una sola ventana que daba a la huerta, pensó en ella. Cuando volvió de despedir a Lorna en el muelle, Tim dijo una sola cosa. Se quitó la pipa de la boca, lo miró a los ojos con el suyo sano, y se limitó a decir:
– Ten cuidado, Jens.
Claro que Jens Harken tendría cuidado. Pese a tanta mirada insinuante, no era tan tonto como para pretender hasta la más inocente relación entre él y Lorna Barnett. Valoraba mucho su trabajo, y la cercanía que le daba con los hombres que podían tener yates y tiempo libre para navegarlos. Pero, ¿qué diablos pretendería la muchacha al coquetear de ese modo con un criado de la cocina? Sin duda, llegado el momento tendría montones de pretendientes tan ricos como el viejo, que merodearían por ahí y le firmarían el carnet de baile. Miserables bien vestidos, dueños de barcos, jóvenes aceptables a los que recibirían en el salón, con la madre ofreciéndoles la mejilla, y el padre, coñac del más caro.
Jens estaba seguro de que uno de ellos debió sentarse junto a Lorna la noche pasada.
Por lo tanto, ¿qué conclusiones podía sacar de lo sucedido ese día?
Aunque no parecía una coqueta, la fascinación con él había aumentado a medida que pasaba el día, igual que la de Jens hacia ella: más motivo aun pan seguir el consejo de Tim. Una fascinación lenta era más peligrosa que un coqueteo fugaz. Le convenía más alentar a la pequeña criada de la cocina, Ruby, que últimamente manifestaba interés por él. Sin embargo, no podía menos que comparar la cabellera roja y rizada y las pecas de Ruby con el intenso caoba que enmarcaba el rostro de Lorna. Cuando salió del bote, estaba tibia; los finos rizos se le pegaban a las sienes y al cuello y le acariciaban las orejas. Siempre creyó que las damas elegantes pasaban la mayor parte del verano procurando mantenerse frescas. En cambio, Lorna remó a través del lago en medio del calor, se quitó el sombrero, se alisó el cabello y compartió la merienda con alguien al que, hasta hacía poco, había mostrado la más absoluta indiferencia. Así solía ser: los ricos despreciaban a sus empleados.
Pero el desprecio parecía estar por completo ausente de la expresión de la señorita Lorna Barnett ese día.
Ahí, acostado en el cuarto de los sirvientes, Jens trató de sacarla de su cabeza. Sintió las sábanas pegajosas y las apartó, puso la almohada del lado fresco y cerró los ojos, pero ahí estaba Lorna otra vez en el recuerdo, saliendo del bote, tomando el cesto de picnic de manos de él, alzando el rostro en forma de corazón y preguntándole si recogería frutillas para el desayuno del día siguiente. La recordó mordiendo una y señalando las demás frutas a Tim mientras hablaba… un ser glorioso, sin afectaciones, con ojos castaños como bellotas y sonrisa hechicera, que mostraba cada vez menos a medida que transcurría la tarde.
¿Acaso ella también estaría acostada, despierta, recordando los hechos de esa tarde?
Por cierto, la señorita Lorna Barnett lo estaba. Tendida de espaldas, con las manos bajo la cabeza, contemplaba las sombras tenues que delineaban el medallón del techo que rodeaba la lámpara. Ese día, cuando salió con el bote, no sospechaba lo que esa tarde le traería.
Jens Harken.
Pensó en el nombre, el nombre que no se atrevía a pronunciar, pues llamarlo así sería cruzar una línea distintiva que, ni aun ella, con su espíritu independiente, salvaría. Pero el solo hecho de pensarlo le provocó placer.
Jens Harken, un criado para cualquier trabajo… ¡Dios piadoso!, ¿qué le sucedía?
Había ido a ver a Tim sólo para aprender más sobre barcos, que le fascinaban, y aunque de momento no le permitían navegar, algún día lo haría. Cuando lo hiciera, organizaría a las mujeres en un Club de Yates propio, y si podían pilotar naves revolucionariamente nuevas que se deslizaban sobre el agua, ¿por qué no hacerlo? "Tal vez papá sea demasiado obstinado para escuchar las ideas de Harken, pero yo no."
