Lorna apoyó la canasta y levantó un pañal aplastado y rígido del escurridor. Jamás en su vida había colgado ropa de una cuerda. En su ambiente, eso lo hacían los criados. Pero había visto a las doncellas colgar las toallas y las imitó: encontró dos puntas y sacudió el primer pañal, lo colgó… después otro…, y descubrió que disfrutaba mucho del viento que le agitaba el pelo, la gasa húmeda que se hinchaba como una vela, alzándose contra su rostro, llevándole olor a jabón y a lejía. La situación tenía un aire de paz: el perro dormido al sol, el perfume de las lilas en el aire, unas cotorras que volaban entre los arbustos para explorar, y Lorna… manipulando los pañales de su hijo.

Estaba colgando el tercero cuando Jens salió por la puerta trasera y avanzó por el sendero. Al verlo, Lorna se inclinó sobre el cesto de mimbre para tomar otro pañal. Cuando se enderezó, Jens estaba bajo el poste en forma de T y se apoyaba en él sin hacer fuerza.

Lorna sacudió el pañal y lo colgó.

Por fin, el hombre dijo:

– Así que has venido todas las semanas.

– Como te habrá informado la señora Schmitt.

– Yo suelo venir los martes, pero este martes tuve que ir a Duluth. -No obtuvo respuesta. Un tipo de allí nos ha encargado un barco.

Lorna siguió sin responder.

Colgó otro pañal, mientras Jens intentaba fingir que no la observaba. Por último, desistió y clavó la mirada en su perfil cuando ella alzó la cara y los brazos encima de la cabeza para colocar las pinzas de la ropa. Los pechos, más plenos ahora después del nacimiento del pequeño, se delineaban con claridad contra el fondo verde del campo. El perfil de los labios y la boca se había vuelto más hermoso aún, si era posible, en los dos años que hacía desde que se conocían. Ya el rostro era el de una mujer madura, no el de una niña. El viento le había soltado un mechón de pelo que flotaba suavemente por su barbilla. Un pañal se le pegó al hombro y lo apartó con aire distraído, mientras tomaba otro. Jens pensó en el niño que estaba en la casa, que los dos habían concebido.

– Es lo más lindo que he visto -dijo, con sinceridad, sintiendo que se ablandaba al estar los tres juntos por primera vez.

– Será igual a ti.

– Eso sería bueno, ¿no?

– Es probable que sea tan cabeza dura como tú.

– Sí, bueno, soy noruego.

Miró, ceñudo, hacia los bosques lejanos, durante un largo rato. Por último, dejó caer las manos, las sacudió entre sí, como buscando qué decir. Pasó medio minuto sin que se le ocurriese nada. Removió los pies y musitó:

– Maldito sea, Lorna.

La muchacha le lanzó una mirada:

– ¿Maldito sea, Lorna, qué? -El restallar de un pañal pareció subrayar sus palabras, y su mentón adoptó una pose beligerante-. Supongo que estás molesto porque usé tu dinero.

– ¡No, no se trata de eso!

– ¿Entonces, qué?

– No sé qué. -Tras un silencio agitado, dijo-: ¿Tu familia sabe que vienes aquí a verlo?

– No. Creen que trabajo en una biblioteca.

– ¿Ves? Todavía no admites nada ante ellos. Aún vives bajo su opinión.

– ¡Bueno, qué esperabas que hiciera!

– Nada -respondió, y comenzó a andar hacia la casa-. Nada.

Lorna apartó el cesto de un puntapié y fue tras él:

– ¡Maldito seas, Jens Harken! -Le golpeó la espalda con el puño-. ¡No me des la espalda!

Sorprendido, se dio la vuelta. Ahí estaba ella, con los brazos en jarras, una pinza para la ropa en una mano, y las lágrimas cayéndole de los bellos ojos castaños. Nunca la vio tan hermosa.

– ¡Pídemelo! -le ordenó-. ¡Maldito seas, noruego obstinado, pídemelo!

Pero Jens no lo iba a hacer hasta que comprendiera que nunca le había antepuesto a sus padres. Lorna podía amarlo mientras nadie lo supiera, pero para él ya era bastante.

– No, hasta que te enfrentes a ellos.

– ¡No puedo permitírmelo! ¡Ni el dinero que dejas es suficiente para que vivamos Danny y yo!

– Entonces, haz las paces con ellos.

– ¡Jamás!

– En ese caso, estamos en punto muerto.

– ¡Tú me amas! ¡No digas que no!

– Eso nunca estuvo en discusión. La cuestión es si tú me amas a mí.

– ¡Que si yo te amo! Jens Harken, yo fui la que te persiguió. ¿Acaso lo vas a negar en mi propia cara? Yo entré en la cocina. ¡ Yo fui al cobertizo! ¡Yo fui a tu cuarto!

