– Sí, comprendo a qué te refieres. Yo tampoco me dormí hasta bien pasada la medianoche. Me quedé ahí, pensando.

Tras un lapso de silencio, Jens preguntó:

– ¿Piensas en papá?

– Sí.

– Me gustaría que estuviese aquí

– Sí, a mí también.

– Pero nos enseñó bien, ¿verdad?

– Seguro.

– Nos enseñó a creer en nosotros mismos. Ya sea que hoy ganemos o perdamos, eso fue lo que aprendimos.

– Sin embargo, tienes muchos deseos de ganar, ¿no es así?

– Bueno, ¿y tú no?

– Claro, pero en mi caso es diferente. Yo no tengo a Gideon Barnett tratando de desquitarse conmigo por haber embarazado a su hija.

– En esta carrera, hay muchas cosas en juego, eso es seguro.

– ¿Crees que el barco de él tiene alguna posibilidad de ganar?

– Desde luego que sí. Yo lo diseñé, así que será muy veloz, como el North Star, pero las modificaciones que hice en el Manitou nos darán la ventaja.

Había reemplazado el vástago grande del timón por dos más pequeños, lo que le daba una reacción más rápida en el viraje.

– ¿Y del club Minnetonka, qué me dices… te preocupa alguna de sus embarcaciones?

– No, principalmente la Lorna D.

Davin le dio una palmada en el hombro.

– Bueno, haraganear por aquí no hará que el tiempo pase más rápido. Ven arriba, y pidámosle a Cara que nos dé un desayuno caliente.

Como la hora de la carrera estaba fijada para el mediodía, la mañana parecía arrastrarse. Jens comió poco, pero tardó en vestirse, gozando como siempre del suéter oficial del club y prometiéndose que algún día sería miembro honorario. Tim llegó caminando desde su cabaña, también vestido de blanco y sonriente:

– Entonces, después de hoy, ¿podré llevarme mi barco a casa y tenerlo ahí?

Jens recibió muchas burlas de los hombres que lo rodeaban por insistir en tener el barco los últimos días "para hacerle las modificaciones necesarias". Todos sabían que no había más que hacer, pues habían sido hechas semanas antes.

Davin había dicho:

– Si esta embarcación fuese una mujer, estaría bien caliente por tanto manoseo.

Ben:

– Si la pule un poco más, tendremos que dar otra capa de barniz a la cubierta.

Tim:

– Tal vez tendría que ofrecer el vendérsela. Podría quedarme con una buena ganancia.

Llegó el resto de la tripulación. Cara y los niños abordaron el Manitou para ir hasta el jardín del club de yacht, desde donde verían la carrera. El trayecto resultó veloz y mojado, pues el viento había aumentado a quince nudos y arrojaba rocío sobre la proa.

Cuando llegaron, estaban desarrollándose las carreras de clase B. Ya se había reunido una muchedumbre en el jardín y andaba por el muelle, inspeccionando los barcos amarrados ahí. Cuando los espectadores identificaron el W-30 en la vela que se aproximaba, estalló una salva de aplausos:

– Escuchad. Conocen tu número, Jens -bromeó Cara, con un destello de orgullo en los ojos.

Jens le dirigió una sonrisa preocupada que se desvaneció rápidamente cuando vio las otras chalanas amarradas al muelle. De inmediato, divisó a la Lorna D y a Gideon Barnett entre la tripulación, secando la cubierta y revisando los aparejos. Al oír los aplausos. Gideon se irguió y miró sobre el agua para ver quién se acercaba. Jens supo el preciso instante en que leía el número en la vela, porque giró con brusquedad y se concentro en dar órdenes a la tripulación.

El Manitou atracó. Cam y los chicos descendieron. Jens miró el reloj: en quince minutos sería la reunión de timoneles, ya había un coro de niñas cantando en la playa, y muchos periodistas y espectadores. Buscó la bandera del club que flameaba en el centro de la cúpula como midiendo el viento, el escudo de nubes grises hacia el sur y el oeste y la superficie del agua, que estaba picada y agitada. La tripulación llevó el spinnaker al jardín para plegarlo y empaquetarlo. Jens se quedó revisando los aparejos, cosa que ya había hecho infinidad de veces esa mañana. Sin embargo, lo tranquilizaba estar en el barco y mantener las manos ocupadas.

Las espigas de los costados, estaban.

Las drizas no estaban retorcidas.

Las líneas, bien enrolladas.