Papá… ¡qué hombre tan empecinado! Al principio, pensó que le encantaría "cambiar de idea" y prestar atención a Harken; quizás acabar con la mala suerte si el plan de Harken resultaba y, a fin de cuentas, el Club de Yates de White Bear ganaba las regatas. Pero el propósito de Lorna cobró un nuevo aspecto cuando se arrodilló y contempló las manos anchas y fuertes de Harken que dibujaban barcos en la arena. Sin ninguna educación sobre arquitectura naval, ¿cómo sabía tanto? La convenció de la eficacia de su plan con la única fuerza de su convicción. Durante todo el tiempo que pasaron juntos ese día, estaba segura de que los únicos minutos en que perdió de vista las diferencias sociales entre ambos, fue cuando dibujaba en la arena y explicaba la configuración de la quilla. Cuando le miró el rostro y le preguntó cómo sabía todo eso, respondió:
– No lo sé.
Y Lorna pensó: ¡Es verdad, no lo sabe! Fue en ese momento cuando la admiración hacia Harken cobró alas.
Arrodillada junto a él, contemplando los intensos ojos azules, pensó: Puede concretar esta locura. Sé que puede. Y tras ese pensamiento, vino otro: Oh, Dios, es increíblemente apuesto.
Por más que trató de permanecer indiferente, los ojos, el rostro de Harken la cautivaron. Esa hermosa nariz recta, la piel clara, la boca maravillosa, tan visible en su cara libre de pelos… Estaba acostumbrada a las barbas, pues todos los hombres que conocía las usaban y, por lo tanto, el rostro afeitado de Harken era una novedad casi impactante, que se añadía a su apostura. También era musculoso, de tanto levantar bloques de hielo, ollas pesadas, y quién sabe cuántas cosas más en la cocina.
¿Cuánto hacía que estaba en la casa? ¿Habría trabajado en la casa de la ciudad, el invierno pasado? ¿Trabajó en la casa de campo el verano pasado? ¿El anterior? ¿Cómo no se le ocurrió preguntárselo? De pronto, quiso saber todo sobre él, sobre su madre y su padre, el viaje a través del océano, su infancia, los años en la Costa Este y, en particular, quería saber cuánto tiempo hacía que trabajaba en la cocina de la casa, tocando lo que le servían en la mesa y los cubiertos de plata que se llevaba a la boca.
La idea le hizo recobrar la cordura.
De pronto, se incorporó en la oscuridad, sacó los pies de la cama y se rascó la cabeza con las dos manos, alborotándose el pelo de pura frustración. ¡Señor, si los grillos se callaran de una vez…! Y disminuyen la humedad… ¡Y se levantó una brisa! Se levantó el cabello de la nuca acalorada, lanzó un gran suspiro y dejó caer los hombros.
Tenía que dejar de pensar en Harken en ese mismo instante. Si quería ponerse sentimental hacia un hombre, ese hombre era Taylor Du Val. Era el hombre con quien querían casarla mamá y papá. Ya hacía mucho que lo sabía, aunque nunca se lo dijeron. Más aun, sólo veinticuatro horas atrás era de Taylor del que esperaba recibir un beso en la terraza. Esa noche, era del criado de la cocina. ¡Pero era mejor que se quitara esa idea de la cabeza ya mismo!
Se dejó caer de costado, abullonando la almohada bajo la mejilla, plegando una rodilla y alzando el camisón de modo que el aire le refrescara las piernas.
Pero no podía dormir. Y no podía dejar de pensar en Jens Harken.
A la mañana siguiente, se quedó dormida y perdió el desayuno. Cuando entró en el comedor, estaba silencioso y vacío, sin mantel de lino sobre la mesa, sin frutillas frescas recogidas por Jens Harken en el aparador. La habitación olía a jabón de esencia de limón. En el centro de un paño de encaje había un nuevo ramo de flores, lo que significaba que hacía tiempo que Levinia se había levantado y lo había arreglado. Lorna lanzó un vistazo a la puerta del pasillo que iba a la cocina: podría atravesarlo y pedir algo… ¿qué excusa más lógica para ver a Harken, aunque fuera peligroso iniciar semejante hábito?
En cambio, fue al comedor y encontró a su madre allí, ante el secreter de roble, escribiendo correspondencia. A diferencia del comedor principal, el cuarto reverberaba con la luz matinal. Estaba decorado en matices que iban del marfil al color melocotón, con chintz en lugar de jacquard, y puertas cristaleras en vez de batientes. Estaban abiertas a la soleada terraza del Este, y dejaban entrar la bendita brisa.
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