– Hasta que quedaste embarazada, y trataste de ocultarlo y de ocultarme a mí de todos los que conocías. Todavía tratas de hacerlo. ¿Cómo crees que me hace sentir esa actitud?

– ¿Cómo crees que me hace sentir tener que escabullirme al campo para ver a mi propio hijo, porque no tengo marido?

– ¿Todavía no comprendes qué es lo que tienes que hacer?

– ¿Además de estar aquí haciendo el papel de tonta? ¡No… no lo sé!

Sin poder evitarlo, Jens rió. La situación era lamentable, pero ella estaba espléndida ahí de pie, sobre el sendero de tierra, con el cabello flotando y el espíritu en rebelión. ¡Dulce Jesús, cuán fácil sería dar tres pasos, tomarla por la cintura, apretarla contra sí, que era el lugar al que pertenecía, y besarla hasta que se desmayan y decirle: "Tomemos a Danny y vayámonos"!

– ¿Y después, qué? ¿Vivir en ¡a mentira, tal vez decirle a la gente que el chico era adoptado… cualquier cosa que salvan el pudor de Lorna?

– Haría pública la situación sólo con la verdad, y de ninguna otra manera.

Y se quedó allí, riendo entre dientes al verla tan hechicera, por desearla tanto, y por haberla oído admitir que lo amaba y que se sentía como una tonta por eso.

– ¿De qué te ríes?

– De ti.

– ¡Basta!

– Tú lo dijiste, no yo. Si te sientes como una tonta, será por algo.

Sin aviso previo, le arrojó una pinza de la ropa. Le pegó en la frente y cayó al césped.

– ¡Ay! -gritó, retrocediendo y mirándola, ceñudo-. ¿Y eso por qué ha sido?

Se frotó la frente.

– No me casaría contigo ni aunque mis padres me lo pidieran!

Jens dio un paso atrás y dejó caer la mano.

– Y como sabemos que eso nunca sucederá, estamos otra vez como cuando comenzó esta discusión. -Se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa. Diez pasos después se detuvo, como cambiando de opinión-: Te sugiero que, desde ahora, te atengas a los jueves.

Le arrojó otra pinza. Le pasó sobre el hombro y aterrizó en el suelo, detrás de Jens. Tras el endeble esfuerzo de Lorna por herirlo, permanecieron unos instantes terribles, mirándose desafiantes.

– Crece, Lorna -le dijo con calma, luego se dio la vuelta y la dejó sola en el fondo soleado.

Cuando la puerta de la cocina se cerró tras él, pareció que las lágrimas empezaban a soltarse. Se las limpió con la manga y regresó a la cuerda a colgar el último pañal. Lo sacó del canasto, le dio una sacudida y estaba alzando las manos hacia la cuerda cuando brotó el torrente. Tenía la fuerza de un arroyo de primavera desbordado, las lágrimas y los sollozos le sacudían todo el cuerpo hasta que se quedó tan floja como la gasa que tenía en la mano. Lo dejó fluir, que la autocompasión y la pena se derramasen y el verde y el dorado día primaveral se las tragaran. Se dejó caer de rodillas y se dobló por delante, apretando el pañal mojado y fresco en los puños, mientras se mecía, inconsciente.

Y lloró…, lloró…, y lloró.

Y espantó a las cotorras.

19

Los días que siguieron al encuentro con Jens, Lorna se sintió realmente desdichada. Al ver a Danny, por fin, con su padre, se quedó con una imagen viviente de los tres que había dibujado con la imaginación hasta que se volvió más real que la realidad misma. En ese cuadro, ella, Jens y Danny vivían en el desván, en la parte alta del astillero; los pañales que colgaban de la soga eran los de Danny, y al mediodía ella preparaba el almuerzo de Jens; por la tarde, los tres salían a navegar; por la noche, Lorna y Jens dormían juntos en una gran cama de madera.

Comprendiendo que, quizás, eso nunca se concretase, lloraba con frecuencia.

La vez siguiente que fue a casa de la señora Schmitt, Jens no estaba, y el encuentro con Danny le pareció hueco y triste. Su vida se había vuelto vacía y sin alicientes, y no parecía ir hacia ninguna parte, más que a donde ya había llegado.

Hasta que un día estaba en una tienda de White Bear Lake, y se encontró con Mitch Armfield.

– ¿Lorna?

Al oír su nombre, se dio la vuelta y lo vio en el pasillo, tras ella.

– Mitch -lo saludó, sonriendo-. Mi Dios, Mitch, ¿eres tú?

Habla crecido mucho el último año. Estaba alto y fornido, y ya tenía un bronceado veraniego: un apuesto joven ocupaba el lugar del joven ruboroso.