Echó una mirada hacia el prado. Damas con las enaguas al viento se sujetaban los sombreros de colores vivos. Los niños correteaban, jugando al escondite entre las faldas de las madres y comían golosinas. Las niñas del coro terminaron una canción y un barbero comenzó una. Vio un grupo de espectadores de Rose Point: Levinia Barnett y las dos viejas tías, las hermanas y el hermano de Lorna (mirando por los prismáticos), todos mezclándose con el grupo de la alta sociedad que, sin duda, había ido a alentar al Lorna D. La ausencia de la propia Lorna era notable.

Jens dejó de lado la decepción y encontró en qué mantenerse ocupado. Se inclinó sobre la popa para arrancar algas de los timones. Respondió preguntas de tres muchachos jóvenes que estaban en el muelle, con los ojos llenos de admiración.

– Señor, ¿usted mismo lo construyó?

– ¿Cuánto tiempo le llevó?

– Mi papá dice que un día podré tener mi barco.

Llegó la hora de la reunión de timoneles, y la tripulación llevó el spinnaker a bordo. Los saludó con un mero cabeceo…, en ese momento estaban todos tensos y ensimismados.

Al acercarse al grupo de Barnett en el trayecto hacia la sede del club, Jens sintió las miradas de esa gente que lo seguían, pero mantuvo la vista al frente comprendiendo que no necesitaba distraerse en esta hora final.

Casi había llegado a la casa del club, cuando atrapó su atención algo familiar en el borde de su visión periférica. Un color, un contorno, un porte… algo lo hizo darse la vuelta.

Y ahí estaba Lorna.

Con… con…

¡Dios querido, tenía a Danny en brazos! ¡Era verdad, Danny y Lorna estaban en la regata, donde todos los conocidos de ella estarían observando!

Se quedó mirándola fijo un momento. Luego dio un paso hacia ellos sintiendo que la sorpresa, la euforia, la exaltación explotaban dentro de él. ¡Su hijo y su mujer, a menos de veinte pasos, observándolo! Lorna iba vestida de color melocotón, y Danny, con un traje marinero azul y blanco, tirándose inquieto del gorro marinero que tenía atado bajo la barbilla.

Lorna señaló con el índice y Jens le leyó los labios:

Ahí está papá.

Danny dejó de fastidiar con el gorro, divisó al padre y se puso radiante:

– ¡Papá! -chilló, retorciéndose como para bajarse y correr hacia Jens.

En el pecho de Jens, aleteó y cantó un ruiseñor. Nunca en la vida había deseado tanto acercarse a alguien, pero ese no era el momento. Los segundos huían, marcando el comienzo de la reunión de capitanes, y si llegaba tarde arriesgaba la posibilidad de ganar al perder las instrucciones para la carrera.

Alguien fue tras él por el camino entarimado. Los pasos se detuvieron y la cara de Lorna se puso seria. Jens miró alrededor para encontrar a Gideon Barnett mirando a su hija y a su nieto. Cuando la cara de Gideon se puso gris como una vela vieja, un murmullo recorrió la muchedumbre. Jens percibió cómo llegaba la noticia a Levinia por un movimiento que provocó una brecha entre los espectadores. En ese momento, mientras todos los grupos reconocían la presencia de Lorna y comenzaban a contar los meses hacia atrás, dio la impresión de que todo el mundo contenía el aliento.

Luego, una sola mujer joven se adelantó con una sonrisa.

– ¡Hola, Lorna! ¿Dónde has estado? Estuve buscándote. -Phoebe Armfield se abrió paso entre la multitud, haciendo gala de una franca amistad-. ¡Hola, Danny!

Nadie sería capaz de darse cuenta de que veía al pequeño por primera vez cuando se acercó y besó al niño y a la madre en las mejillas.

A desgana, los ojos de Lorna se apartaron de Jens, y éste prosiguió hacia el club, con Gideon diez pasos detrás.

Dentro, en el porche del piso alto, le costó concentrarse en el juez de la carrera, un hombre adusto, oficioso, de pantalones blancos, blazer azul y corbata, que tenía una pizarra negra en las manos.

– ¡Timoneles, bienvenidos! El curso de la carrera de hoy será un triángulo que terminará hacia el viento, después de dos vueltas y un tercio. Tendremos un tiro de atención a los diez minutos, uno de advertencia a los cinco, y luego, el de salida. Cualquiera que salga antes de tiempo tendrá que volver a cruzar la línea.