Rió y abrió las manos:

– Soy yo.

– ¿Dónde está el muchacho flaco que solía insistir en enseñarme a navegar?

– Sigo navegando… ¿Y qué me dices de ti?

– También sigo navegando, pero casi siempre sola en la embarcación pequeña.

– Ya lo hemos advertido. Al parecer, ya no sales.

– Lo hago. Es que…

Dejó que la frase se perdiera, apartando la vista y tocando, distraída, unas servilletas para el té.

Mitch, amable, esperó, pero como Lorna siguió en silencio, dijo:

– Todos preguntan dónde está Lorna cuando vamos a navegar bajo la luna, y al pabellón, a escuchar conciertos. En especial, Phoebe.

Lorna levantó la vista y preguntó, melancólica:

– ¿Cómo está Phoebe?

– Está bien… pero te echa mucho de menos.

– Yo también la echo de menos. Solíamos hacer muchas cosas juntas.

El rostro de Mitchell adquirió una expresión pensativa antes de que preguntase:

– ¿Puedo ser sincero contigo, Lorna?

– Claro que sí.

– Le rompiste el corazón a Phoebe. Después de irte a la escuela, nunca le escribiste ni viniste a visitarla cuando volviste. Pensó que había hecho algo que te había ofendido, pero no sabía qué. ¿Estaba en lo cierto?

– No… oh, no-replicó Lorna, con todo el corazón, tocando la manga del muchacho-. Era mi mejor amiga.

– Entonces, ¿qué pasó?

Lorna no pudo hacer otra cosa que mirarlo fijamente y sacar la mano de su brazo. El tiempo pareció alargarse, y Mitchell insistió:

– Sé que te extrañó mucho cuando se comprometió y empezó a planear la boda. Dijo que vosotras acostumbrabais a ser confidentes en cosas por el estilo. Sé que le encantaría que volvieras a serlo.

– Lo será -murmuró Lorna.

Su rostro reflejó sinceridad. Los ojos tenían una tristeza tan honda que provocó en Mitchell una reacción de simpatía. Cualquiera que fuese el motivo de Lorna para descuidar esa amistad con Phoebe, le dolía a ella tanto como a su hermana.

Mitchell le tendió la mano.

– Bueno, me alegra haberte encontrado. ¿Puedo contárselo a Phoebe?

– Por supuesto. Y envíale mi cariño, por favor.

El muchacho oprimió cariñosamente la mano de Lorna.

– Lo haré.


La conversación quedó en la mente de Lorna el resto del día. Esa noche, le impidió dormir y se levantó de la cama en la madrugada para sentarse junto a la ventana y dejar vagar la mirada sobre el agua oscura, analizando por qué se había apartado de Phoebe. En realidad, no tenía sentido negarse a sí misma el consuelo de una amistad verdadera en la época de su vida en que más la necesitaba. ¿Sería la vergüenza lo que la mantenía alejada? "Sí, supongo que sí", pensó. Según su madre, la gente se sentiría escandalizada y horrorizada y a Lorna la apartarían por tener un hijo fuera del lecho conyugal. Pero, ¿acaso Phoebe se horrorizaría? ¿Cortaría la amistad con Lorna? La respuesta era no. En lo más profundo de su corazón, no creía que su amiga de toda la vida actuase así. Era extraño que hubiese sido la propia Lorna la que se alejó, y no podía explicarlo.


Al día siguiente, Lorna se levantó fatigada, con los ojos hinchados por falta de sueño. Pero por dentro se sentía agitada e impaciente. Casi a las cuatro de la mañana había llegado a una decisión y se levantó de prisa, como si ya hubiese perdido demasiado tiempo.

Ansiosa de volver a ver a Phoebe, rechazó el desayuno, eligió la ropa, se puso unas compresas frías en los ojos, se recogió el pelo al estilo de la "chica Gibson", se puso una falda de color verde hoja, una blusa blanca y, a las diez y media de esa mañana se presentó a la puerta del cottage de los Armfield. Cuando la doncella llamó a Phoebe y esta bajó las escaleras y encontró a Lorna esperándola, su paso se hizo vacilante. Palideció como si fuese a llorar, y corrió los últimos tres escalones para arrojarse en los brazos de Lorna.

– Oh, Lorna… ¿de verdad, eres tú?

– Sí, Phoebe querida, sí, sí… Estoy de vuelta.

Se abrazaron y se refugiaron por un instante en la nostalgia. Los ojos se les nublaron, se sintieron felices y con las heridas cicatrizadas.

Por fin, Phoebe se apartó:

– Mitch me dijo que había hablado contigo, pero no me atrevía a esperarte.