Mientras el juez daba las instrucciones, Jens sentía la mirada de Gideon Barnett que lo atravesaba por la espalda. Había diez timoneles presentes, cinco de cada club de navegación, y todos participaban con chalanas. Sería una carrera bastante diferente de la del año anterior.

La reunión terminó:

– Caballeros, buena navegación. ¡A sus barcos!

Entre los timoneles, intercambiaron el refrán de rigor:

– Buena navegación…, buena navegación…

Jens se dio la vuelta y vio que Barnett ya se alejaba a zancadas hacia su barco, antes que él.

Afuera, sus ojos de inmediato buscaron a Lorna intentando hallar una clave: ¿qué hacer, ir hacia ella, o directamente al barco, qué preferiría ella? Alrededor de Lorna se habían juntado algunos amigos de su edad: reconoció las caras que no eran del club, además de una de las tías solteronas, que tomaba al niño en brazos. Mientras Jens se detenía, inseguro, sabiendo que lo esperaba la tripulación a bordo y sintiendo que el corazón le saltaba en el pecho, Lorna dejaba a los demás y se acercaba a él.

Se quedó mudo, en una espera que era casi dolorosa, aguardando como un imbécil mientras ella venía directamente hacia él, y se detenía tan cerca que su falda al volarse le dio en los tobillos. Tomó la mano curtida del hombre en la suya, mucho más suave, y dijo con sencillez:

– Buena navegación, Jens.

Le oprimió la mano y sintió que el pecho le iba a explorar.

– Lo haré…, por ti y por Danny -logró decir.

Un instante después, se encaminaba a zancadas hacia el Manitou.

¡Elevándose! ¡Deslizándose! ¡Ascendiendo a un plano donde sólo existían los dioses!

A bordo, percibió que toda la tripulación conocía la aventura humana contrapuesta a la náutica que estaba por comenzar. Hablaban con voz queda, sonreían con suavidad, sin hacer preguntas, a imitación de Davin, que sólo dijo:

– ¿Qué dice, timonel, podremos zarpar con esta bañera?

Cuando Jens tomó su puesto al timón y dio la orden de zarpar, la tripulación del Manitou supo que estaba bajo las órdenes de un timonel que acababa de ganar algo mucho más importante que una carrera de clase A.

– ¡Icen la principal! ¡Icen el foque!

Al dar la orden, la voz de Jens tenía un nuevo matiz de vivacidad.

Mitch izó la vela principal, Davin, el foque, y la W-30 se deslizó entre los competidores, en las aguas agitadas de la North Bay. La llevaron hacia la línea de salida, en un trecho ancho, navegando sin prisa contra el viento. Diez embarcaciones, esbeltas y veloces, deambulaban de un lado a otro, y los marinos observaban a los competidores y probaban el viento buscando la punta más ventajosa de la línea de salida. Cada timonel dirigió la vista a lo lejos, observando los cambios del viento por el flamear de la bandera en el techo de la casa del club, buscando rastros del viento en el agua, cualquier cosa que les diese un indicio cuando sonara el disparo de salida.

Los oficiales de la carrera conducían un bote a cada extremo de la línea, constituyendo una flota de demarcación. Entre las gordas nubes grises comenzaron a aparecer trozos de azul, mostrando cirrocúmulos más altos aún.

– Me parece que se está formando un cielo aborregado -comentó Jens-. Eso podría significar un frente alto, así que, presten atención a los cambios de los vientos.

Al oír el tiro de los diez minutos, Jens ordenó:

– Edward, coordina tu reloj con el disparo de los cinco minutos.

Edward lo sacó y lo preparó.

Después, sólo intercambiaron las palabras imprescindibles, mientras la tripulación del Manitou seguía ciñéndose al viento, y pasaba de un lado a otro de la línea. Ya tenían las camisas empapadas, los músculos tensos, las miradas no se apartaban de los otros barcos, el Lorna D y el North Star, entre ellos.

Sonó el tiro de cinco minutos. Edward controló su reloj.

– Observen al M-32 -dijo Davin, junto al foque-. Está pasando de sotavento.

Jens dirigió al Manitou rodeando a un participante del Minnetonka, y siguió ciñendo. Poco después, situó su lugar en la línea y le murmuró a Davin:

– Iremos por la punta de barlovento. ¡Adriza! Vayamos rápido a nuestro lugar, mientras la línea se acomoda.

Entonces, cinco de los otros… seis, siete, maniobraron cada vez más cerca, tanto que los botalones se balanceaban sobre las cubiertas de los competidores.